LIV

LOS preparativos del festival se alargaron durante un par de meses, supervisados al detalle por Isabel. Por todo el reino, los graneros reales se abrieron y se repartió alimento entre la población. Acudieron juglares y bufones a las plazas de las villas y se engalanaron las calles con guirnaldas de flores. La gente deambulaba entre las mesas improvisadas en las que se habían depositado asados, panes, fruta y cerveza. Al principio espiaban la comida y la bebida con cierta desconfianza, pero con el paso de la mañana, el ambiente se distendió. Los niños fueron los primeros en romper el hielo y se abalanzaron sobre las fuentes, correteando de un lado a otro sin parar.

Como en los viejos tiempos, en el castillo de Butrón las doncellas de Isabel se apresuraban a acabar el tocado de su señora, un recogido de mechones trenzados que se engarzaban los unos a los otros con hilos de oro. También de oro iba ribeteado el vestido, de intenso bermellón. Isabel escrutó su propia imagen en el espejo; aunque la veía cada día, cuando la vestían por la mañana o le cepillaban el pelo al anochecer, hacía tiempo que no lo miraba de verdad. Se preguntó en qué momento los contornos redondeados de su rostro se habían afilado y sus rasgos se habían tornado adultos. Sus azules ojos en forma de almendra irradiaban una luz diferente, de obstinación y supervivencia; casi no recordaba el tiempo en que solo destilaban inocencia y curiosidad por el mundo. Tenía ante sí el reflejo de una mujer joven, pero cuya infancia y adolescencia había quedado atrás definitivamente. Una mujer de radiante belleza a la que apenas conocía.

Julia la informó de que había acabado y esbozó una sonrisa de agradecimiento. En ese momento llamaron a la puerta y entró una jovencita castaña y pecosa que traía un pequeño cofre de oro y madera barnizada.

—Alteza, el príncipe Eduardo me ha pedido que os traiga esto.

La hermana del rey tomó el cofrecito y lo abrió, para encontrar una tiara de oro y piedras preciosas. Las doncellas se la quedaron mirando boquiabiertas cuando Isabel la sacó y la sostuvo cuidadosamente entre sus manos.

—¡Es preciosa, mi señora!

—¡El príncipe Eduardo es tan atento!

—Dejad que os la ponga.

Isabel las dejó hacer y ellas le colocaron la tiara en la frente. Sonrió ante el resultado y no le pasó por alto la profunda admiración que despertaba en las damitas. Ahora ni Julia ni ella eran las más jóvenes, se dijo, observando de reojo a su amiga, ocupada en aleccionar a la muchacha pecosa sobre cómo sostener la cola del vestido cuando acompañara a Isabel a la sala. En aquellos meses, no paraban de llegar muchachas de doce o trece años de casi todas las familias del país para ser puestas a su servicio. Su cortejo había crecido significativamente —según creía, ni su madre lo había tenido tan numeroso— y su doncella personal ocupaba gran parte de su tiempo educando a las menores con mano firme. A veces le resultaba divertido ver cómo la seguían a todas partes como polluelos y no le molestaba que alborotaran un poco cuando creían que su señora no andaba cerca.

—¿Estáis todas listas? —les preguntó afable.

Las niñas asintieron encantadas, pues para la mayoría era el primer baile, pero aquello no era en absoluto garantía de que efectivamente estuvieran preparadas, pues como observó Julia, la mitad de ellas aún no sabía dónde tenía que ponerse para acompañar a Isabel hacia el salón. En un santiamén, las tuvo organizadas y cruzó una sonrisa con Isabel.

—Vamos allá.

Salieron en majestuosa formación hacia la sala en donde esperaba el rey. También él vestía de gala, con un jubón rojo y verde y una capa con los leones dorados de Castilla bordados. El pelo rubio y liso le caía libremente sobre los hombros y, en la frente, lucía una corona de oro y rubíes. Eduardo de Gales también estaba allí, ataviado en seda negra que le resaltaba el tono encendido de los rizos pelirrojos y el verde esmeralda de los ojos. Cuando Isabel entró, el arrobado príncipe inglés le besó la mano.

