V

ERA un día soleado. Isabel se apartó un negro mechón de la cara y sus ojos azules relucieron. Sus padres estaban un poco más lejos, sentados en sillas engalanadas y tenían varios invitados, junto a los cuales asistían a un torneo de tiro con arco. Ella había decidido disfrutar, como otras veces, del sol y la brisa perfumada de los jardines, en compañía de su séquito habitual: la que había sido su nodriza y un grupito de jovencitas de edad parecida a la suya. La mayoría eran de familias nobles de la región —muchas de ellas hijas o sobrinas de algunos de los invitados de los monarcas aquella mañana—, que habían estimado conveniente introducirlas como damas de compañía de la hija menor de los reyes. Algunas le eran simpáticas, otras no tanto. Eso sí, todas la trataban con respeto y cierto manierismo, y a la princesa solía divertirle responder con un protocolo igual de rimbombante, aplicando lo que le habían enseñado. Sin embargo, su mejor amiga era Julia, una niña alrededor de dos años mayor que ella, de trenzas doradas, piel del color de la miel y ojos marrones. Era hija de una de sus cuidadoras y estaba siendo educada para ser su doncella personal. Con ella se comportaba con más naturalidad y era con la que compartía más secretos y planeaba sus travesuras.

Al doblar una terraza de columnas, Isabel y las demás se encontraron con Pedro y sus amigos, en su mayoría también nobles herederos. La niña dio un respingo al ver al rubio jovencito insolente que era su hermano, que para más inri exhibía una sonrisa socarrona desde el momento en que la había visto. Hacía dos días que estaban enfadados, aunque a decir verdad ninguno de los dos recordaba el porqué. Isabel levantó la barbilla y adoptó la postura más digna que permitía su estatura. Mientras que sus respectivos acompañantes se mostraban respetuosos con el otro, ella le habló con aspereza.

—Tienes que marcharte. En este lado del jardín estamos nosotras.

Pedro sonrió aún más ampliamente y, tras mirar a sus amigos, repuso:

—¿Dónde están tus modales? Como te oiga madre tendremos todo el jardín para nosotros.

—No se lo dirás.

—“No se lo diréis” —la corrigió—. Ah, y puedes añadir “mi señor” o “Majestad”...

Ella frunció el entrecejo, ¿es que siempre iba a dejarla en ridículo? Los demás observaban la escena, divertidos. Mientras buscaba una respuesta mordaz, Isabel se fijó en otro detalle y la rencilla pasó a segundo plano.

—¿De dónde has sacado ese anillo?

Pedro miró la sortija nueva que llevaba, de oro y con un pequeño zafiro engarzado con la forma de su inicial.

—Es un regalo del conde de Lemos; me lo dio antes del torneo de tiro con arco.

La niña miró a su hermano fijamente.

—Si me lo das podéis quedaros en este lado del jardín.

—¿Qué?

—¿Por qué no?

—Porque no quiero.

—¿Y si nos lo jugamos?

—¿Cómo?

—Hagamos una carrera alrededor del jardín.

Aunque el anillo era suyo y no tenía por qué jugárselo a nada, el niño enseguida se mostró muy dispuesto a tener un poco de diversión. Los jóvenes acompañantes se miraron entre ellos, temiéndose lo que estaba a punto de suceder. En efecto, no solo los dos hermanos, sino también las amigas de Isabel y los de Pedro se vieron corriendo por los jardines como animalillos. Aunque brincaba como una gacela, Isabel no pudo aguantar el ritmo al estar lastrada por largo y pesados vestidos como la mayoría de las jóvenes damitas. Pese a todo, Julia se reveló como una corredora excelente; rápida y ligera, superó a todos sus compañeros. Al fin y al cabo ella vivía en aquel castillo y había corrido muchas veces por aquellos mismos jardines, así que supo utilizar el mejor camino. Cuando llevaba ya medio camino, y sin dejar de correr, acabó por quitarse parte de los faldones que la molestaban. Al llegar a la última recta, solo Pedro la seguía de cerca, pero ya no parecía posible que la alcanzara. Isabel empezó a vitorearla unos metros más atrás. Ya se imaginaba con el anillo puesto en el dedo.

