LI
A los pocos días de su regreso, Pedro y Alfonso de Albuquerque se encerraron en su despacho durante largo rato. El conde Eduardo decidió asistir también, porque tenía cierto interés en ser testigo del encuentro entre ambos. Además, sabía que su señor apreciaría su presencia y, a decir verdad, tampoco tenía nada mejor que hacer hasta abandonar Butrón, de manera que se sentó junto a la ventana y se dedicó a observar a los dos jóvenes: Pedro, su rey, del que casi no se había separado en los últimos meses, y su primer valido real, al que conocía poco pero que era precedido por su fama y la de su padre. Escrutó su rostro, respetuoso pero no sumiso; analizó su voz, segura y grave, y su mirada atenta. Entonces se sonrió por la ironía: no había llegado a tratar con Gabriel, pero sabía que era de las contadas personas que se habían ganado el respeto del barón de Mendoza. Y allí estaba él, el hijo del que fuera mejor amigo del barón, compartiendo barco con el hijo del que los había puesto en jaque a ambos durante años.
Pedro se veía tenso, renunció a estar sentado mientras su valido describía las últimas noticias y lo escuchó apoyado en la pared, con los brazos cruzados. Las bajas se contaban por miles y las pérdidas económicas por millones. Habían ardido granjas y almacenes, pastos y puertos. Costaría mucho que las cosas fueran como antes. También cabía recompensar a los aliados y castigar a los traidores prisioneros: una práctica penosa, pero vital si Pedro quería demostrar que tenía el control.
Alfonso hablaba sin titubeos, pero los tres sabían que en aquellos momentos las cifras eran lo de menos para el rey. Una vez que el valido finalizó su exposición, hubo un instante de silencio, que el monarca aprovechó para asentir, dando muestra de que había atendido a sus palabras y aprobaba la gestión. Después levantó la vista y la posó con fijeza en el consejero.
—Hay algo que quiero saber, Alfonso, y me temo que eres el único que puede contestarme.
El aludido no dijo nada, expectante y prudente.
—Enrique de Trastámara afirma ser hijo de mi padre, su primogénito. No es algo a lo que le haya dado demasiadas vueltas, puede ser cierto o puede no serlo. Pero según he oído, lo que clama con insistencia es que yo maté a su madre y traté de deshacerme de él.
El conde de Lemos arrugó las cejas un momento, siguiendo la conversación desde su posición apartada.
—En realidad —continuó Pedro—, a estas alturas no tiene importancia, pero aún así quiero saber qué hay de cierto en eso. Porque aunque estoy seguro de que yo no maté a la mujer ni ordené su muerte, los dos sabemos que no soy el único que pudo haberlo hecho.
El valido miró un segundo a Eduardo, incómodo por su presencia, antes de contestar.
—¿Queréis saber si alguien dio la orden?
—Sí.
—Así es, Majestad.
No por haberlo esperado el golpe resultó menos duro. Hasta el final, Pedro había albergado la esperanza de que no fuera cierto.
—¿Lo ordenó Gabriel?
—Sí, mi señor.
Pedro se hizo cargo de la brusquedad con que había formulado la pregunta, pero le importó muy poco.
—¿Cuándo?
—Poco después de vuestra coronación. Cuando viajasteis a Flandes, si mal no recuerdo.
Eduardo, que se había echado hacia delante para escuchar con más atención, sorprendió en el rey una expresión burlona. No llegó a entenderla del todo pero lo intranquilizó un poco, así que se levantó y avanzó hacia Pedro. Alfonso observó ese movimiento con desconfianza, pero el conde no se entrometió en la conversación, sino que se limitó a quedarse apoyado en la pared a unos metros de su señor.
—Y puedo saber...¿Cómo se ha llegado a esto? —prosiguió Pedro.
—¿Majestad?
—Se dio una orden y al parecer se llevó a cabo. Sin embargo Enrique de Trastámara sigue vivo y me declara la guerra. ¿Qué diablos ocurrió?
Alfonso no exteriorizó lo violento que se sentía, pero, eso sí, se tomó un tiempo para escoger las palabras:
—La orden era eliminar a la mujer y al chico, pero él escapó. Cuando el barón de Mendoza dio con él y comprobó su identidad, se llevó al chico y lo puso bajo protección del rey de Francia. Hasta que no estuvieron listos para lanzar su ofensiva, no volvieron a dar señales de vida. No teníamos ninguna pista.
