XX

QUÉ haces? —preguntó Leonor, mirando por encima del hombro de su hijo— ¿Otra figura?

Enrique, sentado a la mesa de su cabaña, manipuló el hilo enhebrado de bolitas rojas con nerviosismo, pues no había oído acercarse a su madre y la pregunta lo había sobresaltado.

—No. No es nada —respondió vagamente.

Leonor le puso las manos sobre los hombros y observó aún un rato la tarea. De repente se inclinó y se rodeó los hombros por detrás, mientras lo besaba en la cabeza.

—¡Madre! —protestó.

Leonor soltó una risita y se fue a la otra punta de la habitación, tras desordenarle el pelo. Desde allí siguió contemplando a su hijo mientras cortaba las hortalizas para la cena. Enrique sonrió para sí. Aunque el examen lo hacía sentar algo violento, se sentía más complacido que incomodado por la inesperada muestra de afecto. Leonor llevaba unos cuántos días de bastante buen humor. Y a decir verdad, también él se sentía más ligero que antes. Acabó su obra y la observó con una nota de satisfacción. Después se volvió hacia Leonor y dudó un par de segundos, hasta que decidió levantarse y caminar hacia ella.

—Mira —musitó, mostrándosela— ¿Qué te parece?

Ella lo examinó un momento.

—Es muy bonito —aseguró.

—¿De veras?

—Claro. ¿Pero para qué lo quieres?

Enrique vaciló, sin atreverse a iniciar una conversación que podía dar al traste con el contento de los dos.

—¿Qué? —preguntó la mujer, ya que su hijo se había quedado mirándola fijamente— ¿Qué te pasa?

—Madre, yo...He conocido a alguien.

Los ojos de Leonor relampaguearon al escrutar el rostro de Enrique.

—¿Te refieres a una mujer?

—Sí. Esto es para ella.

Leonor detuvo en seco el cuchillo con el que cortaba la verdura y lo dejó a un lado. Sacudió la cabeza en ademán negativo.

—No puedes hacer eso.

El rostro de Enrique se ensombreció. Leonor dulcificó su expresión y fue a acariciar la mejilla del muchacho, pero este dio un paso atrás.

—Sabía que no lo entenderías.

—Cariño, no es eso.

—Da igual. Tengo que irme.

—¿Adónde?

—¿Qué más te da?

—¿Con ella?

Leonor se adelantó y agarró a Enrique del brazo, obligándolo a mirarla a la cara.

—¡Escúchame! —lo zarandeó— Eres tú quién no lo entiende.

—Lo entiendo perfectamente, madre.

—Ahora lo más importante que me hagas caso; pronto, lo que hemos estado esperando todos estos años se hará...

—¡Ella es lo que he estado esperando todos estos años!

Se soltó de Leonor y se fue a la puerta a grandes zancadas.

—Enrique, ¡no te atrevas a salir por esa puerta!

El joven se detuvo y contempló a Leonor, desconcertado y furioso.

—¡Estoy harto! ¿Por qué me haces esto? —espetó— ¿Tanto te molesta que consiga una vida por mí mismo?

—Esa no es la vida que te corresponde —replicó ella con los ojos encendidos.

—¿De qué diablos estás hablando?

—¡Quien quiera que sea esa ramera no te merece! —chilló Leonor.

Enrique sintió que la ira lo dominaba y se abalanzó sobre ella, la agarró de las muñecas y la aplastó contra la pared.

—¡No te atrevas a mencionarla! —gritó él—¡No sabes nada de ella! ¡De mí!

—Pero sí de tu padre.

El muchacho aflojó las manos que apresaban las delgadas muñecas de la mujer y apretó los párpados con fuerza. Al abrir los ojos de nuevo sacudió la cabeza, sin querer dejar que las lágrimas en los ojos de Leonor lo conmovieran una vez más.

—Durante años he querido... He rogado que me hablaras de mi padre —susurró con amargura—. ¿Y ahora decides que quieres hacerlo?

Se apartó de su madre, frunciendo los labios para contener la emoción. Leonor lo tomó de la mano y se la acarició con infinita ternura.

—Mi amor, lo entenderás cuando te lo explique.