De pronto Julia tropezó con el vestido y cayó al suelo. Isabel gritó. Pedro la sobrepasó, pero sorprendido por la caída de la niña, titubeó y optó por no seguir corriendo y retroceder para interesarse por ella.

—¿Te has hecho daño? —le preguntó solícito.

—No... He tropezado.

Se apartó el vestido y vio que tenía la rodilla ensangrentada, pero como Pedro se alarmó más, la cubrió de nuevo y se levantó. Tenía las mejillas arreboladas, tanto por el esfuerzo como por la vergüenza. Los dos niños llegaron juntos a la glorieta de meta, donde Isabel se apresuró a abrazar a su amiga mientras los demás corredores iban llegando.

—¡Julia! ¿Estás bien?

—Sí, mi señora. Siento haberme caído.

La princesa chasqueó la lengua.

—No seas tonta. Da igual —y con una sonrisa añadió—. ¡No sabía que fueras tan rápida!

Julia se ruborizó aún más y se encogió de hombros. No le gustaba ser el centro de atención. Pedro se les acercó y la pequeña doncella levantó la vista hacia él solo un momento, suficiente para ver que el niño le sonreía. Isabel también se volvió, inspirando para tomar fuerzas y asumir su derrota, pero para su sorpresa Pedro no se burló de ella. Se había quitado el anillo y se lo tendía a su hermana.

—Ten, para ti.

Ella lo miró con extrañeza.

—No. ¿Por qué?

—Julia habría ganado si no se hubiera caído.

—Y tú habrías ganado si no te hubieras parado.

—Vale, igualmente quiero que te lo quedes.

Isabel sonrió deliciosamente y cogió la sortija, aunque fue incapaz de colocársela: le iba irremediablemente grande. Justo cuando empezaba a insinuar un mohín de desilusión, María de Padilla, una de sus damas de compañía se quitó una cadena de oro que llevaba al cuello, la pasó por el anillo y se la colocó a ella a modo de colgante.

El torneo de arco no tardaría en finalizar. Los jardines inferiores, donde tenían lugar, estaban adornados con guirnaldas de flores silvestres y los monarcas estaban sentados el uno junto al otro en sendas sillas ornamentadas con cintas doradas y flanqueados por criados con sombrillas para protegerlos del sol. Otras sillas se agolpaban a lo largo de la avenida arbolada y estaban ocupadas por una veintena de convidados que disfrutaban del torneo, entre los que se encontraban los compañeros habituales de cacería del rey y sus esposas. También Gabriel presenciaba el acto en pie a la derecha de la reina. Su propio hijo era uno de los participantes, un joven de dieciséis años, cabello castaño y ondulado y ojos oscuros, de complexión atlética y expresión audaz. Siempre había vivido con él en palacio, allí había nacido y se había criado, desde que su madre murió al dar a luz. Su nombre era Alfonso, en honor al rey, y Gabriel estaba tremendamente orgulloso de él: pese a ser plebeyo había recibido una educación cortesana y sus modales eran perfectos. Se diría que hacía gala incluso de demasiado autocontrol para su edad.

A pesar de ser el tirador más joven, Alfonso había superado diversas rondas del torneo, superando con destreza a tiradores más experimentados que él. Sin embargo, el ganador absoluto fue Eduardo de Castro: su mirada acerada de intenso color verde seguía resultando definitiva arco en mano y, si bien años atrás tenía talento, ahora se había sumado la experiencia y había alcanzado una precisión casi absoluta. Su nombre empezaba a ser conocido también fuera de Castilla, especialmente en Inglaterra, donde había pasado varios años. Desde que volvió al hogar era el blanco de múltiples especulaciones: a nadie se le escapaba que como primogénito del conde de Lemos heredaría las tierras y el título de su padre, lo que lo convertiría en uno de los nobles más poderosos del reino.