—¿Quién ejecutó la orden?
—Fui yo, Majestad.
El conde de Lemos enarcó las cejas, pero Pedro no se sorprendió en exceso.
—Entiendo.
—¿Deseáis algo más, mi señor? —preguntó Alfonso, con voz ronca.
—Sí, Alfonso, hay una cosa más. Me gustaría saber por qué se desobedeció mi orden de trasladar la corte a Portugal de inmediato y, sobre todo, por qué se permitió que la infanta de Castilla viajara sola de esa manera.
—Mi señor...
—¿También tienes una explicación para eso?
Alfonso no se había esperado la primera parte de la conversación, pero respecto a esta, había llegado el momento que sí llevaba tiempo temiendo. Podría haber interpuesto que Isabel había escapado sin su permiso y que él había hecho lo posible para traerla de nuevo, o al menos salvaguardar su vida. No obstante, optó por no replicar. Todo eso eran circunstancias que Pedro ya habría tenido en cuenta; si no, con toda seguridad, lo habría castigado de manera fulminante nada más volver.
—Escuchadme, Alfonso, y escuchadme bien. Yo soy el rey de Castilla y de ahora en adelante las únicas órdenes que se acatarán serán las mías y las de nadie, nadie más. Eso sí, cuando dé una orden se cumplirá de inmediato, pase lo que pase. ¿Me habéis entendido?
—Sí, Majestad.
—¿Está claro? —gritó.
—Sí, Majestad.
—Si hubiera estado claro desde el maldito principio no estaríamos en esta situación —le espetó Pedro, molesto por el tono conciliador que adoptaba el consejero.
Por supuesto, nadie objetó nada a eso y Alfonso menos que nadie, con la cabeza gacha bajo la mirada glacial del rey.
—Ahora marchaos, valido.
Alfonso se mordió la lengua, su rostro había adoptado un tono macilento y estaba tan tenso que podía estallar en cualquier momento. Pero obedeció. Cuando se hubo marchado, Pedro inspiró y después soltó el aire muy lentamente, mientras paseaba de un lado a otro como una bestia enjaulada, sin prestar atención a la presencia de Eduardo.
—Maldita sea —masculló.
—Como vos acabáis de decir, lo que pasara en realidad no tiene demasiada importancia —le dijo el conde.
—Resulta que no es solo la ambición la que empuja a Enrique. Actúa por venganza y encima justificada.
—¿Y qué cambia eso?
Pedro no respondió, se había sentado y hacía repiquetear los dedos en la mesa.
—Seguro que mi madre estaba al corriente —pensó en voz alta—. De hecho, no me extrañaría nada que fuera ella la que diera la orden.
—Ahora ya no importa —repitió Eduardo—. Lo único que tenéis que hacer es tomaros un descanso. No habéis parado en todo este tiempo y, no sé vos, pero yo necesito un respiro.
Pedro no pudo evitar sonreír. Cuando retomó la palabra, su voz era menos tirante.
—He oído que os marcháis ya.
—A medio día, mis hombres y yo —admitió Eduardo—, pero si queréis que permanezca aquí...
—No, no es necesario —rechazó el rey—. Pero espero saber pronto de vos.
—Tendréis noticia de todos mis movimientos, descuidad.
Se acercó a su señor y fue a arrodillarse, pero Pedro le tendió la mano. El conde se la estrechó de corazón. Se había acostumbrado a velar por su joven rey y amigo y por primera vez en muchísimo tiempo sentía profundamente tener que separarse de alguien.
—Antes de irme, me gustaría despedirme del príncipe Eduardo.
—Creo que salió a cabalgar con mi hermana, aunque ya estarán de vuelta.
—Bien, así tendré la oportunidad de despedirme de su Alteza también —repuso.
El rey esbozó una media sonrisa cortés, aunque no hizo ningún comentario. Algo le rondaba por la cabeza, pero Eduardo no quiso insistir.
—Hasta pronto, Majestad, cuidaos.
—Buen viaje, conde.