—No. Si crees que con eso me apartarás de la mujer que amo, no quiero entenderlo. Y ya ni siquiera me interesa que me lo expliques.

Hizo que Leonor lo soltara y agarró su pelliza antes de salir dando un portazo. Su madre corrió tras él.

—¡Enrique! —llamó— ¡Vuelve aquí!

Pero Enrique no le contestó; ni siquiera quiso darse la vuelta. Leonor maldijo entre dientes, furiosa con la tozudez de su hijo y su estúpido enamoramiento. No permitiría que lo echara todo a perder; no, mientras ella estuviera allí para velar por él. Ahora estaba enfadado, pensó, pero pronto lo comprendería y en cuanto lo hiciera volvería a ella. Había llegado el momento de actuar.

******

Agazapados tras un arbusto, sobre la tierra húmeda, Enrique e Isabel espiaron el paso de un trovador errante que atravesaba el bosque durante la noche. El hombre parecía haber bebido más de la cuenta y cantaba a pleno pulmón. Su voz estridente había alertado a los jóvenes mientras retozaban en el bosque y se habían ocultado. Cuando el trovador pasó frente a ellos se detuvo y contuvieron el aliento. Calló y empezó a escudriñar el cielo, se rascó la cabeza y se hurgó la oreja, pero no tardó mucho en recordar el verso que buscaba y reanudó la marcha danto tumbos y cantando con redoblada fuerza.

Cuando estuvo lo bastante lejos, Enrique se echó a reír y la princesa también, acurrucada bajo su brazo. El joven se levantó y la ayudó a incorporarse.

—Ese no llegará muy lejos —comentó—. Vaya, te has puesto perdida.

Isabel, que trataba en vano de quitarse el barro de encima, le lanzó una mirada furiosa.

—Qué amable. Deberías mirarte.

Él frunció el ceño y miró sus ropas, igual de sucias o más que las de la muchacha. Iba a protestar, pero al alzar la vista Isabel había desaparecido y solo tuvo tiempo de verla escabullirse entre los árboles. Con una sonrisa, echó a correr tras ella, siguiendo el rumor de sus pasos y el sonido argentino de sus carcajadas. Se persiguieron por el bosque como niños traviesos: tan pronto se provocaban desde lejos como escapaban riendo del abrazo del otro. En un momento dado, Isabel lo perdió de vista y se detuvo. Oyó pasos a su espalda demasiado tarde y antes de que pudiera evitarlo, unas manos fuertes y cálidas le rodearon la cintura. Se volvió y la mirada líquida del joven la inundó por completo. Se besaron durante largo rato, hasta que Enrique se retiró. Aún con las frentes juntas, Isabel entreabrió los ojos y acarició la nariz del joven con la suya.

—Tengo que hablar contigo —susurró Enrique.

Ella sonrió, esforzándose por volver a la realidad y comprender las palabras de su amado sin dejarse llevar por el sonido. Enrique vaciló, la cogió de la mano y empezaron a andar. Hallaron una roca donde sentarse y el joven le pidió que tomara asiento a su lado con un gesto de cabeza. Ella lo hizo, aunque el nerviosismo de Enrique la inquietaba un poco. Aunque intentaba disimular, aquella noche había estado algo extraño desde que se encontraron.

—¿Estás bien? —le preguntó.

Enrique asintió y forzó una sonrisa.

—He discutido con alguien, eso es todo.

—Con tu madre.

No era una pregunta, así que Enrique solo tuvo que confirmarlo con un silencio incómodo.

—¿Por qué habéis discutido?

Enrique se encogió de hombros y le apartó el pelo de la cara para besarla.

—No tiene importancia. Ya no —afirmó después—. Tengo algo para ti.

Sacó algo de una bolsita que llevaba en el cinto y, levantando la mano de Isabel, se lo colocó. Era un anillo.

Isabel inspiró. Un cosquilleo recorrió todo su cuerpo desde la base del anular hasta los dedos de los pies. Miró el anillo: estaba hecho de frutos de sabina, agujerados y enfilados en hilo de seda. Los había barnizado de alguna manera, ya que estaban duros al tacto y brillaban como espejitos. La sortija resaltaba con su intenso color rojo en la mano desnuda de la princesa. Como no decía nada, Enrique le apretó un poco la mano.

