LIII

UN grito desgarrador resonó por el pasillo. Lo oyeron los criados de las cocinas, los mozos de las caballerizas, los soldados que hacían guardia en las murallas e incluso en el más recóndito de los calabozos. Y hasta el más aguerrido sintió un escalofrío y giró la cabeza hacía el ala este, donde la señora estaba a punto de dar a luz. Hacía rato que había anochecido, pero era una noche sin luna y casi no se veían estrellas en el cielo lionés. La alcoba estaba repleta de candelabros, el fuego ardía en el hogar y el aire, cargado por el calor de las llamas, deformaba los objetos y volvía la realidad borrosa y vacilante.

María de Padilla lanzó otro alarido estremecedor al sentir una nueva contracción y apretó con todas sus fuerzas la mano de una doncella arrodillada junto al lecho. Después se dejó caer sobre la almohada, entre lágrimas y sudor. Se sentía impotente; lo único que deseaba era que el trance finalizase. En los breves intervalos que separaban las contracciones, se sentía desfallecer y le parecía que flotaba fuera de su cuerpo, en la bruma narcótica en la que la había sumido el agotamiento y las esencias y ungüentos que espesaban el ambiente. Después caía de nuevo cada vez que un nuevo latigazo la laceraba desde dentro. Ya no oía las órdenes que la comadrona impartía a sus aprendizas, ni veía los vaivenes de estas. Se habían convertido en sombras que danzaban a su alrededor difusas a la luz del fuego y que olían a sangre y a naranja.

—Ya falta poco —murmuraba en francés la anciana partera—. Aguantad un poco más, ya viene.

—Está nevando...—balbució María.

La doncella que le sostenía la mano miró hacia la ventana, pero no vio copo alguno. Después usó la otra mano para enjugar el rostro de su señora con un paño seco, mientras le susurraba palabras de ánimo al oído.

—¿No lo ves? Nieva y él viene hacia mí a caballo...y tiene los ojos del color del sol...

Esbozó una sonrisa triste, mientras los ojos se le iluminaban con algo que solo ella alcanzaba a ver. En ese momento su expresión se crispó y se incorporó en un nuevo grito que hizo que temblaran hasta las piedras. Después cayó sobre la cama y durante un instante no sintió nada más. Haciendo acopio de la lucidez que le restaba, supo que había terminado, pero al mismo tiempo era como si todos sus sentidos hubieran dejado de funcionar. Debía de estar muerta: así debía de ser morir, como hundirse en una nada mullida. Y pronto algún ángel vendría por ella o puede que algún demonio. Sí, un demonio, ardería en el infierno porque había llevado una vida de pecado. ¿Qué esperaban para venir a buscarla? ¿Acaso no había lugar para ella ni en el cielo ni en el infierno? Aunque quizá ya estuviera allí. Tenía los ojos cerrados, lo que debía hacer era abrirlos. Pero pesaban tanto...

Alguien la golpeó en la cara. Sintió algo frío en la frente y un olor intenso, como de amoníaco, bajo la nariz que le llegó directamente al cerebro. Entonces oyó el llanto de un bebé —su bebé— y abrió los ojos para buscarlo. Se lo puso en brazos la propia comadrona, que barboteaba un torrente de palabras incomprensibles. La noble lo sintió sobre el pecho y sonrió mientras trataba de acunarlo. A su lado, la doncella le susurró.

—Es una niña.

María sonrió, llorosa. Sin embargo, al cabo de pocos segundos volvieron a arrebatársela.

—No os la llevéis —pidió.

—El mariscal de Adehan espera fuera —resolvió la partera—. Querrá ver a la niña.

No habría podido impedirlo ni que quisiera, porque no le quedaban fuerzas. Su doncella trató de consolarla.

—Pero si pronto os la traerán otra vez. Solo tiene que verla su padre.