Eduardo de Castro salió de la habitación, con cierto regusto amargo. Al llegar al pasillo, un caballero hizo ademán de acercarse. Era el capitán de su guardia personal.
—Nos vamos. Prepáralo todo.
El aludido asintió y se alejó por el corredor, mientras el conde se preguntaba dónde debían de estar la infanta y el príncipe de Gales. Con esa idea, recorrió distraídamente el pasillo, echando una ojeada a los escudos de armas que decoraban las esquinas. Se cruzó con un par de criados a los que podría haber preguntado acerca del paradero de los jóvenes. Sin embargo, prefirió no hacerlo y vagar un rato a sus anchas por los salones del castillo. Al rato le pareció oír música; al principio fue algo imperceptible y no estaba del todo seguro de cuándo había comenzado, pero al aguzar el oído distinguía una melodía en el aire.
Salió de la estancia donde había entrado. En el pasillo se oía un poco más clara, pero todavía sonaba lejana. Era un arpa, sí, era un arpa. Distinguía la suave reverberación de las cuerdas que sucedía a las notas, la sentía más que distinguirla. En su opinión, no había en el mundo un sonido más hermoso que aquel y la melodía estaba interpretada con una delicadeza conmovedora. Guiado por la música, subió unas escaleras, torció a la derecha y encontró un corredor más ancho que los anteriores. Del fondo, tras una puerta entornada, surgía el canto del instrumento.
******
Isabel entró en el salón seguida de Eduardo de Gales, que no podía evitar que una amplia sonrisa le iluminara el rostro solo de verla ir de un lado a otro como un vendaval. Cuando la joven se sentó en una butaca y se volvió hacia él con las mejillas enrojecidas por el calor, creyó que el corazón se le iba a salir del pecho de puro placer.
—¿Queréis algo de beber, mi señor? Haré que os traigan algo.
—No, estoy bien, gracias.
Ella le sonrió, mientras se alisaba el vestido, algo polvoriento tras la larga cabalgada que acababan de hacer.
—Gracias por hacerme de guía, my lady.
—Bueno, creo saber que en rigor estas tierras están bajo vuestro dominio.
—Pero nadie las conoce como vos. Es un privilegio que me hayáis permitido acompañaros.
Isabel soltó una carcajada argentina, ante lo cual su interlocutor, todo un guerrero, bajó los ojos con timidez.
—Sois muy amable, celebro que os haya agradado.
—Este lugar es precioso, es tan verde...me recuerda a mi país.
—Vuestro reino, ¿cómo es?
El príncipe de Gales la miró soñador.
—Es la tierra más bella del mundo. Los valles son inmensos, llegan hasta donde alcanza la vista. Y todo es verde, de color intenso...os aseguro que respirar allí devuelve la vida. Hay bosques enormes, suaves colinas...
Se interrumpió, avergonzado por haberse dejado llevar. Pero Isabel lo había escuchado atentamente y sin la menor intención de burlarse de él.
—Me encantaría verlo —afirmó.
—Quizá algún día lo veáis —aventuró el príncipe—. Y yo tendría la oportunidad de guiaros y devolveros el favor.
Isabel no perdió la sonrisa, pero tampoco se le ocurrió qué contestarle. Él no esperaba que lo hiciera, ni siquiera se creía que hubiera tenido el valor de decir lo que acababa de decir. Miró a su alrededor, buscando algo con que continuar la conversación.
—Hace tanto tiempo que no la oigo, ¿os importaría?
Isabel siguió su línea de visión para saber a qué se refería: en la esquina descansaba su ajada arpa, de la que ya apenas se acordaba.
—No creo que recuerde cómo se hace —confesó—. Hace meses que no la toco.
—Seguro que podéis hacerlo.
Ni corto ni perezoso, fue a por el instrumento y se lo trajo a Isabel, de modo que la muchacha no pudo rehusar. El príncipe inglés se sentó junto a ella para contemplarla y ella se dispuso a empezar una pieza. Tenía la impresión de que sus dedos no encontrarían las notas, pero se posaron sobre las cuerdas con seguridad y, tras rasgar algunos acordes, cerró los ojos y comenzó a tocar.
