IX
SO, quieto...quieto.
Isabel detuvo al hermoso caballo blanco que montaba. Un sencillo vestido azul cobalto, a juego con sus ojos, entallaba su perfecto cuerpo de catorce años. Llevaba el cabello negro recogido, aunque algunos mechones le caían indómitos sobre la frente. Sus facciones habían perdido la redondez de la infancia, pero seguían siendo suaves y armónicas.
Era un día claro y luminoso y la joven infanta se disponía a pasear por las tierras cercanas del alcázar de Talavera. Desde hacía algo más de dos años tanto ella como Pedro se habían convertido en los amos absolutos de la fortaleza, ya que su padre había vuelto a las tierras del sur para sofocar revueltas menores. En su ausencia, Gabriel había estado aún más ocupado, trabajaba casi todo el día yendo y viniendo, recibiendo visitas y enviando mensajes y en consecuencia había dejado bastante libertad a sus pupilos. Ahora, Alfonso XI acababa de regresar e Isabel estaba decidida a aprovechar los que quizá serían los últimos días de tranquilidad.
Al volver una esquina, la infanta castellana hizo una mueca: acababa de ver a su hermano una docena de metros más allá. El chico vestía ropa de campaña, era de complexión atlética y el cabello rubio le caía sobre las orejas brillando con el sol. Sus ojos del color de la miel estaban fijos en una jovencita de su misma edad. Ella estaba apoyada en un muro, mientras él, con una sonrisa, le hablaba a pocos centímetros, con la mano apoyada muy cerca del hombro de la muchacha. Isabel los observó un instante y después agarró las riendas de su montura y la dirigió hacia ellos.
—¿Otra vez atosigando a mis doncellas, querido hermano?
La doncella se sobresaltó y miró a Isabel con temor. En cambio, Pedro ni tan siquiera volvió la cabeza. Es más, su sonrisa aún se ensanchó y pareció que se extendía al resto de sus rasgos.
—¿Hay algún problema? —quiso saber.
—En absoluto —repuso ella—. Resulta de lo más entretenido verte en acción.
—“En acción" —repitió el príncipe arqueando las cejas.
—Sí, pero agradecería que dejaras de cortejar a las damas que están a mi servicio.
—Yo no las cortejo.
—Las distraes, entonces.
Pedro soltó una sonora carcajada y se dirigió a la doncella.
—¿Os estoy distrayendo?
—Yo...mi señor...—balbució esta.
Visiblemente alterada, la chica no entendía ni la broma ni el sentido del humor que gastaban sus señores y estaba convencida de que en cualquier momento le llegaría una reprimenda desde una u otra parte. El príncipe se dio cuenta de su expresión angustiada y apartó el brazo.
—Perdonadme, podéis marcharos.
Conforme a sus palabras, la muchacha hizo una leve reverencia y se escabulló por una portezuela. El joven la contempló hasta que desapareció de la vista y se volvió hacia su hermana con gesto de fastidio.
—Mira lo que has hecho.
—Vaya, siento habértelo estropeado —respondió la infanta, pero su cara la traicionaba. Lo había encontrado de lo más divertido.
El caballo se agitó un poco, dio unos cuantos pasos y resopló. Isabel sostuvo las riendas con firmeza y el animal sacudió la cerviz con tozudez. Su ascendencia árabe quedaba patente en su porte orgulloso y formas robustas, bien definidas pese a su juventud. Su padre, el rey, se lo había enviado como regalo del frente del Estrecho, cuando no era más que un potrillo e Isabel en persona se había encargado de domarlo. Aunque la obedecía sin rechistar, era un pura sangre de carácter y le gustaba recordárselo al mundo de tanto en tanto.
—Tranquilo Janto...
El animal, bautizado con el nombre del mítico caballo del héroe griego, relinchó suavemente cuando Pedro se le acercó y le acarició el morro con familiaridad.
—Cada vez se parece más a ti —bromeó el príncipe.