Sus bienintencionadas palabras no surtieron el efecto deseado, sino que le arrancaron un sollozo a la joven. Las mujeres que quedaban en la habitación se miraron entre ellas con impotencia cuando se echó a llorar y se limitaron a esperar que el cansancio la venciera y se sumiera en el sueño reparador que necesitaba.

******

En el palacio de Butrón, la sala del trono parecía un tribunal. Pedro, sentado en el trono, escrutaba sin prisas el rostro del hombre que había arrodillado ante él. El condestable Velasco estaba arrodillado bajo las gradas, rodeado de la guardia real. Junto a él, en la misma postura, estaba Vidal Patronio, el maestre de la orden de Alcántara. A un lado de la sala estaba el consejo de Pedro: Alfonso, Pascual, Miguel, Valerio y los demás. Al otro estaba el condestable Albornoz, con sus lugartenientes de confianza, entre los que destacaba Zahid, el enorme mestizo de ojos negros. También el obispo Gregorio estaba en la sala, en pie al lado de Velasco y Vidal, desafiante y con más cara de perro que nunca.

Pascual leyó los cargos que se imputaban a Velasco y Patronio en voz alta: asesinato, persecución, saqueo, alta traición... El primero los escuchó casi sin pestañear, aunque distaba mucho de estar tranquilo. A decir verdad estaba tan pálido que su piel rozaba la tonalidad verdosa. Vidal Patronio, mantenía la cabeza alta y obstinada. Cuando el anciano valido finalizó, Pedro tomó la palabra con tanta calma que a Velasco casi le da un ataque de nervios.

—Condestable Alfredo de Velasco, Maestre Vidal Patronio, habéis oído los cargos que se os imputan y conocéis el castigo que les corresponde. ¿Tenéis algo que alegar en vuestra defensa?

Velasco levantó la vista y se forzó a contestar.

—No tengo nada que alegar en mi defensa, Majestad, salvo que en tiempo de enfrentamiento las cosas son confusas. Por eso imploro por mi vida y a cambio de ella os ofrezco mi lealtad.

El rey Pedro se inclinó un poco en el asiento y ladeó la cabeza, mirando a Velasco de hito en hito.

—¿No os parece que vuestra lealtad habría resultado algo más útil hace un año?

Velasco se hundió y lo único que pudo hacer fue negar con la cabeza. El condestable Albornoz chasqueó la lengua y desenvainó un hacha de batalla.

—Majestad, dejadme terminar lo que comencé —pidió—. Estaría encantado de ejecutar a este perro traidor.

Hizo ademán de lanzarse contra el prisionero arrodillado, pero el obispo Gregorio dio un paso al frente y se interpuso.

—¿Qué es esto? ¿Un noble prisionero implora clemencia y jura lealtad y el rey desoye su súplica? —se exaltó.

Pedro ordenó a Albornoz que envainara el hacha y volviera a su lugar. Después se dirigió a Gregorio, molesto.

—Por amor de Dios, Eminencia, no creeréis que iba a permitir que este noble prisionero fuera decapitado en la sala del trono. Perdonad a Albornoz. Si el tribunal así se pronuncia, tanto el condestable Velasco como Patronio tendrán una ejecución con todos los honores.

—Velasco os ha jurado fidelidad y la Orden de Alcántara ha depuesto las armas. Yo intercedo por ellos —afirmó Gregorio—, en nombre de la Iglesia y de Dios.

El rey volvió a echarse hacia atrás. Hacía unos meses no habría dudado en ejecutar a los prisioneros, pero ya estaba harto de los ajustes de cuentas. Gregorio también había sido su enemigo, pero con la desaparición de Enrique, la Iglesia y el Vaticano no habían tenido más remedio que volver a entenderse con el rey de Castilla. Para bien o para mal, si quería conseguir una nueva era de paz para su reino, los necesitaba de su lado.

