18
Las calles del adiós
Colombres estaba sentado a la mesa de la cocina. Tomaba un mate y escuchaba un tango: La Yumba.
De pronto oyó un ruido.
Alguien abría la puerta del departamento.
Alguien entraba.
No necesitó oír los tacos de Nelly para saber que era ella.
Nelly.
Que apareció en la cocina y lo miró, calma, a los ojos.
—Te esperaba —dijo Colombres.
—Por qué —con sequedad, Nelly.
—Algo me decía que volvías.
—No sé si volví.
—Pero estás aquí. Aquí, conmigo.
—No sé si me quedo. —Señaló con un gesto de su cabeza la radio. Dijo—: Apagá eso. Quiero que oigas bien lo que voy a decirte. —Colombres apagó la radio. Nelly dijo—: Vos sabías, Colombres.
—Qué.
—Que Fernando era Van Gogh. Lo sabías antes de que matara a Teresa. Y lo dejaste hacer. Dejaste que la matara.
—Sé que nunca voy a poder demostrarte lo contrario.
Nelly sonrió amargamente. Dijo:
—Tantas veces me dijiste: «Yo no estuve en la guerra sucia. Me abrí. Me abrí». De esta guerra sucia no te abriste, Colombres. Ésta la ganaste. A Teresa la mataron. Pero también la perdiste. A mí no me ves más.
Salió de la cocina. El ruido de sus tacos, decididos. Y el ruido de la puerta. Que se abrió y se cerró.
Colombres, pesadamente, se puso de pie. De la alacena extrajo una botella de whisky. Buscó un vaso. Lo llenó hasta la mitad. Lo llevó a sus labios. Abrió la boca. Inclinó la cabeza hacia atrás y dejó caer el líquido.
Un alcohol violento le quemó la garganta.