Isabel puso un mohín socarrón, pero se inclinó y se abrazó de la crin rubia de Janto con afecto. En su mano brilló un anillo. Pedro se la cogió de la mano.
—Al final te lo has puesto.
—Me cansé de llevarlo colgado.
—Todavía me arrepiento de habértelo dado.
Esta vez fue Isabel la que rió y extendió la mano para observar la joya con orgullo.
—Es una pena —canturreó.
—¿Ibas a montar?
—Sí, mi señor, ¿queréis venir?
—Claro.
De un salto, Pedro subió elegantemente a la grupa del caballo, detrás de Isabel y se abrazó de su cintura. Casi inmediatamente, la princesa agarró las riendas con firmeza y espoleó a Janto, que se echó al galope a una velocidad de vértigo. El paisaje del monte empezó a deslizarse ante ellos como una mancha borrosa y el aire era tan tonificante que abría los pulmones.
—¡Ve más despacio! —aulló Pedro.
—¿Te da miedo ir a caballo, Pedro?
—¡Estás loca! ¡Tú me das miedo!
La princesa rió y aumentó la velocidad con un grito de júbilo, al que su hermano no tardó en unirse. A lo lejos, una atribulada familia de ciervos salió huyendo. Los campos de Castilla mostraban todo su esplendor del verano, trinaban los pájaros y la naturaleza respiraba vida y latía al mismo ritmo que el corazón de los jóvenes. La carrera los llevó hasta la parte superior de una garganta, en el fondo de la cual estaba el lecho seco de un antiguo río. Ahora, a sus pies se extendían dorados campos de trigo, que se mecían con el viento como si fueran las olas del mar. Más allá había algunas cabañitas y algo más lejos empezaba el bosque: un enorme bosque de encinas y pino albar que penetraba en las montañas del horizonte. Pedro desmontó y se acercó al borde del abismo para observar la inmensidad.
—Es hermoso.
—Sí que lo es.
Una ráfaga de viento hizo que tanto las espigas como los árboles se movieran al tiempo y le susurrasen al cielo. El príncipe sonrió y comentó:
—Gabriel me dijo un día que si uno respira una sola vez el aliento de los valles de Castilla, parte de su alma pasa a formar parte de ella. Entonces ya no puede abandonarla sin sentirse incompleto y vaya donde vaya siempre regresará.
Isabel esbozó una sonrisa ante el tono soñador de Pedro. Su hermano era la persona más casquivana que conocía, pero si a algo era completamente fiel era a su devoción por Castilla. Estaba enamorado de aquella tierra desde que tenía uso de razón y cuando hablaba de ella los ojos le brillaban y no podía evitar que se le iluminara la cara.
—Cuando sea rey —continuó Pedro, arrancando y haciendo girar una ramita de espliego de un arbusto cercano—, haré que Castilla se extienda a los cuatro vientos, hasta los desiertos del sur y las montañas del norte.
Su hermana fingió admirarse.
—Y pondrás paz en todas las fronteras —bromeó, chasqueando los dedos.
—Y haré construir monumentos que perduren más mil años.
—Y recorrerás todo el reino hasta el último rincón.
Pedro miró a Isabel unos instantes y después se volvió de nuevo con una sonrisa maliciosa.
—A lo mejor te llevo, pero solo si te portas bien.
—¡Oye! —replicó airada.
Rodeó el cuello de su hermano con las riendas y apretó un poco, pero él supo zafarse y la atacó hasta estar a punto de hacerla caer del caballo. Las risas de ambos resonaron por todo el valle. Al final Isabel capituló, colorada y despeinada de tanto forcejear.
—Deberíamos volver al castillo —opinó la joven—. Aunque no tengamos a Gabriel encima, me da la impresión de que se pone nervioso si no recibe informes puntuales de dónde estamos. Después de tanto rato sin controlarnos estará empezando a preocuparse.
Pedro rió: tenía la certeza absoluta de que eso era verdad. Los dos apreciaban a Gabriel desde el fondo de su corazón, aunque a veces la reserva del anciano era excesiva para su gusto.