—Condestable Velasco, sois un hombre afortunado —dijo Pedro, sin hacer caso a las muestras de fastidio de Albornoz nada más oírlo comenzar—. Acepto vuestra lealtad y no seréis ejecutado, pero aún así no puedo dejaros marchar sin castigo. En adelante quedáis despojado de vuestro título y vuestras tierras al sur de Ciudad Real pasarán a ser del condestable Albornoz.

El noble favorecido retiró inmediatamente todas sus objeciones.

—Respecto a vos, maestre Patronio...

—Dejadme a mí; Majestad —intervino Gregorio—, al fin y al cabo es un caballero eclesiástico.

El maestre Vidal se volvió hacia el obispo, rabioso por la derrota.

—Maestre Vidal Patronio, se os acusa de desmanes impropios de un hombre de Dios, incluso en tiempos de guerra. Por eso, en virtud de la autoridad que me ha sido concedida por nuestro Santo Padre, desde este momento dejáis de ser un caballero de la Iglesia. Permaneceréis el resto de vuestros días recluido en oración.

Vidal no podía creer lo que oía; se había puesto colorado hasta las cejas y miraba a Gregorio con los ojos inyectados en sangre.

—¿Pero cómo podéis...? ¿Cómo podéis ser tan ruin? —bramó de repente, abalanzándose sobre Gregorio— ¡Vos mismo me ordenasteis...!

Gregorio gruñó y dio un paso atrás, al tiempo que los guardias retenían al prisionero. Uno de ellos le propinó un golpe con la empuñadura de la espada y Vidal se desplomó al suelo antes de terminar la frase. El obispo lo observó en el suelo y sus enormes mofletes adoptaron un rictus nervioso. Sacó un pañuelo y se lo pasó por la frente y después por la mano: al parecer Vidal había llegado a rozarlo y eso era más de lo que estaba dispuesto a tolerar. En el trono, Pedro tenía el ceño fruncido y no trataba de disimular su desprecio por el prelado, pero prefirió no sembrar más cizaña.

—Como decía Velasco —reconvino Gregorio—, en tiempo de guerra las cosas son confusas.

—Ya veo —murmuró el rey.

—Sin embargo, a partir de este momento, la Iglesia, sus ministros y sus caballeros al completo, os reconocemos como legítimo rey de Castilla.

Por deferencia a sus consejeros, especialmente tras la mirada de Pascual, Pedro no quiso ahondar en la llaga. Aún así, no pudo evitar del todo la mordacidad al responder.

—Qué gran honor.

Retiraron a los prisioneros de la sala y Gregorio fue con ellos. Zahid siguió al ex maestre Patronio con la mirada. Al cabo de pocas semanas, Vidal aparecería muerto en su celda del monasterio de Alcántara. Los pocos monjes testigos solo acertarían a balbucear que un enorme demonio de piel tostada había aparecido de la nada y lo había degollado, con el nombre de Pelayo en los labios.

******

El caballo blanco de la infanta relinchó, nervioso al verse rodeado de gente que alzaba las manos hacia él. Solo la seguridad y las manos hábiles de Isabel lograron que no se encabritara y empezara a cocear. Los soldados que la acompañaban se interpusieron entre ella y los aldeanos, ya que nada más ver el cortejo de la infanta se le habían echado encima para pedir algunas monedas. Julia, que hasta el momento había cabalgado al lado de Alberto, se colocó ahora junto a Isabel y observó cariacontecida los semblantes de decenas de hombres y mujeres a los que el hambre había exprimido hasta convertirlos en pedigüeños. Era la tercera villa que visitaban y el panorama no difería demasiado. Desde hacía tiempo reinaba el saqueo y el pillaje y los soldados del rey tenían dificultades para mantener el orden.

Los ánimos estaban un poco soliviantados y la presencia de jinetes armados no mejoraba la situación. En cambio, la princesa de Castilla siempre era recibida con expectación: tras su periplo a Granada, que había pasado de boca en boca, la envolvía una especie de aura mítica. Era poco probable que osaran lastimarla, pero Pedro no le permitía salir sola y había establecido que su guardia personal la escoltara también a ella durante sus salidas.