La melodía fluyó a través de sus dedos desde que la primera nota vibró en el aire y enseguida dejó de sentirse forzada. Con el sonido familiar la invadieron otras muchas sensaciones que también creía olvidadas. Se vio a sí misma en otra época más amable, en la que su única preocupación era aprenderse un par de canciones para interpretarlas en algún que otro banquete. Recordaba perfectamente cuando practicaba la melancólica tonada que tocaba ahora. Debía de hacer cuatro o cinco años, en Talavera: practicó la canción durante días, pero se le resistía. Una tarde se empeñó en sacarla correctamente pasara lo que pasase. Se la sabía de memoria, era capaz de interpretarla en cada una de sus partes, pero no lograba tocarla toda seguida sin cometer ningún fallo. Estaba decidida a no levantarse de allí hasta que no la tocara del tirón, sin errores, al menos una vez.
Sentada en el jardín del Alcázar, tocó y tocó. Pedro, aburrido de sus correrías, había cogido un libro de Gabriel y se había instalado también en uno de los bancos del patio, bajo un roble de grandes hojas. Desde ahí, asistió a los intentos infructuosos de su hermana y se burló de ella cuanto pudo. Isabel no le hizo ni caso; al contrario, cada vez que lo oía reír después de que errara en una nota, ponía más empeño en conseguirlo. Al cabo de un rato, Pedro dejó de chincharla. A ella no le extrañó, era de suponer que hubiera dejado de escucharla tras el primer cuarto de hora. Lo raro era que siguiese ahí, aguantando la repetitiva canción. Absorta en aquellos pensamientos, llegó al final de la tonada y casi sin darse cuenta rasgó la última nota. Se quedó quieta, con la vista fija en las cuerdas, sin creerse que la hubiera completado por fin. Al levantar la cabeza, se encontró con la mirada de Pedro. El joven tenía el libro a un lado, los ojos posados en ella y sonreía.
Isabel llegó hasta el final de la canción, pero esperó a que la reverberación de la última nota se extinguiera por completo antes de abrir los ojos. Al haber estado vagando entre recuerdos, le resultó algo brusco volver de golpe a la estancia vizcaína. El príncipe inglés tenía una expresión de devoción total.
—Eso ha sido...—comenzó él.
—Maravilloso —concluyó alguien.
Isabel y Eduardo se sobresaltaron. El conde de Lemos estaba en el umbral.
—Conde —lo saludó la infanta—, no sabía que estabais aquí.
—No quería interrumpiros hasta que acabarais de tocar. Ni yo me habría atrevido ni vuestro acompañante me lo habría perdonado.
La joven sonrió mientras el conde se inclinaba para besarle la mano y después, saludaba a Eduardo de Gales.
—He venido a despedirme.
—¿Así que os marcháis? ¿Qué vais a hacer? —quiso saber el príncipe.
—Primero organizaré el ejército para asegurar la frontera y avanzar hacia el sur. El rey me ha encargado también que entregue el rescate por el rey Carlos de Navarra y después quiero visitar mis tierras. Además, tengo que enviar noticias a Portugal.
—Vuestra esposa y vuestros hijos están allí, ¿no es así? —intervino Isabel.
Eduardo de Castro asintió.
—¿Qué vais a hacer vos, my lord? —le preguntó el noble al inglés.
—Posiblemente me quede un tiempo. Al menos hasta que mi padre me reclame en Inglaterra.
—Entonces espero volver a veros pronto.
—Que tengáis buen viaje —respondió el príncipe.
La princesa se levantó antes de que el noble saliera y se acercó a él.
—Permitid que os acompañe abajo —se ofreció.
—Sois muy amable, mi señora.
La salida de Isabel cogió al príncipe inglés por sorpresa y no supo si debía acompañarlos a los dos o bien permanecer en la habitación. En realidad, esbozó un gesto fallido de ir con ellos, pero como la joven le dirigió una mirada cordial, que más bien era de despedida, se quedó clavado en el sitio y correspondió al saludo lo mejor que pudo.