—De acuerdo, pero esta vez yo llevaré las riendas.
—Ni hablar.
******
Los ladridos del perro se impusieron por encima de los balidos de las ovejas y el pastor alargó el cuello para ver por dónde andaba el animal. Resultaba difícil verlo, una mancha negra rápida como el viento entre una sinuosa masa de lana blanca. Al final lo localizó una decena de metros más adelante, agazapado en el suelo con expresión amenazadora frente a una díscola oveja que había detectado algo de su interés fuera de los lindes de la cañada. El pastor le silbó y el perro enderezó las orejas. A un grito de su amo, el animal gruñó y se lanzó a las patas de la oveja. Esta retrocedió con un balido lastimero y trató de escapar por un lado, pero el perro fue más rápido y volvió a mordisquearla. Después se agazapó para cortarle la retirada y la oveja recuperó el rumbo de sus compañeras con la decepción pintada en los ojillos tristones. El pastor sonrió satisfecho y torció los labios para emitir un silbido sostenido. De inmediato, el perro se incorporó y siguió su ronda por el flanco derecho. Pronto, el pastor volvió a perderlo de vista y se concentró en las ovejas que tenía más cerca. Uno de los guardias a caballo lo distrajo un momento al pasar por su lado, pero apenas cruzaron una mirada: pese a los meses que pasaban juntos al año, pastores a pie y jinetes no solían hablarse demasiado. El pastor suspiró, se aseguró de que las ovejas caminaban ordenadamente delante suyo, al menos hasta donde le alcanzaba la vista. Más allá había otros pastores y una decena de perros a sus órdenes. También distinguía las siluetas de un par de jinetes. Por detrás de él había el mismo panorama: ladridos, balidos y relinchos bajo la inmensidad del cielo en la planicie.
Al caer la tarde, mientras las ovejas pastaban desperdigadas como copos de nieve en un campo, el pastor tomó asiento junto a sus compañeros para cenar. Algunos de los perros correteaban por los alrededores, esperando que sus amos les tiraran algo de comida. El pastor llamó al suyo con un silbido corto y este se acercó meneando la cola para coger un trozo de panceta seca de su mano. El hombre sonrió viendo como el animal lo mascaba con fruición —personalmente la encontraba dura e insípida— y apartó la vista solo cuando los demás pastores le llamaron la atención. Al parecer pasaba alguna cosa: un pequeño escuadrón de jinetes habían aparecido en el pasto y los hombres a caballo que viajaban con el rebaño acudían a ver qué ocurría. Lejos como estaban, aún podían oír el eco de la discusión.
—Mi señor, me temo que las normas están claras —sentenció el líder de los recién llegados, que se presentó a sí mismo como Leví, un hebreo de cuerpo nudoso— Como entregador real mi deber es velar por ellas y tengo autoridad para imponer sanciones.
—Mi señor está exento de tributo de paso —protestó el jinete que comandaba la trashumancia—. Tengo un permiso con el sello del mismísimo rey.
—El rey no tiene jurisdicción para derogar un montazgo local, salvo el Real Servicio. Es privilegio del concejo de la ciudad —intervino uno de los acompañantes del entregador. También parecía judío y permanecía a la derecha del funcionario.
—¿Qué clase de tontería es esa? Hace más de diez años que hago esta ruta y es la primera vez que se nos retrasa con semejante necedad.
—Antes o después es necesario poner orden, mi señor —sonrió Leví. Haciendo un gesto a uno de los escribanos que lo acompañaba y consultó la tablilla que le alargó—. Si no me equivoco lleváis un rebaño de mil quinientas cabezas. ¿Sabéis que superáis el límite por cabaña?
—¿Qué diablos...?
—Tengo que imponeros una multa por ello. Además, debéis ciento cincuenta medidas de oro a las arcas. Si no las pagáis no se os permitirá el paso.
Al guardia del rebaño apretó los dientes.
—No habláis en serio.