Entre aplausos, Eduardo recibió una hermosa flecha de oro de manos de la reina, a la cual saludó cortésmente besándole la mano.

—¡Mi querido Juan! —rió con estrépito el rey— Tened cuidado con las mozas, ¡vuestro hijo tiene demasiada puntería!

Juan de Castro esbozó una sonrisa y levantó su copa hacia el rey.

—Majestad, no dudéis de que toda esa puntería está a vuestro servicio.

La esposa del barón Rodrigo, una mujer entrada en carnes y con voz chillona, se unió a la conversación y se dirigió al conde en tono confidencial.

—He oído que vuestro hijo y doña Inés de Arriate van a prometerse...

—Bueno, doña Margarita. Aún no hay nada en firme.

—Es una doncella agraciada, es discreta. De buena familia. Lástima, ¿no dicen que ahora las cosas no les van muy bien? Pero se ve que sus propiedades en Palencia son cosa fina...

Rodrigo, a poca distancia, levantó la copa hacia Juan a modo de saludo, o más bien pésame, por haber sido atrapado por su esposa. Él por su parte, no podía estar más contento de haberse librado de ella un rato. El conde de Lemos, sin embargo, era el paradigma de la caballerosidad y sonrió a la dama como si aquel fuera el único lugar en el mundo donde desearía estar.

—En cualquier caso, mi señora —continuó—, siempre he dicho que es el chico el que tiene la última palabra.

Eduardo, que había oído esas palabras, miró a su padre y durante un instante la sonrisa ausente que dedicaba a la concurrencia que lo felicitaba por el trofeo se tocó de cierta ironía, pero nadie pareció percatarse.

Los invitados empezaron a dispersarse y formaron corrillos en su camino hacia la mesa donde se había dispuesto el banquete, resplandeciente sobre el verde de la hierba soleada. Rodrigo aprovechó para acercarse al rey y ambos entablaron una animada charla sobre la campaña en el Estrecho, que duró la mayor parte de la comida.

Un rato después de finalizar el banquete, Gabriel perdió de vista a su señor y también al barón de Mendoza. Instintivamente, buscó entre los presentes al compañero inseparable de Rodrigo, Juan de Castro, pero cuando sus miradas se encontraron, este lo ninguneó por completo. Estaba demasiado ocupado llevando el peso de una conversación múltiple y liviana, gracias a la cual nadie se había dado cuenta de la ausencia de Alfonso. Gabriel maldijo en silencio y se separó del grupo, en dirección al castillo. Antes de franquear la portalada principal se cruzó con su hijo, que estaba apoyado en una columna contemplando cómo, a lo lejos, los séquitos de Pedro e Isabel habían vuelto a ser separados por los eficientes ayos y jugaban en extremos opuestos.

—En la sala de audiencias —respondió lacónicamente a la muda pregunta escrita en la expresión de su padre.

La sala de audiencias era una estancia ancha y alargada, con una mullida alfombra que recorría el espacio que separaba la puerta del trono real. A su lado había una silla más baja, donde reposaba un cojín de terciopelo negro bordado en plata. A lo largo de las paredes había sendas hileras de sillas de madera con el emblema real en el respaldo. Arrellanado en su trono, Alfonso había mandado traer una mesa, sobre la cual había extendido un mapa de Castilla. Rodrigo estaba en pie junto a él y observaba el documento apergaminado como si no le diera demasiada importancia. Cuando Gabriel entró, la pesada puerta del salón rechinó al girar sobre sus goznes y los dos se volvieron hacia él.

—¡Gabriel! —exclamó el rey—. Me preguntaba por dónde andabas...

—Aquí mismo, Majestad —repuso el anciano.

—El barón y yo estábamos hablando sobre las tierras reconquistadas. Acércate.