Isabel sacó algunas monedas de un saquito y las repartió entre la multitud. Julia hizo lo mismo, casi sin mirar a la cara a todas aquellas personas. No olvidaba que su origen era tan plebeyo como el de aquella gente y en ocasiones como aquella se sentía avergonzada de las comodidades de las que disfrutaba. Cuando las monedas se agotaron, los soldados cerraron filas y dispersaron a los aldeanos que se agolpaban lo más cerca que podían de la montura de Isabel. Al tratar de retroceder, se vieron rodeados de almas que imploraban con las manos en alto. Una mujer logró ponerse al lado de Isabel y alzó en vilo a una niña pequeña.

—¡Majestad! ¡Majestad! ¡Cogedla, por favor!

Le rogó que se la llevara al castillo, que le serviría de doncella, que era muy trabajadora....al menos eso creyó entender, porque la mujer gritaba, la niña lloraba y los soldados se estaban poniendo cada vez más nerviosos. Julia se percató del incidente, que por desgracia no era un episodio aislado, y deseó con todas sus fuerzas poder coger a la niña. Pero era imposible. Recordaba una vez que Isabel, cogida por sorpresa, se había encontrado con una criatura flacucha en brazos y después se las había visto y deseado para devolverla al suelo. Había sido un momento terrible para la hermana del rey y en lo sucesivo se había forzado a ser más distante con los aldeanos.

Al cabo de un rato, lograron abandonar la aldea e hicieron ir al trote a los caballos, hasta que la gente renunció a seguirlos. En cambio sus voces siguieron resonando en la cabeza de Isabel durante un largo trecho. Trató de distraerse y se fijó en Julia, que volvía a cabalgar cerca de su prometido. Verlos juntos la reconfortaba, aunque la doncella estaba un poco triste. Había demasiadas caras largas a su alrededor y pensó que había que hacer algo, aunque fuera un arreglo temporal.

Al regresar al castillo encontró a Pedro reunido con el príncipe Eduardo en una de las salas de estar. Leví, el tesorero, estaba con ellos.

—Entra, Isabel —pidió Pedro con un gesto, al ver que ella titubeaba.

Eduardo se levantó en seguida para darle la bienvenida y ella hizo una leve reverencia.

—No quería interrumpir.

—Solo estábamos comentando algunas cosas.

El monarca acababa de regresar de los puertos del norte y estaba de buen humor: en pocos meses las instalaciones podían volver a abrirse, gracias a la inteligente gestión de Leví, un amigo personal de Atias. Además acababa de recibir una amable carta de la hija del conde de Flandes, Margaret, donde le aseguraba que seguía teniendo todo el apoyo de su padre, incluso de su propia flota comercial si lo necesitaba. En verdad, hacía bastante tiempo que Pedro no estaba tan animado, así que Isabel supuso que era el mejor momento para hablar con él.

—¿Un festival? —preguntó Pedro, arqueando una ceja— ¿Te has vuelto loca?

La princesa paseó de un lado a otro, cavilando la mejor manera de presentar la idea al monarca. Eduardo sintió curiosidad por la iniciativa y la instó a continuar.

—Un par de días de festejos, nada más.

Pedro le dedicó una mirada indulgente.

—¿Tienes idea de lo que estás diciendo? Casi no podemos alimentar a todos y seguimos en guerra. No creo que sea el mejor momento para organizar un festival.

Isabel suspiró pero no se echó atrás. Durante los últimos meses sus vidas casi se habían normalizado y no quería que la sombra de la guerra siguiera planeando sobre ellas.

—Precisamente —replicó—. Puede que estemos en guerra, pero el rey de Castilla sigue en el trono y cada día que pasa recupera más terreno. Ya casi no quedan focos de resistencia. Ha llegado la hora de demostrar al mundo que el reino está bajo control.