—Gracias por vuestro espléndido regalo, primo —lo saludó la princesa.

—Espero que os haya gustado.

—¿Bromeáis? Es precioso, pero no teníais por qué hacerlo.

—Deseaba hacerlo.

—¿Me acompañaríais hasta el baile, Alteza?

—Será un placer.

Dejó que el príncipe la tomara de la mano y la condujera tras Pedro, que echó a andar flanqueado por sus guardias hacia el salón principal. Al verlos llegar, los guardias abrieron las pesadas hojas de madera y estas giraron sobre sus goznes de hierro recién engrasados sin emitir apenas un chirrido. El salón de baile ya estaba muy concurrido, decenas de hombres y mujeres de todo tipo con sonrisas complacidas. Cuando el trío real tomó asiento, con Isabel a la derecha y Eduardo a la izquierda del rey de Castilla, la música volvió a sonar y se inició la danza. Actuaron varios grupos de danzarines, juglares y bufones, mientras los invitados daban cuenta del festín. Al cabo del rato finalizaron las actuaciones y fueron los invitados los que se esparcieron por la sala y comenzaron a bailar al son de la música. Pronto, Eduardo tendió la mano a Isabel para sacarla a bailar y ella no se hizo de rogar.

—Estáis preciosa —le dijo—. Sin duda sois la mujer más hermosa de esta sala.

—Lograréis que me ruborice.

—Es la verdad. Llevo años deseando bailar con vos.

Isabel sonrió complacida y se dejó llevar por el atractivo joven.

—Entonces bailad, Eduardo. Bailad.

Los festines sucedieron a los bailes y precedieron a los torneos. A la mañana siguiente eran centenares los curiosos que se acercaron a ver las justas y aclamar a sus favoritos. Zahid el mestizo volvió a destacar sobre todos los demás, igualado tan solo por Simón de Pimentel y su experto estilo de monta. En esta ocasión fue el primero el vencedor, para regocijo del condestable Albornoz, que colmó al tímido paladín de elogios. Simón de Pimentel se tomó la derrota con deportividad, pero todavía estaba algo achispado desde la cena de la víspera, y desafió jocoso a Alberto a finalizar el combate inacabado desde hacía años entre ambos. Azorado, el guardia real no pudo negarse y Pedro les dio permiso para justar de manera extraordinaria, pero con la condición de que la victoria se otorgaría a primera sangre. Así, los dos protagonizaron un singular combate a espada que hizo las delicias de la concurrencia hasta que el noble le robó un rasguño en las costillas a la guardia baja de Alberto y se proclamó vencedor sin que ni uno ni otro sufriera heridas de importancia.

Ese mismo día, algo más tarde, Julia y Alberto obtuvieron permiso para abandonar los festejos en la fortaleza y fueron a pasear por la aldea, en donde se mezclaron con la multitud para sumergirse en la algarabía de música y voces. Al pasar, algunos murmuraban y recelaban de Julia ya que la reconocían como la doncella de Isabel. Alberto se arrimó a ella.

—¿Seguro que no prefieres quedarte en el castillo?

Julia observó a su alrededor y negó con la cabeza.

—Lo pasaremos bien aquí. ¿Y tú? ¿Prefieres estar allí?

El castillo de Butrón se alzaba en la colina, con el sol brillando entre las almenas. Alberto le echó un vistazo fugaz y abrazó a su prometida.

—Yo quiero estar contigo; no me importa dónde.

Julia rió y correspondió al abrazo. Después lo cogió de la mano y lo arrastró hacia un grupo de personas que bailaba.

—¡Vamos a bailar! —exclamó.

El soldado habría preferido tirarse de un puente antes que bailar, pero la muchacha tiró de él con una sonrisa en los labios y solo con mirarla, toda su reticencia se desvaneció en el acto.