—Probadme.
Fuera de sí, el guardia miró a sus compañeros, todos con cara de pocos amigos.
—No tengo esa cantidad. Solo dispongo de setenta.
—Entonces me veo obligado a tomar medidas. Desde este momento el equivalente de esa diferencia en reses pasa a disposición de la hacienda pública. Señores...
Media docena de alguaciles se separaron del pequeño ejército del entregador y fueron hacia las ovejas, pero los guardias les cortaron el paso.
—¡Eso es...! ¡No tenéis derecho a hacerlo!
—Resulta que sí lo tengo, mi carta de competencias también lleva el sello de la administración real. Os ruego que apartéis a vuestros hombres u os arrestaré por obstruir a un funcionario del rey.
El guardia maldijo entre dientes e hizo un leve gesto de cabeza. Los demás jinetes se apartaron y permitieron que los alguaciles cabalgaran hacia el rebaño y ordenaran a los extrañados pastores que se pusieran manos a la obra para separar el medio millar de ovejas que les correspondía. El guardia observó las operaciones, de humor sombrío.
—No pongáis esa cara —se burló el entregador—. Estáis de suerte: ahora ya estáis dentro de los límites. Podría perdonaros la multa.
Su interlocutor le dirigió una mirada de desprecio.
—Mi señor no tolerará esto. Tendréis noticias suyas.
—Vuestro señor puede reclamar sus reses en cuanto pague lo que debe más los intereses. Mi escribano os preparará el documento.
Con un bufido, el guardia volvió grupas y se alejó de vuelta con el rebaño. Sus hombres lo siguieron. El entregador Leví suspiró y estiró sus nervudos brazos para desentumecerlos. Su compañero asistía complacido a la rapidez con la que las despistadas reses eran separadas de sus congéneres.
—Othniel estará contento —murmuró.
******
—Es lo acordado.
—Sois de lo más eficiente.
Yom Eber Atias sonrió con humildad mientras guardaba la bolsa de oro en las alforjas de su caballo. Mientras, Gabriel releía los últimos informes fiscales de los entregadores reales que el judío acababa de entregarle.
—¿Todo correcto?
—Más que correcto.
Atias suspiró y echó un vistazo distraído a su alrededor. Estaban a solas en el pequeño altozano, a medio camino de ninguna parte.
—Por cierto, mis cargamentos están teniendo algunos problemas en los puertos. Un buque aragonés hundió uno de mis barcos en Málaga cuando se negó a cederle el derecho de atraque. También soy comerciante, Gabriel, episodios como ese me perjudican bastante.
—Os conseguiré una carta de preferencia. La flota del rey sigue destacada en la zona, así que no creo que osen contravenirla. Os pido paciencia.
—La paciencia cuesta dinero, mi señor.
Gabriel asintió vagamente. Se ocuparía de ello.
—¿Os preocupa algo? —inquirió Atias, notando que su colaborador se quedaba abstraído con la mirada fija en las nubes.
—Solo pensaba.
—¿Puedo preguntar en qué?
—En la guerra.
Atias frunció el ceño.
—Si no me equivoco hace años que la tregua se respeta, ¿no están seguras las plazas del sur?
—Más o menos lo están. No ha habido levantamientos de importancia.
—¿Entonces?
—Demasiados años de paz hacen que los señores se olviden de la guerra. Y cuando se olvidan de la guerra se acuerdan de su propia ambición.
El anciano tomó aire.
—Estos años han sido tranquilos, pero tengo la impresión de que este pequeño oasis nuestro va a durar poco. En adelante tendremos que andar con más cautela.
El judío emitió un sonido indefinido de asentimiento. Mientras, Gabriel agarraba las riendas de su caballo y se disponía a descender de la colina.
—La paz entre los señores significa la guerra contra nosotros —concluyó.
Los dos se dirigieron una mirada de despedida. Atias sonrió.
—Realmente, es fascinante lo mucho que a los señores les gusta la guerra.
