VII

LAS paredes del despacho de Gabriel relucían a merced de las llamas caprichosas de la chimenea, mecidas por la corriente. En ocasiones, el valido había aprovechado su hipnótico vaivén para concentrarse y aún ahora era capaz de perderse en sus pensamientos durante horas al contemplar una llama. Pero aquel no era momento de meditar. Ante él estaba Yom Eber Atias, un hombre delgado y con el pelo entrecano, de nariz aguileña y ojillos inquietos que paseaban por los muebles rezumando inteligencia. El valido le ofreció sentarse y su invitado aceptó, recogiendo con gracia la lujosa capa que llevaba sobre la túnica, pero rechazó el vino con un ademán.

—Os doy las gracias por haber venido hasta aquí, mi señor Atias.

—Bueno, imaginad mi sorpresa al recibir vuestra llamada. No podía dejar de asistir. ¿En qué podría ayudar un humilde comerciante judío a su Majestad? —repuso.

El valido entrecerró los ojos y se pasó un dedo por los labios.

—He sido informado de que los negocios os van muy bien. Y según tengo entendido de vez en cuando algunos señores acuden a vos en busca de ayuda.

—¿Qué tipo de ayuda? —preguntó Atias con inocencia— Los señores no quieren más que siervos y más siervos, caballos, armas... Es fascinante lo mucho que a los señores les gusta la guerra.

—Estoy de acuerdo —concedió Gabriel—. Pero las guerras son caras.

Le tendió un papel con una serie de nombres que Atias leyó con interés. Al cabo de un rato enarcó las cejas y se la devolvió, bastante asombrado.

—Vaya, me impresiona el exhaustivo conocimiento que tenéis de mis clientes. Os habéis tomado muchas molestias.

—Sois uno de los prestamistas más conocidos entre los vuestros.

Atias se encogió de hombros.

—Los “nuestros” tendemos a exagerar. Yo solo soy un simple y honrado prestamista del montón.

—No dudo de vuestra honradez. Os he llamado para pedir vuestra ayuda, en nombre del rey, claro.

El semblante del judío se iluminó y enseguida adoptó un tono complaciente.

—Oh, por supuesto, por supuesto. Cualquier cosa por su Majestad. ¿De cuánto estamos hablando?

Gabriel se recostó sobre la silla y sacudió la cabeza.

—No hablo de dinero, mi señor, sino de otro tipo de colaboración.

—Explicaos.

—Al rey le interesaría que dejarais de tener tratos con cierto número de nobles, cuya fidelidad a la corona es dudosa.

Atias forzó una sonrisa, aunque era más una mueca que otra cosa.

—Bueno, mi señor, eso está muy bien. ¿Pero cómo alimentaré a mi familia en el futuro?

—¿Cuantos años hace que no pagáis impuestos?

La media sonrisa del prestamista desapareció de su cara como por arte de magia.

—Bastaría con escarbar un poco para que se descubriera vuestra estafa. Si mis cálculos no me engañan, la suma asciende bastante más que el dinero que se os debe en este momento. Vuestra familia agradecería que no estuvierais encarcelado.

—No es muy caballeroso amenazarme cuando he venido aquí por propia voluntad.

—No es una amenaza, señor mío. A ninguno de los dos nos interesa que eso ocurra. Si accedéis a colaborar con su Majestad, su Majestad hará la vista gorda con esa deuda y toda deuda parecida que pudierais acumular en el futuro.

El judío lo miró con renovado interés, aunque aún tenía algo que objetar.

—No pagar está muy bien, pero seguís sin decirme cómo pretendéis que me gane la vida después de eso.

—Os ofrezco un trato.

—Os escucho.

—Trabajad para mí: os daré poderes para controlar los caminos. Obtendréis un porcentaje de los impuestos que recaudéis.

Atias soltó una carcajada.