Al caer la tarde, Julia y Alberto se apartaron del bullicio que aún se prolongaba en las calles principales de la aldea y se acurrucaron bajo una encina para arrullarse al abrigo de las miradas ajenas. Algo los distrajo y otearon la lejanía a vez: un jinete atravesaba el valle a toda velocidad hacia al castillo. Los dos jóvenes se miraron.

—Creo que es un correo —murmuró el soldado, sin darle mayor importancia.

La doncella volvió a besarlo y se estremeció de placer con el contacto de sus manos sobre los pechos. Cuando estaban a punto de perderse el uno en el otro, Julia levantó la cabeza. Inmediatamente, Alberto oyó lo que la había alertado y giró la cabeza en la misma dirección que ella. Un segundo jinete galopaba desde el sur hacia la fortaleza.

—¿Es un correo?

—Un mensajero, sí. Eso creo.

Lo observaron hasta que desapareció tras la colina donde se erguía el castillo. Después se quedaron quietos unos instantes, sin querer expresar en voz alta la sensación inquietante que empezaba a crecer en su interior. Alberto le pasó el brazo alrededor de los hombros y le acarició el pelo; ella se recostó en él y le besó en el cuello. No obstante, el ruido de unos cascos, esta vez a pocos metros de ellos, los sobresaltó de nuevo y ni uno ni otro trataron de ocultar la preocupación. Y al divisar a un cuarto, se levantaron sin necesidad de decirse nada y, cogidos de la mano, se encaminaron a la colina.

******

Alfonso arrugó el papel y lo dejó sobre la mesa. A su lado había otro mensaje que acababa de leer. Ambos traídos por mensajeros, desde plazas diferentes, pero con el mismo contenido: los ejércitos de Enrique habían entrado en Castilla desde Aragón, a sangre y fuego. Habían tomado Guadalajara, asesinando a todo hombre, mujer y niño que se les pusiera por delante. García de Padilla y Tomás de Zúñiga atacaban las plazas de la meseta: Ávila estaba asediada, Talavera a punto de sucumbir. El sur estaba aislado, el norte podía ser atacado en cualquier momento.

El valido apretó los labios y miró al hombre que estaba sentado ante él, de rostro sagaz y cabello entrecano, con las oscuras ropas polvorientas del camino. Llevaba un anillo de plata, con la forma de un halcón.

—¿Por qué no he sido informado antes de esto? ¿De qué me sirve tener controlada la frontera? ¿Por qué llegas tú al mismo tiempo que las noticias?

El espía tomó aire y habló en tono respetuoso.

—Las tropas del conde de Trastámara entraron en la Península el verano pasado, pero no por Navarra, sino por Aragón. Nuestros hombres de la frontera dieron aviso pero la mayoría fueron interceptados. Uno llegó a Talavera cuando Enrique de Trastámara ya había penetrado en Castilla y el Alcázar estaba sitiado. Guillermo me envió enseguida hacia aquí, pero no fue fácil eludir el cerco.

Alfonso chasqueó la lengua como muestra de disgusto.

—¿Qué dice Guillermo?

—Que de momento las plazas del sur no corren peligro, pero tampoco pueden comunicarse con nosotros. Todos nuestros hombres están alerta.

—Sí, ya he visto cómo estáis alerta.

Él no replicó.

—¿A Enrique, lo habéis visto?

—Se le vio en las puertas de Guadalajara.

—¿Y está recuperado?

—Completamente. Dicen que blande la espada como un loco, que arremete contra cualquier cosa con vida que tenga a su alcance. Que ni siquiera antes lo hacía así.

Alfonso soltó una carcajada burlona.

—Podéis retiraros.