—Lástima que no esté bajo control. Si no, para empezar, estaríamos en Talavera.

—No me parece una idea tan descabellada —intervino Eduardo.

Pedro se cruzó de brazos, mientras Isabel le transmitía su agradecimiento al príncipe en silencio.

—¡No me digáis que os vais a poner de su parte! —protestó Pedro.

—Oh, mi señor, ¡Solo un día! —contraatacó Isabel—Ya sé que la situación es difícil, pero todos necesitamos un poco de solaz. Un día en que todos puedan comer, beber y divertirse. ¡Un día sin pensar en el combate!

Pedro sonrió y le pasó el dorso del dedo índice por la mejilla.

—Nuestros graneros están bajo mínimos.

—Están los graneros del ejército.

El rey arrugó la nariz y sacudió la cabeza. Isabel no se atrevió a insistir; había ido demasiado lejos pidiéndole que se creyera definitivamente en paz..

—No hace falta que sean todos —apuntó Eduardo conciliador—. Hemos recuperado algunas de las reservas de los enemigos, ¿no es cierto?

De nuevo, una mirada furtiva de agradecimiento y el rubor en las mejillas del príncipe. Pedro fue testigo del intercambio de complicidades y acarició la posibilidad de dar su brazo a torcer.

—Ni siquiera sabría por dónde empezar a organizarlo.

—Yo lo haré, no te preocupes —respondió ella enseguida—. Me encargaré de todo.

Sus ojos iluminaban la estancia como un haz de luz y no había sombra posible que no disiparan. La adoraba, cada uno de sus gestos; hacía años que no podía negarle nada. Pedro dio su consentimiento.

—Alfonso te ayudará.

—No, no es necesario.

—Isabel, deberíais llevaros bien.

Ella puso los ojos en blanco. Su relación con Alfonso era tan fría como el hielo, incluso le inspiraba cierto temor. Pero a Pedro lo único que lo preocupaba era que no estuvieran compenetrados en caso de que tuviera que volver al frente. A ella la quería, pero los necesitaba a ambos.

—Nos llevamos bien —lo tranquilizó Isabel—. De verdad.

******

—Majestad, todo está listo.

El joven moreno de ojos azules inspiró y se ciñó la vaina de la espada. Estaba más delgado que antaño, pero también más curtido y había recuperado las fuerzas. Apoyó las manos sobre la mesa y, con los puños apretados, cerró los ojos y se pasó la lengua por los labios resecos antes de volverse. Tello esperaba, bajo el marco de la puerta, listo para partir, pero al darse cuenta de que Enrique titubeaba, entró él mismo.

—Enrique.

—¿Sabes, Tello? Yo nunca quise ser rey.

El noble suspiró.

—No sé cómo he llegado hasta aquí. Y no sé por qué tengo que volver allí.

—Para recuperar lo que te pertenece.

Enrique soltó una carcajada.

—Lo único que quiero recuperar está fuera de mi alcance.

—Aún no. El norte está protegido, pero podemos entrar desde el sur de Aragón. Nuestros aliados de la meseta volverán a levantarse.

El conde de Trastámara sacudió la cabeza y volvió a reír. Tello no supo cómo interpretar su actitud. Temía por la salud mental de Enrique, que no había vuelto a ser el mismo tras su convalecencia. Quizá al final las heridas recibidas le habían hecho perder la razón.

—¿Te acuerdas de cuando estábamos en Berlanga? —preguntó el hijo de Leonor—. Yo no era nadie y tú eras el noble hijo del señor del castillo. Y aún así, éramos amigos.

Tello esbozó una sonrisa.

—Claro que me acuerdo.

—Eran buenos tiempos.

—Es cierto.

—Parece que hace siglos de aquella época.

—No hace tanto.