—¿Ahora queréis que os arregle el desaguisado? ¡Si vuestras cuentas dan pena! Parece mentira la cantidad de impuestos que la Mesta logra estafaros al año.

—Decidme algo que no sepa.

El judío dejó de reír, pero mantuvo una sonrisa pensativa. Finalmente repuso.

—Nombrad nuevos entregadores, nombres que yo os daré. Trabajarán por una simple comisión.

—¿Judíos?

—¿Importa?

—En realidad no. ¿Qué os parece un veinte por ciento?

Atias abrió tanto los ojos que su rostro parecía más que nunca el de un ave rapaz que acabara de divisar una presa. Los dos sabían que estaban hablando de mucho dinero y mientras hacía sus cálculos mentales, Gabriel permaneció sentado tranquilamente en la silla. Atias tenía que aceptar, ya que solo había dos opciones: dejar de conceder algunos préstamos y, a cambio, hacerse aún más rico o bien ser prendido. El prestamista pronto llegó a la misma conclusión.

—¿Cómo sabré qué caballeros tendrán que prescindir de mis servicios? —quiso saber.

—No temáis, seréis informado a su debido tiempo. ¿Quiere eso decir que aceptáis?

—Soy un hombre fiel al rey Alfonso.

El anciano se mostró complacido.

—Ha sido un placer.

—Lo mismo digo.

—Asumo que tenéis contactos con otros prestamistas...

—Podría decirse que soy bastante respetado en la comunidad.

—Hacedles saber que los hombres que, como vos, sean fieles al rey Alfonso recibirán un trato fiscal igual de favorable.

El prestamista sonrió, pero simuló sentirse ofendido y contestó con mucha dignidad.

—Todos los judíos que conozco son leales al rey.

Poco después, Yom Eber Atias abandonaba el despacho dejando a Gabriel más que satisfecho. De cara al fuego, dejó vagar su mente un buen rato, planeando con cautela sus próximos movimientos: destituir a los entregadores corruptos, nombrar a los nuevos...Tendría que hacerlo poco a poco para evitar problemas. En ese momento echó de menos poder discutir con la reina María, que durante años había sido tan estrecha colaboradora, e intentó imaginarse lo que ella diría, pero sus pensamientos se interrumpieron cuando llamaron a la puerta.

Al ordenar que entraran, se encontró cara a cara con una visita inesperada: el príncipe Pedro, seguido de un par de reacios criados. Inconscientemente, el valido miró a la ventana un instante, para hacerse una idea de la hora y comprobó que no se había dado ni cuenta de que era bien entrada la noche. Ocultando la sorpresa, se volvió gentilmente hacia el príncipe e hizo una reverencia. El niño correspondió con una educada inclinación de cabeza que hizo que unos mechones rubios le cayeran sobre la frente. Se los apartó con un gesto rápido y posó sus ojos bien despiertos en el rostro del valido.

—¿Qué puedo hacer por vos, Alteza?

—Siento haber interrumpido vuestro trabajo.

Gabriel sonrió un instante. La voz de Pedro era clara y bien timbrada y se expresaba con una madurez impropia de su edad. Aquello no le venía de nuevo, pero le inspiró un profundo cariño por el niño que tenía delante; sin duda tenía mucho más aplomo que los criados que lo habían acompañado y permanecían cabizbajos a su espalda.

—Mi trabajo es serviros a vos y a vuestro padre, joven señor.

El príncipe no pareció darle importancia, incluso se diría que se sintió algo azorado; era demasiado sensato para sentirse superior al valido.

—Quisiera pediros que me permitierais ir a ver a mi hermana. Me dijeron que debía hablar con vos.

El valido frunció el ceño con curiosidad.

—Por supuesto que podéis ver a Isabel. Mañana, si lo deseáis, haré que...

—Me gustaría verla ahora, si es posible.

Gabriel titubeó.

—Mi señor, es muy tarde. Vuestra hermana debe de estar durmiendo.

—No está durmiendo —afirmó con gravedad—. Está llorando.