******
—¡Sois un irresponsable! ¿Por qué tengo que venir yo a sacaros las castañas del fuego?
Rodrigo de Mendoza estaba tan furioso que César Manrique, su vasallo de Molina, se encogió lleno de temor.
—Si no pago lo que debo, me quitarán las tierras —se lamentó.
—Pedid un préstamo, yo no soy un banco.
—Si lo he intentado, mi señor —objetó Manrique—, pero ni un solo prestamista me da crédito. No aceptan mis reses como aval, porque están intervenidas por la hacienda real. Tampoco mi castillo...
—¡Yo soy vuestro maldito aval!
—No, barón. Eso tampoco les vale.
Rodrigo no podía creer lo que oía. Era la enésima vez que un prestamista rehusaba a hacer tratos con un señor feudal al que él avalaba y durante los últimos años la situación no había hecho más que agravarse. Poco a poco, el barón había perdido parte de su influencia en las tierras el suroeste, porque la mala administración y cierto grado de vida disoluta habían arruinado a varios de sus vasallos y la corona había embargado sus tierras. En todo el reino no había un solo prestamista con fondos líquidos suficientes que no fuera judío, y al parecer no había judío que estuviera dispuesto a responder a su llamada.
—Fuera de mi vista, señor de Manrique —rugió entre dientes—. Y os juro por Dios que si vuelvo a veros en una casa de juego os haré tragar los dados.
César Manrique contuvo su orgullo herido y agachó la cabeza ante el barón: furioso o no, sabía que le daría el dinero, así que no le importaba salir de la habitación con el rabo entre las piernas. Rodrigo lo echó y después arremetió contra una silla con tanta fuerza que el infeliz mueble dio un chasquido y se le quebró una pata.
—Maldición...
Desde que habían sido nombrados nuevos agentes fiscales, una medida que no estaba sujeta al voto de la Mesta, era casi imposible evadir los montazgos. Nadie sabía muy bien de dónde habían salido, poco se conocía de ellos, salvo que gozaban de un decreto real y eran implacables en su control. Ya habían embargado millares de reses que habían ido a parar a la Corona. Y todo aquello solo tenía un nombre: Gabriel.
Se sentó en un butacón y se acarició la barba, tratando de pensar. No estaba seguro de cómo, pero Gabriel se había puesto a la adinerada comunidad judía de su parte. Él había cometido el gran error de confiarse. No podía negar que el consejero se había conducido con una discreción digna de admiración. Algo más calmado, Rodrigo sonrió para sí al reconocer la eficacia e inteligencia de su rival. Empezaba a creer que habría sido mejor eliminar al valido real tiempo atrás: una simple orden y tendría lugar un desgraciado accidente. Sin embargo, por alguna razón que ni él mismo se explicaba, lo respetaba demasiado como para hacer eso. Y también era demasiado orgulloso: respondería al desafío con otro aún mayor.
Hizo llamar a un criado, pero fue su esposa quién entró.
—Los criados no se atreven a entrar. ¿Qué os sucede?
—Nada que sea de tu incumbencia. Haz llamar a mi escribano.
Ella frunció el ceño y se retiró. Al rato, llegó un hombre bajo y encorvado, vestido con ropas oscuras y con pluma, tinta y pergamino en la mano. El barón lo hizo tomar asiento y con voz clara, empezó a dictarle una carta, a sabiendas de que estaba a punto de poner en marcha una enorme maquinaria.
Juan de Castro recibió la nota en su residencia de Monforte y la leyó atentamente. Tampoco a él aquellos problemas le venían de nuevo y enseguida supo lo que Rodrigo precisaba de él. Mandó enjaezar su caballo de inmediato y partió raudo hacia Vilar de Donas, un monasterio de la Orden de Santiago del cual su hermano pequeño era prior. Llegó bien entrada la tarde y encontró un nutrido grupo de gente que se agolpaba bajo el pórtico de la fachada occidental. Peregrinos, sin duda, que acudían a rendir culto o bien por un plato caliente y un lugar para pasar la noche. En cuanto lo vieron aparecer a caballo se apartaron para dejarle paso y el conde apenas si les dirigió una mirada; pasó de largo la iglesia, una construcción imponente de piedra gris pulida, con una nave central muy ancha y una portalada de arquivoltas. También pasó de largo el resto de edificios públicos y fue directamente a las instalaciones del monasterio.