Cuando el Halcón de Plata hubo salido, Alfonso tomó aire. En cierto modo ya sabía antes que aquello no había acabado, pero aún así la manera en que había vuelto a desencadenarse lo había cogido a contrapié. Trató de ordenar sus pensamientos y de calibrar sus opciones en la nueva situación. Si obraba con juicio, volvería a tener su sueño al alcance de la mano.

******

—Despertad, señora. ¡Despertad!

Isabel abrió los ojos. Reconoció la voz de Julia y le cogió la mano para darle a entender que estaba despierta.

—¿Qué pasa?

—Ha sucedido algo. No paran de llegar mensajeros.

A la princesa se le aceleró el pulso, se incorporó y dejó que Julia le pusiera una bata sobre los hombros.

—¿Enrique ha vuelto? —preguntó.

—No lo sé, pero el rey se ha reunido con el consejo y sus aliados.

Isabel salió corriendo por el pasillo. Al llegar a la sala donde el monarca se hallaba reunido, dos guardias le barraron el paso.

—Dejadme entrar.

—Alteza...lo sentimos, pero no puede ser.

—¿No me habéis oído? He dicho que me dejéis pasar.

—Son órdenes expresas del rey, mi señora. No podemos dejaros entrar.

¿Qué demonios significaba eso? ¿Pedro la dejaba fuera? Estaba a punto de chillarles algo a los guardias cuando se dio cuenta de que si permanecía en silencio, podía llegar a oír las voces que llegaban del interior. Inspiró y se quedó lo más cerca que pudo de la puerta. Como no intentaba entrar, los soldados no osaron impedírselo.

En el interior, el consejo real con Pedro, Eduardo, Albornoz, Simón de Pimentel y Yom Eber Atias, entre otros, debatían la situación en tono grave. Isabel escuchó atentamente cada palabra. Oyó con pavor las historias de cómo Enrique había mandado degollar a mujeres y a niños; palideció por momentos con cada uno de los nombres de las ciudades saqueadas. El rey era el más tenso de todos y su voz sonaba tomada al hablar.

—¿De cuántos hombres estamos hablando?

—Ocho mil, entre las Compañías Blancas y los nobles rebeldes —calculó Pascual.

—¿Y Aragón?

—El rey Pedro les ha franqueado el paso, pero de momento no ha enviado tropas, mi señor.

—Portugal sigue de nuestro lado —afirmó el señor de Pimentel.

—E Inglaterra también —le dijo el príncipe Eduardo con voz queda.

—Ese traidor de Zúñiga, deberíamos haberlo ahorcado también a él—rezongó el consejero Valerio.

—Lo principal es proteger las fortalezas de la meseta —aseguró Simón—. La mayoría pueden soportar un asedio.

El judío Atias tomó la palabra en tono incisivo.

—Vuestro enemigo, Majestad, saquea ciudad tras ciudad y ensarta las cabezas de mis hermanos en astas para plantarlas ante las murallas rebeldes. Debéis hacer algo pronto respecto a eso.

Pedro captó la amenaza financiera de sus palabras, pero no perdió los nervios.

—Tenemos que saber qué va a hacer el rey de Aragón —murmuró Pedro—. ¿Dónde está el conde Eduardo?

—Está en Portugal, Majestad —respondió Alfonso.

—Hacedlo venir de inmediato.

—Sí, señor.

—Y enviad despachos a Navarra y a Granada.

—Sí, señor.

La reunión se disolvió y cuando Alfonso abrió la puerta y salió el primero, Isabel se lo encontró de frente y dio un salto hacia atrás. El valido no esperaba encontrarla ahí, pero no dijo nada y se fue a su despacho sin apenas mirarla. Los demás también fueron saliendo e Isabel se retiró a un rincón. Dentro quedaron sólo Eduardo de Gales y Pedro. El príncipe inglés había dejado de lado su afabilidad habitual y volvía a conducirse como un guerrero.

—¿Creéis que el rey de Aragón os dará una respuesta así como así? —le preguntó Eduardo.

—No lo sé.

—Enviad al conde de Lemos.

—¿Por qué?