La respuesta dejó sin palabras a su interlocutor. Aunque la princesa no estaba a su cargo, y a decir verdad siempre había estado demasiado ocupado para prestarle mucha atención, el valido era el responsable último del servicio en el castillo y le habían llegado rumores sobre su estado.

—¿Cómo sabéis que está llorando?

Pedro se encogió de hombros y desvió la mirada, paseándola distraídamente por la habitación.

—¿Y por qué creéis que llora? —insistió el valido.

Pero el príncipe no contestó. De repente volvía a parecer un indolente niño de nueve años. Sin embargo, algo le rondaba por la cabeza.

—¿Por qué se ha ido nuestra madre? —preguntó, clavando los ojos dorados en el anciano Gabriel.

—Tuvo que marcharse por motivos de estado.

Pedro le sostuvo la mirada un instante, pero hizo ver que se contentaba con eso, como si lo hubiera preguntado por pura curiosidad.

—¿La echáis de menos, Alteza?

El niño volvió a encogerse de hombros.

—Quizá vuestra hermana la echa de menos. ¿Creéis que estaba muy unida a la reina?

Pedro lo observó en silencio. Podía gustarle Gabriel, confiar en él y respetarlo, pero también era perfectamente consciente de que lo estaba sometiendo a un interrogatorio y no estaba dispuesto a seguirle la corriente.

—¿Puedo ver a Isabel?

El valido suspiró. Tenía que admitir que no había logrado un entendimiento entre ambos. Lo más seguro era que si le denegaba el permiso, el príncipe le obedeciera. Sin embargo, tampoco podía encontrar una razón convincente para impedirle ir junto a Isabel: al fin y al cabo, nadie había podido encontrar una solución mejor.

—Por supuesto —cedió.

—¿Querríais acompañarme, para que me dejen entrar?

Gabriel asintió. En un gesto paternal casi involuntario puso la mano en el hombro del niño para guiarlo fuera de la estancia; Pedro parecía complacido y dejó que fuera el paso del valido el que condujera la pequeña comitiva.

Llegados ante los aposentos de la princesa, el soldado que los guardaba no dudó en obedecer al gesto de Gabriel y se apartó al punto. Al abrir la puerta entraron en una pequeña antesala donde dormitaba una doncella y que estaba separada de la estancia principal por cortinas. Al fondo, diminuta en una enorme cama con dosel, Isabel estaba despierta, había levantado tímidamente la cabeza y observaba.

La doncella se despertó de golpe y miró a su alrededor alarmada. En cuanto reconoció a Gabriel se puso en pie, pero enseguida vio al príncipe y se inclinó con torpeza.

—Alteza, señor...mi... mi señor, ¿ocurre algo?

Gabriel la tranquilizó y mantuvo una breve conversación con ella en voz baja explicándole la situación. Mientras tanto, Pedro permaneció dócilmente a su lado, aunque toda su atención estaba puesta en el interior de los aposentos. Finalmente, el valido se inclinó junto al niño y le dijo:

—Podéis ir, joven señor. Vendré a buscaros por la mañana.

Él lo miró y le sonrío, antes de atravesar las cortinas. Isabel se había sentado en la cama para cuando Pedro llegó a su lado y a Gabriel le dio tiempo a ver cómo se sentaba junto a ella, antes de abandonar la estancia.

Al valido le gustaban los niños; lo fascinaba cómo pasaban de ser pequeños cachorros de hombre inocentes y erráticos a convertirse en personitas autónomas y conscientes del mundo a su alrededor. El proceso le parecía casi mágico, probablemente era lo único verdaderamente milagroso que existía para su mentalidad ilustrada. No obstante, no sabía nada de ellos. Había sido el menor de cinco hermanos, con bastante diferencia de edad, y había vivido siempre rodeado de personas adultas, con lo cual no entendía a los niños ni había sabido jamás cómo tratarlos. Su propio hijo, al que adoraba, se le antojaba a menudo un extraño, porque no estaba seguro de cuándo el joven había dejado de observar sus acciones con curiosidad infantil y había pasado a tener opiniones e iniciativas propias. Gabriel sabía tratar a los adultos y siempre había tratado a Alfonso como a tal.