—Sí que lo hace. Míranos ahora.

—Enrique, dime qué te pasa.

El conde tenía una expresión extraña y miró a Tello como si lo viera por primera vez, y el resto del tiempo hubiera estado hablando solo. Debió de verse a sí mismo a través de los ojos de su preocupado amigo y recuperó algo de compostura.

—Nada —contestó, tomando aire—. Vamos.

Salió de la habitación por delante de Tello y los dos se dirigieron al patio de la casa, donde esperaba el barón Rodrigo y el conde de Villena. Guido de Bolonia los acompañaría un trecho, hasta Aragón, desde dónde partiría de vuelta a Italia por mar: el Papa ya no pensaba intervenir en la batalla. Sin más dilación, montaron a caballo y salieron al galope. A pocos kilómetros, se reunieron con lo que quedaba del ejército combinado de los nobles, rearmado y numeroso. Un poco más lejos, en la frontera con Aragón, los esperaban Bertrand y Adehan, que durante meses habían recorrido Francia de norte a sur y había vuelto a reunir una barahúnda de routiers aún más fieros que los caídos.

—Aquí se separan nuestros caminos —informó el Mariscal al Águila du Guesclin—. Os deseo suerte.

—Lo mismo os deseo, mi señor. He oído que tenéis una hija preciosa.

—Si se parece a su madre, no será lo último que oigáis de ella —repuso con una nota de orgullo.

El nuevo ejército se separó del esposo de María de Padilla y penetró en tierras de la Corona aragonesa, desplazándose lentamente hacia el sur. Al cabo de algunas semanas llegaron a Alba e hicieron alto cerca del pequeño castillo fronterizo que coronaba la población. En el castillo, los nobles fueron recibidos por el conde de Alba, un hombre moreno de piel cetrina poco dado a las palabras, que los acompañó hasta la sala donde esperaban en secreto sus aliados: el noble García de Padilla y Tomás de Zúñiga, hijo de Diego de Zúñiga. Rodrigo los abrazó a ambos y le dio el pésame por sus respectivas pérdidas. García, en particular, se veía muy emocionado y aún más exaltado que de costumbre, pese a la proverbial mala relación que había tenido con Gonzalo durante toda su vida. Quizá la desaparición de Gonzalo de Padilla lo trajera realmente sin cuidado, pero no era un hombre que desaprovechara oportunidad alguna para sentirse ultrajado y empuñar las armas. Y contra eso, el barón de Mendoza no tenía nada que objetar.

Enrique observó y participó del intercambio de formalidades con actitud distante. Se fijó en que García lo miraba de manera extraña, casi con temor; quizá fuera porque era la primera vez que lo veía y no sabía como debía tratarlo, o quizá porque, como muchos otros, sabía que el hombre que tenía ante él había vencido a la muerte tras batirse mano a mano con ella durante varias semanas. Cuando acabaron los saludos de rigor, el conde de Alba salió de la estancia y el resto tomó asiento en torno a una gran mesa anular.

—Señores —comenzó el barón de Mendoza—, como veis, lo que os dije era cierto: el rey Enrique no está muerto, sino bien vivo y dispuesto a la batalla.

Los otros dos asintieron, como si realmente no lo hubieran dudado en ningún momento.

—Con vuestra ayuda, podremos reiniciar la ofensiva y acabar con el rey traidor.

—Yo estoy con vos, estoy con vos a muerte —aseguró García.

Tomás de Zúñiga se unió a García.

—Nada nos somete a la autoridad de Pedro en Cruel. Si su Majestad Enrique nos llama en armas, la casa de Zúñiga acudirá.

El conde de Trastámara, entre Rodrigo y Bertrand, asintió sin pestañear. La sangre ya no lo impresionaba y la muerte se había convertido en una palabra hueca que no le inspiraba ningún miedo. Iba a la guerra y esta vez, para bien o para mal, sería la definitiva.