Al acercarse, dos caballeros con sobrevesta plateada y la cruz de gules en el pecho le salieron al paso.
—Quiero ver al prior Nicolás. Decidle que el conde de Lemos ha venido a visitarle.
Los dos caballeros sabían quién era así que no se hicieron de rogar, abrieron el portón y lo hicieron pasar a un patio de columnas. Dentro había más caballeros, algunos vestidos igual que los que guardaban la entrada y otros con hábito. Enseguida acudió un mozo para hacerse cargo del caballo y mientras, uno de los guardias conferenció unos instantes con un hombre achaparrado que llevaba hábito. Este, se acercó a Juan y lo saludó con deferencia.
—Mi señor Juan, hacia tiempo que no os veíamos por aquí.
—¿Cómo estáis, Sancho?
—Bien, bien, trabajando duro, ya sabéis —respondió con una risita—. Si sois tan amable de acompañarme.
Juan asintió con la mejor de sus sonrisas: Sancho y él se detestaban desde que el conde hiciera que su hermano fuera designado prior en lugar de aquel.
El conde de Lemos fue guiado a través de una maraña de corredores profusamente decorados con pinturas murales exquisitas. Finalmente llegó a la celda del prior, una sala que más que celda debería llamarse aposento regio, a juzgar por la cantidad de tapices, terciopelos y joyas que contenía. Un caballero, embutido en un hábito púrpura con la cruz de la orden, se levantó en seguida a recibirlo. Los dos se parecían bastante, Nicolás tenía los mismos ojos marrones veteados en verde y con la misma forma, solo que algo más anodinos. También tenía los labios más bien delgados y las facciones se daban un aire, aunque el prior era más mofletudo que su hermano mayor y al parecer la vida lo estaba tratando algo mejor. A decir verdad, aunque su mirada seguía siendo viva y penetrante, el tiempo había hecho mella en Juan de Castro y parecía siempre más cansado de lo que debería.
—¡Juan! Bienvenido. Tienes buen aspecto —mintió Nicolás.
Los dos se saludaron calurosamente y después tomaron asiento.
—¿Y bien? ¿Qué te trae por mi humilde morada? ¿Has venido a purificar tu alma?
—Asumo que rezas por ella de vez en cuando —repuso el conde, degustando el vino que Nicolás acababa de servirle—. Si tener un hermano prior no me abre las puertas del cielo, nada lo hará.
—¿Cómo se encuentra mi sobrino? Creo saber que vive en...¿era Ponferrada?
—Así es. Gobierna con bastante acierto, aunque a veces peca de poca rigidez —suspiró.
—Aún es joven. Pero es un joven admirable. Un día de estos me gustaría hacerle una visita, pero ya sabes, las obligaciones que nunca te dejan tiempo para otra cosa.
—Me hago cargo. No quisiera yo tus responsabilidades. Y sin embargo aquí estoy, pidiéndote ayuda.
—¿Qué puedo hacer por ti? —se interesó con voz melosa.
—¿Tienes buenas relaciones con el Maestre de la orden?
—El Maestre está senil, no tardará en reunirse con el Creador. Pero tengo buenas relaciones con su consejo —admitió. Seguidamente añadió con falsa modestia— Algunos consideran que yo podría ser la persona adecuada para sucederle en el cargo.
Juan sonrió. Quería a su hermano, por eso lo había convertido en alguien útil en lugar de dejar que se echara a perder sirviendo a Dios desde un oscuro monasterio benedictino.
—Ayúdame. Quién sabe si eso podría hacerse realidad pronto.
—Por supuesto, mi querido Juan. Para eso está la familia.