El conde e Isabel salieron de la sala y recorrieron el pasillo en silencio. Al cabo de unos metros, él le tendió el brazo educadamente y ella lo aceptó. La joven parecía estarle dando vueltas a algo, aunque su rostro estaba completamente en calma; Eduardo fue consciente de que muy poca gente era capaz de traspasar aquella cerrazón. Tampoco él podía hacerlo del todo, aunque reconocía la misma expresión que tantas veces había visto en el rey y, en cierto modo, había aprendido a leer sin preguntar ni interrumpir.
—No se ha acabado, ¿verdad? —inquirió Isabel de repente.
Eduardo sacudió la cabeza en señal de negativa.
—¿Y ahora qué va a pasar?
—De momento solo podemos reforzar nuestras posiciones, rearmarnos y esperar. Eso es lo que haremos.
—¿Creéis que volverán a atacar?
—Depende de si el conde de Trastámara sobrevive y se recupera y de si sus aliados le siguen brindando apoyo.
De nuevo, Isabel notó un escalofrío al oír el nombre de Enrique. Eduardo esperó. Se daba cuenta de que la joven deseaba hablar con él, pero no sabía del todo qué era lo que podía estar atormentándola de aquella manera.
—Y...allí, en el frente. ¿Cómo fue?
—¿Cómo decís?
Ella tomó aire. En ese momento tenía un aspecto especialmente frágil.
—Algo le ha pasado a mi hermano y yo quiero saber el qué.
Eduardo sonrió con gravedad, mientras descendían por las escaleras que conducían al patio.
—Vuestro hermano se comportó de manera ejemplar. Jamás había visto un capitán con un sentido de la estrategia semejante y un valor parecido en combate. No flaqueó ni un instante, os lo puedo asegurar.
—¿Entonces?
—No es tan sencillo.
Se detuvieron al llegar al patio y ella, haciendo gala de un autocontrol impropio de su juventud, no le preguntó nada más, pese a ser obvio que no había obtenido las respuestas que necesitaba. El conde de Lemos la admiró por ello y no tuvo estómago para dejarla así. Con un gesto de la cabeza, la instó a continuar su paseo hasta las mismas caballerizas.
—Mi padre —comenzó Eduardo— solía decir que hay dos tipos de hombres, según cómo se enfrentan a la guerra. Unos se aferran a sus recuerdos, porque eso les da la fortaleza necesaria para luchar, para dejar el resto por proteger sus familias y sus hogares.
Inspiró y comprobó que Isabel lo escuchaba con atención.
—Otros tratan precisamente de borrar todo lo que dejan atrás. Se obligan a olvidarlo, porque el solo recuerdo es demasiado doloroso en comparación con el horror de la guerra. Solo así puede convertirse en lo que han de convertirse para matar a otros seres humanos.
Aquellas palabras afectaron a Isabel visiblemente, pero no lo interrumpió.
—No es que una manera sea mejor que la otra. Cada persona es diferente y ambos modos sirven para hacer guerreros. Sin embargo, a la hora de abandonar las armas, todo resulta más difícil para los segundos, pues se han esforzado por destruir aquello que les impedía empuñarlas.
—¿Y hay algo que yo pueda hacer?
El conde no contestó de inmediato. A poca distancia, los encargados de las caballerizas los habían divisado y preparaban la montura del noble como se les había ordenado. Eduardo e Isabel se detuvieron una vez más, mirándose a los ojos.
—No puedo contestaros a eso, Alteza. Sabéis que no puedo. Pero vos sois la persona que mejor lo conoce, ni yo ni ningún otro.
El noble liberó su brazo y le sostuvo la mano entre las suyas. La princesa colocó la otra mano encima, en una suerte de unión tácita.
—Entiendo —le sonrió la joven—. Y vos, conde, ¿de qué tipo sois?
Eduardo soltó una breve carcajada y rumió la respuesta.
—Pues no sabría deciros. Quizá haya un tercer tipo después de todo. Al parecer le llevaré la contraria a mi padre hasta el final.
El lugarteniente del conde de Lemos lo esperaba en los establos y, al verlo, los dos supieron que aquello era la despedida.
—Gracias por acompañarme, Alteza.
—Gracias a vos. Por todo.
Isabel esperó a que el noble montara y correspondió a su saludo postrero. Y él la observó desde el caballo, en pie sobre la hierba, arrebatadora y entera. En ese instante tuvo la seguridad de que no solo estaba dispuesto a dar la vida por Pedro, sino también por ella. Lucharía por los dos hasta las últimas consecuencias.