Gabriel asintió y se aproximó mirando fijamente a Rodrigo, que le regaló una sonrisa afectada.

—Como os iba diciendo —prosiguió el noble—. Las plazas del sur se someten a la autoridad de vuestra Majestad, pero en cualquier momento podría producirse algún levantamiento.

—Tenéis razón, es una zona conflictiva —admitió Alfonso.

—Si me lo permitierais, colocaría destacamentos desde aquí —señaló un punto del mapa— a aquí, y mantendríamos el control.

Gabriel frunció el ceño y tomó la palabra.

—Mi señor, vuestros ejércitos pueden hacerse cargo de esa zona. Son tierras de la corona.

—Vuestros ejércitos deben permanecer en Algeciras algunos meses más —lo cortó Rodrigo, sin levantar la voz— y si entre tanto alguna facción rebelde supera las defensas de Monclova podría...

—Interrumpirse el corredor de la lana —completó Gabriel con idéntica calma.

—Sois muy sagaz, Gabriel.

—Bastaría con reforzar la guarnición del castillo de Fuentes, es poco probable que nadie ose someterlo a un asedio prolongado, porque eso daría tiempo a reunir el grueso del ejército —afirmó el valido, y señalando a su vez el mapa, continuó— El condestable Albornoz puede hacerse cargo de la vigilancia de las puertas del sur.

—No confío en él.

—Ha servido con lealtad a la corona.

—Pero no acudió cuando fue llamado a la batalla —rebatió Rodrigo, dirigiéndose a Alfonso—. Tan sólo envió una división de lanceros a Salado.

—Precisamente, porque tenía que guardar la retaguardia.

—Majestad, ¿acaso podéis confiar en alguien que se negó a sangrar por vos?

Alfonso rumió esas palabras con detenimiento y Gabriel inspiró disimuladamente.

—¿Qué me proponéis, barón?

Rodrigo reprimió a la perfección una mueca de triunfo.

—No es necesario destituir a Albornoz, pero dejad que tome posesión del castillo de Fuentes y así podré vigilarlo tanto a él como la puerta del sur.

Gabriel miró al noble con dureza.

—Pero vuestras tierras están en Guadalajara. ¿No os queda un poco lejos de casa, barón?

—Sí, puede que tengáis razón —admitió este—. Quizá el almirante Bocanegra podría hacerse cargo de manera estable.

Bocanegra era un militar con arrojo, lo cuál le debía de haber ganado el aprecio de Alfonso. Pero también tenía muy pocos dedos de frente, su valor en combate era el de un toro ciego que no duda en lanzarse de cabeza contra el enemigo, ya sea este un ejército benimerín o un muro de piedra. Era de dominio público que a efectos políticos no era más que un pelele del señor de Mendoza, aunque era una sutileza que probablemente Alfonso pasaría por alto. El valido sonrió involuntariamente, no podía negar que Rodrigo conocía al rey casi tan bien como él mismo.

—El almirante Bocanegra no cuenta con ejército propio —objetó el monarca.

—Cierto, pero puedo poner algunas guarniciones bajo su mando.

—¿Qué decís, Gabriel?

—Me gustaría estudiarlo —repuso para ganar tiempo.

Rodrigo esbozó una sonrisa complaciente y sus ojos negros chispearon convertidos en meras rendijas.

—De acuerdo —aceptó el rey—. Hacedlo y cuando lo tengáis un plan tomaré una decisión. Ahora volvamos afuera, mis invitados estarán echándonos de menos.

«No creo», se dijo Gabriel, recordando al conde de Lemos, pero no tuvo más remedio que seguir a su señor. Rodrigo de Mendoza se puso a su altura, visiblemente satisfecho de sí mismo.

—No os lo toméis así, Gabriel —le susurró—. Vos la salina y yo la cañada.