Pensó en Pedro durante toda la noche. Su compostura y mirada inteligente le había causado una honda impresión, y llegó a la conclusión de que quería hacerse cargo de él. Era decidido, perspicaz, y había algo noble en sus ojos que ansiaba comprender y canalizar. Se ocuparía personalmente de su educación y lo convertiría en el mejor rey de todos los tiempos. Fantaseó con esa idea durante horas, acerca de los libros que le enseñaría a leer y los principios que podía imbuirle. No dejaría que la oscuridad y la superstición hicieran un simple monarca guerrero y ciego de una mente brillante. Tan ilusionado estaba con sus planes que no se dio cuenta de que empezaba a amanecer. Solo entonces se retiró a dormir un poco.

A media mañana, el valido se dirigió a la estancia de la princesa, impaciente por saber qué habría ocurrido allá dentro y si su intuición con respecto al príncipe había sido la correcta. Al llegar, dos guardias le abrieron la puerta y él fue a entrar con decisión, aunque de súbito cambió de idea y decidió entrar más sigilosamente. En la antesala no había nadie; las cortinas estaban corridas y la luz del sol entraba alegremente en la estancia, en la cual se oían las voces de un par de doncellas y un criado. En el centro, Isabel y Pedro jugaban sentados en el suelo, de espaldas a él. El niño tenía un juego de bloques de madera tallados en forma de almenas, torres y arcos con los que trataba de armar un complejo castillo. Isabel tenía un par de caballos de madera barnizada y parecía inmersa en un diálogo imaginario entre ambos.

A los pocos segundos, la mayor de las doncellas se percató de la presencia del valido, pero este ordenó que guardara silencio y que viniera a su encuentro. Ella obedeció y se deslizó a la antesala sin que los niños advirtieran que había alguien más en la habitación.

—¿Cómo han pasado la noche? —le preguntó en un susurro.

La expresión de satisfacción de la mujer hablaba por sí sola. Además, hablar confidencialmente con Gabriel la hacía sentir importante.

—Bien, mi señor. ¡Que gran idea traer al príncipe!

—¿Qué han hecho exactamente?

—Nada especial. La niña estaba despierta, cómo no, cuando vos llegasteis anoche, pobre pequeña, y ni nos habíamos dado cuenta. El niño se sentó con ella y estuvieron hablando en voz baja, no pudimos entender lo que decían...

—¿Y después?

—Nada, ella se acurrucó y se durmió. Hacía mucho que no la veía dormir, al menos no tanto rato seguido. Quizá se despertó en algún momento, pero nada como antes, no...

—¿Qué hizo él?

—¿Él? Él se durmió un poco después, angelito. Debía de estar muy cansado, también...

Gabriel suspiró y se dedicó a observar a los pequeños, mientras la doncella seguía parloteando. Pedro seguía intentando construir su castillo, pero siempre se le derrumbaba al tratar de formar la última torre, bastante inestable dada la altura que se había obstinado en darle. Con una sonrisa, el valido asistió a sus repetidos intentos y fue testigo de cómo crecía la impaciencia y precipitación del pequeño, de manera que seguía fracasando.

Isabel también había estado atenta a los progresos de su hermano y al cabo de un rato le pidió que la dejara intentarlo. Él no puso ninguna objeción y la princesa se colocó a su lado, dispuesta a enfrentarse a la torre. Por primera vez, el valido estudió a la niña con interés. Sin duda era una niña muy bonita, con grandes ojos y facciones redondeadas, el pelo tan negro y brillante como el de su madre. Se fijó en el anillo que llevaba colgado del cuello —¿no era ese el anillo de Pedro?—, pero fue el gesto de concentración con que colocaba las piezas lo que más lo sorprendió.