—¿Quieres...quieres casarte conmigo?

Isabel levantó la vista y la posó en la del villano. En aquel momento era incapaz de pensar. Temblaba de pies a cabeza. Enrique contuvo la respiración: aquel primer segundo había podido percibir el cúmulo de sentimientos que sacudían a la joven: felicidad, sí, pero también una angustia indescriptible. Por un instante, el enorme peso de la distancia entre ambos lo hizo zozobrar y los reproches de Leonor se mezclaron con el miedo a lo que desconocía. Por lo que él sabía, Isabel podía estar prometida, casada o dedicada a servir en los oficios. Agachó la cabeza, avergonzado por dudar ahora. La amaba, era lo único que le importaba.

—No tienes que contestarme ahora —apuntó Enrique, temeroso de haberla asustado—. No quiero que me contestes ahora, solo piénsatelo.

—¿Me quieres?

—Claro que te quiero...

—Abrázame.

Él la estrechó contra su pecho y le acarició el cuello, sin llegar a comprender lo que aquella reacción quería decir.

—¿Te casarías conmigo ahora? ¿Aquí? ¿Sin preguntar nada más? —musitó ella.

Enrique la miró a la cara, llena de esperanza y amor; miedo y súplica. Sus suaves brazos rodeándolo, su voz acariciándole el cabello, el latido de su corazón recordándole al suyo que seguía vivo que si respiraba, la respiraría a ella junto con la brisa que mecía las ramas.

—Sí.

Isabel se relajó y una leve sonrisa se dibujó en sus labios carmesí. Aún abrazada a él, localizó la pequeña daga que el joven guardaba en el cinto y la sacó. Enrique no hizo nada, hipnotizado por sus movimientos de ninfa bajo la luz de la luna. La princesa usó la hoja para cortarse un mechón de cabello y después se lo tendió. Enrique tomó de ella aquel pedazo de noche y aspiró su aroma.

—Tú y yo estamos casados —afirmó Isabel—. Te perteneceré siempre.

Enrique sonrió embriagado y cerró los ojos para atesorar el momento.

—No, yo soy el que te pertenezco.

Las manos de ella sobre su cuerpo, su cálido aliento sobre los labios. Abrió los ojos y la miró con prudencia.

—¿Estás segura?

Isabel asintió, la barbilla le temblaba.

—No me harás daño...¿verdad?

Él negó con la cabeza. La levantó como si no pesara nada y la tendió en el suelo con delicadeza. Notaba que ella estaba asustada y que se estremecía cada vez que sentía las manos de él sobre su cuerpo.

—No te haré daño. Nadie te hará daño.

Isabel aguantó la respiración mientras memorizaba cada centímetro de la piel por donde la tenía cogida o por donde había pasado. La recorrió como un torrente, limpiando las huellas del pasado y dejando nuevas para el futuro. Sin decir nada, abrazados entre los árboles. Marido y mujer, bajo las estrellas.

******

Las llamas crepitaban en el hogar de la cabaña de Leonor. A la luz de una vela, la mujer estaba inclinada sobre un papel con cara de concentración y escribía con trazo irregular. A su lado había un chico de veintitantos años, espigado, de ojos negros y pequeños y nariz puntiaguda, vestido con calzones grises y una amplia camisa del mismo color. Para él, las líneas que escribía Leonor no eran más que garabatos sin sentido, así que empezó a aburrirse de esperar y paseó por la casa. La mayoría de los aldeanos sabían de la curandera, pero pocos habían estado en su casa, y los que habían estado no alardeaban de ello. No era nada del otro mundo: dos estancias y un cuartito en el exterior, con el suelo de tierra apisonada. Una mesa, dos sillas, un fogón negruzco, una palangana, un par de jergones y varios estantes con recipientes. A simple vista no parecía la casa de una bruja, aunque nunca se sabía. El caso es que a él le iría de perlas el dinero.

Leonor se levantó y se le acercó. Al parecer había acabado de escribir su carta y se la entregó junto con dos monedas de oro. El chico se la guardó en el cinto.