******
Eduardo pasó algunos días en la zona, para organizar la disolución del cuerpo central del ejército, antes de partir con sus hombres al oeste: hacia casa. Pese a ser de las menos afectadas, las tierras de su padre —sus tierras— también habían sufrido y el invierno amenazaba con ser largo y criminal para los campesinos con los graneros vacíos. Acompañó a casa a su guardia personal, hasta el último de los soldados, y después se dirigió aún más al oeste. Había algo que tenía que hacer.
Hacía muchos años que no había pisado aquellos caminos. Si la memoria no le engañaba, tan solo había visitado el monasterio una o dos veces, cuando era niño. Los recuerdos que guardaba de él eran vagos, tan solo la noción de que era un lugar grande y majestuoso. En eso, Vilar de Donas no había cambiado. También recordaba que había caballeros de guardia en cada puerta, muy orgullosos de cruz de gules en la nívea sobrevesta. Ahora eso era diferente. Al llegar al monasterio, eran hombres del rey los que custodiaban el antiguo templo de la Orden de Santiago. El Papa volvía a apoyar a Pedro de Borgoña y los generales que lo habían combatido habían caído en desgracia. Los escasos caballeros y monjes de Santiago que quedaban en el monasterio lo hacían bajo control del bando vencedor. Especialmente, el ilustre prisionero que se había acogido a sagrado entre sus paredes.
El conde de Lemos atravesó los pórticos sin que se le impidiera el paso, ya que era conocido por todos: señor de Monforte y paladín del rey. La guarnición de guardia lo recibió con deferencia y le franquearon la entrada. Uno de los monjes hizo llamar a Sancho, el prior, y este lo condujo a una diminuta celda en la parte de atrás.
—Casi nunca sale. No se aventurará fuera con los soldados del rey ahí.
Lo llevó ante la puerta y allí lo dejó, aunque no le hubiera importado lo más mínimo estar presente en la conversación que el conde iba a mantener con su antiguo rival en la jerarquía de la orden. Una vez solo, Eduardo entró en la celda. La habitación no era diminuta, pero tampoco de las dimensiones a las que su ocupante se había acostumbrado con el paso de los años. Solo había una ventana, bajo la cuál Nicolás de Castro se hallaba sentado, más delgado y desmejorado, con un rosario entre las manos. Nada más reconocer a su sobrino, el noble se lanzó a sus brazos y lo estrechó entre los suyos.
—¡Alabado sea dios! ¡Eduardo! Me alegro tanto de verte.
Eduardo no impidió que lo abrazara, pero al poco se apartó de él.
—Tío, cuánto tiempo.
—Sabía que acabarías viniendo. Sabía que no dejarías a tu viejo tío pudrirse entre las paredes de esta vieja iglesia...
El conde suspiró, mirando al refugiado eclesiástico con cierta conmiseración.
—Me habéis escrito y aquí estoy, pero no puedo hacer nada más por vos.
Nicolás negó con la cabeza. Eso no era lo que quería oír.
—Eduardo tienes que interceder por mí. Eres el hombre de confianza de Pedro.
—No puedo.
Su interlocutor vaciló, con sus ojos veteados de verde brillantes en las cuencas y el cabello rubio canoso lacio sobre las sienes.
—¿Que no...que no puedes? ¿Y qué quieres que haga? ¡Pasarme la vida en esta ratonera pasando cuentas! —exclamó, lanzando el rosario contra la pared.
—Nadie os obliga a permanecer aquí.
—Si salgo me prenderán y me colgarán... a menos que tú intercedas.
—No voy a hacerlo, lo siento.
—¿Por qué? ¡Por qué! —gritó Nicolás, al borde de la crisis nerviosa. Por un momento pareció a punto de abofetear a su sobrino, pero al final se derrumbó ante él y lo agarró de las manos, enfervorizado —Eduardo, te lo suplico. ¿Te he hecho algún mal en esta vida? Soy tu tío, sangre de tu sangre. Tu padre sabía que al final eso era lo único que contaba, lo más importante. Tu padre no me habría dejado morir aquí como un perro.