El valido torció los labios en lo que podría considerarse una mueca cínica, aunque era consciente de que el barón apreciaría eso más que cualquier otra cosa. Desde el inicio de los tiempos, la riqueza de Castilla había sido la lana, tanto que casi había más ovejas que personas. Durante todo el año, las reses transitaban de norte a sur y de sur a norte, de León a Badajoz, de Navarra a Sevilla, de Cuenca a las tierras murcianas. Centenares de cañadas, veredas y cordeles hollados por pacíficas ovejas, ajenas a lo mucho que significaban para todos. Dos o tres veces al año, los principales propietarios de rebaños se reunían en concejo, presididos por el consejo real. Y año tras año, Gabriel había sido testigo de cómo las votaciones se convertían en una mera formalidad. Las cabañas con derecho a voto estaban encabezadas por las grandes familias. El único privilegio de la Corona era la titularidad nominal de los caminos reales, sobre los que recogía impuestos.

Rodrigo y él se habían conocido allí hacía más de dos décadas. Las mismas que llevaban enfrentados. En la actualidad, el propietario más importante en el norte era el conde de Lemos. El este estaba en manos del barón de Mendoza, los hermanos de Padilla controlaban otra de las demarcaciones y la última era una pugna continua entre los intereses de los señores de Villena y Valcarce. En lo que hacía referencia a su territorio, las discusiones podían ser interminables. En lo que hacía referencia a los impuestos, su alineación con Juan y Rodrigo llevaba años siendo inquebrantable. El resto de propietarios menores tenían a bien imitarlos, ya que los derechos de paso eran un enemigo común.

En la última ocasión, Gabriel había presidido el consejo. Había de votarse el nombramiento de nuevos administradores, así como una reducción de los pontazgos y de los montazgos. Gabriel tomó asiento en la cabecera del salón de reunión, la sala principal del alcázar de Salamanca y miró a su alrededor con desánimo. El representante de Alfonso XI estaba sentado a la derecha, con el peso que le otorgaban sus cinco millares de cabezas de ganado. La Mesta ocupaba el resto, con sus centenares de miles.

Desde el inicio de los tiempos, la riqueza de Castilla había sido la lana. Y los nobles tenían la lana, así que la Corona se doblegaba ante ellos. Gabriel daba aquella batalla por perdida, pero no la guerra. En ese momento la cañada era lo de menos. Lo que más lo preocupaba era algo que llevaba tiempo sabiendo, pero que al mirar el mapa se había presentado ante sus ojos con claridad meridiana: que, a efectos prácticos, el hombre que caminaba a su lado y sus aliados controlaban tanto el norte como el sur del reino.

******

—¿Mi madre quiere verme? ¿A mí? —preguntó extrañada Isabel.

El aya asintió y la niña dejó en el suelo el arpa de juguete que tenía en la mano. Algo indecisa, se levantó.

—¿Por qué quiere verme? —insistió.

—No lo sé, Alteza —respondió el aya.

Isabel le dio la mano y la mujer la hizo levantar; después la siguió por los pasillos. Se dirigían a las habitaciones de la reina e imaginó a su madre en su magnífico tocador rodeada de doncellas. Nerviosa, se descubrió pensando que el vestido que llevaba no era lo suficientemente bonito e inconscientemente buscó a su alrededor algún lugar donde verse reflejada. Al no encontrarlo los nervios se le agolparon en el estómago y aminoró el paso. El aya notó que la niña tiraba de ella al arrastrar los pies y se volvió.

—¿Qué os pasa?

Isabel miró a la mujer dubitativa y agachó la cabeza. Tras observarla unos instantes, el aya esbozó una sonrisa amable.

—Dejad que os vea.

La diligente criada se acuclilló ante ella y le sacudió el polvo del vestido. Seguidamente le ordenó el pelo con los dedos a modo de peine. Al acabar, le hizo levantar la cabeza.

—Mi pequeña señora, estáis preciosa. Vamos, sonreíd.