—Recuerda, al castillo de Torija. Y tienes que entregarla en mano.

—Muy bien, así lo haré.

—Ten cuidado.

El joven se encogió de hombros, quitándole importancia. Solo era una carta y aquel sería el dinero más fácil de ganar de toda su vida.

Fuera esperaba un rocín huesudo de crin parda, que piafaba y se sacudía. El chico lo tranquilizó para montar, comprobó que la carta seguía bien sujeta y emprendió la marcha. Sólo había recorrido unos metros cuando un extraño silbido le llamó la atención. Décimas de segundo después, un dolor agudo le agarrotó todos los nervios y cayó del caballo, con una flecha clavada en el pecho.

Algunas ramas se movieron y Alfonso de Albuquerque salió de entre los árboles con un arco en la mano. Inspiró y se sacudió el entumecimiento antes de dirigirse al jinete caído, que yacía en el suelo desmadejado mientras su caballo desaparecía de la vista. Tenía los ojos cerrados y un hilillo de sangre le caía desde la comisura de los labios. Pese a todo, Alfonso se arrodilló junto a él y se aseguró de que estaba muerto, antes de encaminarse hacia la puerta de la cabaña. Allí se quedó parado, resiguió el marco con los dedos mirando a derecha e izquierda y escuchó por si había alguien en los alrededores. Cuando se dio por satisfecho, propinó un repentino y violento puntapié a la puerta y la tiró abajo. Junto a la mesa, Leonor se volvió de un salto y lo miró con estupor.

—¿Quién sois? ¿Qué queréis?

Alfonso no contestó, pero su silencio lo hizo por él. Leonor trató de alcanzar la salida, pero una poderosa mano la sujetó del bazo y la hizo caer al suelo, contra una de las sillas. Uno de los estantes se desplomó y las vasijas que había encima se hicieron añicos. Leonor gritó y se revolvió como un animal salvaje.

—¡Al final os habéis decidido, perro faldero! —aulló enloquecida— ¡Pero llegáis tarde!

Sin molestarse por hacerla callar, Alfonso desenvainó su espada. Ella lo miró con odio y se apretujó contra la pared con los ojos llenos de lágrimas, tratando de mantenerlo alejado tirándole cualquier cosa que encontrara a mano. Pero fue inútil, el hijo de Gabriel llegó hasta ella y le retorció el brazo en la espalda. Entonces la atravesó con su acero y la dejó caer de bruces. En el suelo, Leonor aún trató de ponerse en pie, pero los brazos le fallaron y cuando le faltó el aire volvió a desplomarse. Y ya no se movió más.

Alfonso se quedó un rato ante el cadáver, mirando con ojo crítico el destrozo que había causado con el forcejeo, como si no se decidiera a moverse. Al final salió de la cabaña, en dirección al joven que había dejado muerto en el camino. Seguía exactamente igual, tendido boca arriba con los ojos cerrados y los brazos en cruz. Alfonso se lo cargó al hombro y volvió con él a la cabaña, donde lo dejó en el suelo, al lado de la mujer. Al hacerlo, algo se le cayó del cinto. Parecía una carta y Alfonso la recogió y la volteó con curiosidad, aunque abrirla ni se le pasó por la cabeza: se la daría a Gabriel. Se la guardó y cogió un leño de la chimenea.

Fue la claridad la que alertó a Enrique, de vuelta desde la espesura, perdido aún en sus pensamientos. El olor del fuego y el gañido de la manera hicieron que el corazón le diera un vuelco y echó a correr hacia su casa. Estaba en llamas, pero aún así trató de entrar desesperadamente. En ese momento el techo cedió y se vino abajo con gran estruendo.

—¡No! —gritó con la voz rota.

El fuego latió en la dirección del viento y las lenguas amarillas y rojas crecieron y llegaron a escasos centímetros del joven. El ardiente calor que desprendía lo aturdió y cayó de rodillas. Todo a su alrededor se veía borroso, ente el calor, las lágrimas y el humo. Los muros que quedaban en pie se tambalearon y se derrumbaron con un chasquido, consumiendo lo que quedaba de la cabaña y de su interior.

—¡Madre!