—Él, como yo, sabrá encontrar información en Aragón. Mi contacto también responderá ante él.

—¿Quién es ese hombre?

El inglés negó con la cabeza.

—Mujer. Se llama Berta y vivía en Surrey en la época en que el conde y yo entrenábamos allí.

—¿Es de fiar?

—Esta en deuda con los dos.

Pedro se mostró de acuerdo. Había recuperado la expresión crispada de meses atrás y su mirada era dura como la piedra. Eduardo abandonó la sala y, al hacerlo, se dio cuenta de que Isabel estaba cerca de la puerta y se le acercó muy sorprendido.

—Mi señora, ¿qué hacéis aquí?

—Primo, decidme qué sucede.

Eduardo vaciló y echó un vistazo al interior de la sala. Bajó la voz.

—No puedo.

—¿Por qué?

—Entendedlo. Es por vuestro bien. Vuestro hermano no quiere preocuparos.

Ella negó con la cabeza imperceptiblemente. No entendía qué quería decir con aquello, pero el pulso se le había acelerado y tenía la impresión de que necesitaba respirar muchas veces para obtener un leve soplo de aire. Eduardo se percató de que estaba conmocionada y, tras dudar un instante, trató de confortarla rodeándole la cintura con el brazo. Ella no acusó ninguna reacción.

—Será mejor que volváis a vuestros aposentos —la instó.

Isabel lo oyó, sin escucharlo, y lo miró con los ojos vacíos. En los suyos había una inquietud sincera por ella. Al fin y al cabo su aspecto debía de ser como mínimo preocupante, con el rostro desencajado y pálido, el pelo negro suelto sobre los hombros y la espalda y una fina bata y un chal como toda vestimenta.

—Mi señora, estáis temblando.

—¡Dejad de tratarme como a una niña! —chilló de repente.

El príncipe dio un paso atrás, sorprendido por la reacción de Isabel, pero enseguida avanzó de nuevo y trató de tranquilizarla.

—¡No! —protestó, hecha un manojo de nervios.

Se abalanzó hacia la puerta de la sala en donde sabía que se hallaba el rey, pero Eduardo la retuvo al vuelo.

—Prima, por favor...

—¡No puedes dejarme fuera! —gritó— ¡No te lo permitiré!

Sintió que se ahogaba y la visión se le nubló un instante. Eduardo la abrazó.

—Calmaos, os lo ruego...estáis histérica.

Ella se libró del abrazo como una gata salvaje y retrocedió, pero las piernas le flaquearon y el príncipe avanzó para sostenerla. En ese momento, Pedro salió de la sala y Eduardo de Gales lo miró alarmado e impotente con la joven entre sus brazos.

—She can’t...no puede respirar —farfulló.

Pedro reconoció los síntomas al momento. Desde niña, Isabel había luchado por aprender a contenerlos, pero ahora la desbordaban. Su máscara de frialdad vaciló.

—Isabel —la llamó.

Ella se estremeció, pero su cuerpo estaba inerte y solo se mantenía en pie en brazos de Eduardo. Pedro se les aproximó y levantó el brazo, algo titubeante, lo bajó y lo alzó de nuevo. Finalmente le acarició el brazo a su hermana.

—Eh, tranquila —susurró, forzando una sonrisa—. Ven aquí.

Isabel dio un paso instintivo en su dirección y le echó los brazos al cuello. Tomó aire pesadamente y Pedro cerró los ojos para estrecharla entre sus brazos.

—No me hagas esto —sollozó Isabel en su oído—. No me dejes sola, por favor...Otra vez no.

Eduardo bajó la vista con educación, mientras Pedro acunaba a su hermana con afecto.

—Perdóname —le dijo Pedro en voz baja.

La apartó y la obligó a mirarlo a la cara.

—Vuelve a la cama.

Le puso la mano en el hombro a Eduardo y añadió.

—Vamos, nos conviene descansar a todos.