Mientras la torre subía, el príncipe seguía sus progresos atentamente: aunque más lenta, Isabel era más cuidadosa al ajustar los distintos bloques y eso hizo que lograra colocar más que él. Sin embargo, cuando sólo quedaban tres piezas, la niña se detuvo.

—Va a caerse —afirmó—. ¿No te gusta así?

—Hay que ponerlas todas.

—Pero se caerá.

—No tiene gracia si no las ponemos todas.

Ella arrugó la nariz. No quería que la torre se cayera, pero también quería verla lo más alta posible. Trató de poner un bloque más, pero la base se tambaleó y se detuvo.

—Espera —murmuró.

Le dio la pieza a Pedro y rodeó la parte baja de la torre con las manos, para que no oscilara.

—Ponlas.

El niño obedeció y colocó una pieza más tratando de imitar el esmero que había puesto ella y pendiente de que el resto de la estructura aguantara. Después colocó la penúltima y el pilar tembló, pero Isabel lo aseguró enseguida para que pudiera depositarla. Para poner la última tuvo que levantarse, mientras su hermana, desde el suelo, miraba hacia arriba expectante y celebraba con una exclamación alegre la finalización de la torre. Entonces se apartó con cuidado y los dos contemplaron su obra orgullosos, incluso se alejaron un par de pasos para verla mejor. Se miraron entre ellos y soltaron una risita. Al cabo de unos instantes, Isabel volvió a sentarse junto a sus caballos de madera y Pedro derribó la torre de un manotazo para empezar un nuevo diseño.

—¿Qué vas a construir ahora, Majestad? —preguntó la princesa.

—¡Una ciudad!

Gabriel soltó una carcajada, tomó aire y atravesó el arco que separaba la antesala de la estancia principal. De los niños, Isabel fue la primera en verlo y cuando él inclinó la cabeza para saludarla, ella le dedicó una sonrisa arrebatadora. Pedro se volvió y se levantó enseguida para recibir al valido con la más educada de sus expresiones, pero fue Gabriel el que se acuclilló para ponerse a su altura.

—Alteza —murmuró aún sonriente, y mirando a la princesa añadió—. Debéis llamarlo “Alteza”. Solo los reyes y las reinas tienen título de Majestad.

Ella emitió un sonidito de sorpresa y por un momento miró a su hermano como si aquello fuera lo más divertido del mundo. Entonces, el valido se dirigió a Pedro.

—Alteza, es hora de irnos. Tenéis obligaciones que atender.

—¿Más clases?

—Las clases son importantes, mi señor.

—Pero son aburridas.

Gabriel pensó en López de Ayala, miembro del consejo real y riguroso preceptor del príncipe, rígido y religioso hasta la médula.

—¿Qué os parecería que os las impartiera yo? ¿Creéis que podría ayudaros en algo?

El pequeño ladeó la cabeza mientras reflexionaba sobre la propuesta, pero el tiempo que tardó en contestar se debió más a lo inesperado de la misma que al hecho de que tuviera que pensar realmente una respuesta. Cuando al fin contestó estaba muy excitado.

—¿De verdad haríais eso? Me encantaría, mi señor. Hay un montón de preguntas que desearía haceros...

—Por supuesto —rió Gabriel—. Y tendréis tiempo para hacerlas. Ahora venid conmigo.

Pedro asintió. Isabel sonrió levemente como despedida, aunque se la veía algo desilusionada. El valido la miró a los ojos y después desvió la atención hacia los bloques de madera desperdigados por el suelo. Enseguida volvió a ella: tenía una corazonada y tenía por costumbre seguirlas.

—¿Os gustaría acompañarnos, Alteza?

El rostro de Isabel se iluminó, pero no acabó de creérselo hasta que Gabriel le tendió la mano y con un gesto afectuoso la instó a levantarse con ellos.