El conde de Lemos tragó saliva e hizo un esfuerzo sobrehumano para contener la amargura que lo embargaba. Se parecía tanto a Juan en sus últimos años que Eduardo tuvo que cerrar los ojos y volver a abrirlos para convencerse de que no era su padre el que estaba allí. Se arrodilló frente a Nicolás y lo abrazó con fuerza unos instantes.
—Lo siento —le dijo, antes de soltarlo.
—No...No...
El conde se levantó, pero Nicolás seguía asido de su capa y sollozaba implorante. Logró que lo soltara y dio un par de pasos hacia la puerta, mientras su pariente quedaba en el suelo.
—Esto no puede estar sucediendo. El Maestre de la Orden de Santiago no puede terminar así —gimió.
Eduardo se volvió hacia él con lágrimas en los ojos.
—Ya no sois el Maestre de Santiago —le dijo—. La Orden ha designado a otro para poder perdurar. El mundo se mueve, tío, y tenemos que ser consecuentes con nuestros actos, aunque después haya que sufrir por ello. Eso también lo sabía mi padre.
Salió de la celda y abandonó el lugar sin mirar atrás. El mundo se estaba moviendo y a veces marcaba un ritmo cruel. En toda Castilla era momento de correr para no quedar rezagado.
En el sur, Pelayo de Ildea cabalgó hacia el norte al lado de Zahid, como era habitual. El mestizo y el caballero eclesiástico se habían convertido en inseparables desde el primer día que lucharon codo con codo contra el almirante Bocanegra y juntos, presenciaron su ejecución. Zahid era poco hablador, pero Pelayo no exigía una réplica constante en sus divagaciones. A veces, Zahid pecaba de excesiva prudencia, pero Pelayo tenía el nervio suficiente para sacarlo de sus cavilaciones. En el campo de batalla eran una pareja perfecta y tanto el condestable Albornoz como el capitán de la Orden de Calatrava tenían a bien permitir que sus hombres dieran cuenta de sus enemigos de la manera que les pareciera más conveniente.
A mediados de mayo, antes incluso de que se resolviera la batalla de Nájera, el combinado de Albornoz y Calatrava marchaban contra El Milagro, la fortaleza donde se hacía fuerte el condestable Velasco, equipados con torres de asedio y arietes. El sitio finalizó pasados tres meses de comenzar: Velasco capituló poco después de saber que Enrique había caído, a sabiendas de que sus propias murallas no resistirían mucho más la embestida enemiga. La orden de Calatrava custodió al condestable en su sede de Bolaños y a continuación marchó contra las ciudades ocupadas.
La última en caer fue Ciudad Real, ya que la Orden de Alcántara presentó batalla hasta el último momento, y fueron muchos los que hubieron de morir antes de ver claudicar al maestre Vidal Patronio. Pelayo de Ildea fue uno de ellos. Su agresor fue otro, ya que Zahid lo descuartizó con sus propias manos. A las dos semanas de asedio, una revuelta ciudadana decantó la balanza: las gentes se levantaron, asaltaron el alcázar y abrieron las murallas. Y así, Ciudad Real fue liberada y retenido Patronio, que abandonó los muros con la cabeza alta y desafiante ante los abucheos de la maltratada población. Algunos le tiraban piedras, otros le escupían. Pero había alguien que se limitaba a mirarlo marchar, un hombre de barba blanca y corta, nariz ganchuda y gafas redondas; un hombre que se tomó la libertad de despedirlo con la mano cuando sus miradas de atrajeron la una a la otra como un imán: Isaac Hasarfaty.
En el norte, el noble Simón de Pimentel se alió con el yerno y heredero de Cristóbal Valcarce y presentó batalla a García de Padilla, que se retiró de Toledo y de Madrid, pero no sin antes dejarlas arrasadas. Después de hizo fuerte en Belmonte y junto a Manuel de Tovar, desde Berlanga, se repartieron y aseguraron las posiciones de los fallecidos César Manrique y Gonzalo de Padilla y los ausentes Rodrigo de Mendoza y Felipe de Villena, que había partido a Francia de inmediato al recibir noticias de su señor. Allí resistirían, al menos hasta saber si Enrique de Trastámara seguía vivo o no.