Isabel sonrió y la criada le dio un pellizco cariñoso en la mejilla. Entonces se incorporó y volvió a darle la mano, para llevarla hasta María de Portugal. Al llegar frente a los aposentos reales y la criada llamó a la puerta.

—Adelante —respondió la voz de la reina desde el interior.

Isabel se irguió y contuvo el aire mientras la pesada hoja de madera se abría hacia dentro y la criada la hacía pasar. María estaba sola, sentada junto a la ventana; la luz del sol le caía sobre el rostro y delineaba unas facciones perfectas, sublimes como las de las reinas de los cuadros. Su hija la contempló arrobada y oyó como en un sueño cómo María hacía salir a la criada y las dos se quedaban solas en la habitación.

—Ven aquí, Isabel.

La niña hizo una leve reverencia y se acercó a su madre poco a poco. Casi no se atrevía a mirarla directamente, tan solo le echaba miradas furtivas a medida que avanzaba. Cuando estaban a poco menos de un metro, María alargó el brazo de repente y la agarró de la muñeca para atraerla hacia sí. Entonces le dio un bofetón.

Isabel ahogó un grito y se llevó la mano a la cara. María aún la agarraba de la muñeca y estaba seria como un bloque de hielo. La niña la miró perpleja e hizo un puchero. Después pegó los ojos al suelo. La reina le llevó la mano al cuello y cogió el anillo de oro que llevaba colgado. Entonces habló.

—¿A ti te parece que esa es forma de comportarse?

Isabel levantó la vista y las lágrimas le recorrieron las mejillas.

—Corriendo de un lado a otro, como si fueras un animal del campo. Así no se comporta una infanta real.

María soltó el anillo con desdén y también liberó el brazo de su hija. Esta se llevó la mano derecha a la joya y se limpió los ojos con el dorso de la izquierda.

—Lo siento...—farfulló avergonzada.

—Una princesa jamás corre, porque no reconoce nada en el mundo tan importante como para hacerle acelerar el paso más de lo debido —aleccionó tirante—. Mírame.

Isabel obedeció. María estaba en pie junto a la ventana, recortada por el sol. Se inclinó sobre ella e Isabel hizo ademán de retroceder, pero María la levantó en brazos y la puso en pie sobre la silla.

—Una princesa siempre mira a la cara cuando habla —le dijo.

La niña miró a su madre a los ojos. En ese momento, esta le agarró la cara y le hizo bajar la vista sin miramientos. Isabel se echó a temblar.

—Y desafía solo a quién puede desafiar.

Isabel apretó los labios y asintió débilmente. María la soltó y, tras un instante de vacilación, su hija levantó los ojos con timidez y los posó en los de la reina con firmeza. Esta sonrió un instante.

—Una princesa es orgullosa. El orgullo es su posesión más valiosa.

Le hizo un gesto para que mirara por la ventana con ella. De pie en la silla, la niña contempló el paisaje: abajo se veía la parte este de los jardines, más allá las murallas y la aldea. Y más lejos los campos y la silueta de las montañas.

—Todo esto, toda esa gente es tuya. Están en este mundo para librar tus batallas. Si quieres algo ordénalo y ellos obedecerán.

Isabel frunció el ceño, observando a los criados del patio. No estaba segura de entender a su madre, pero notaba su mano en el hombro y era una sensación reconfortante.

—¿Tendría que haberle ordenado a Pedro que me diera el anillo?

María suspiró y miró a su hija.

—Ahora todavía sois pequeños, pero creceréis. Pedro y tú sois diferentes: él será rey. Nunca olvides que perteneces al rey: solo él puede quitártelo todo. Nunca lo veas como un esposo, ni un padre ni un hermano: solo como alguien que está por encima de ti. El único ante el que tienes que someterte, por penoso que te parezca. Como princesa, esa es tu obligación.

La niña se volvió hacia su madre y le pareció que tenía los ojos húmedos, aunque sonaba llena de determinación.

—Pero ante los demás nunca. Ante los demás jamás. Ese es tu privilegio.