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El primer crimen
Ahora estaba frente al espejo de su pequeño camarín. Acababa de ponerse una crema amarilla en la cara y —con sus manos grandes de uñas muy rojas— se practicaba una especie de masaje como si intentase retener alguna lozanía de esa imagen que el espejo le entregaba.
Entonces lo vio a Fernando Castelli.
Apareció detrás de un biombo con dibujos orientales. Llevaba unos pequeños anteojitos, el pelo largo —no demasiado—, vestía un impermeable oscuro y su sonrisa era tan indescifrable como su mirada. Algo entre la piedad y la repugnancia. Algo, en todo caso, extraño y amenazante.
—¿Qué hace aquí? —preguntó Lupe—. ¿Qué quiere?
—La quiero a usted —dijo Fernando. Y, con tétrica desmesura, agregó—: La amo.
Lupe continuó masajeándose el rostro. Fatigada, dijo:
—Ya me amaron a mí. Y ya dejaron de amarme. Y también, ya, nunca, van a volver a amarme. Todo eso terminó.
Fernando, como reflexivo, meneó su cabeza.
—¿Todo termina, no?
—Todo —confirmó Lupe.
—¿La vida también?
—La vida también.
—¿La suya también?
Lupe dejó de masajearse. Giró hacia Fernando. Y ya no lo miró a través del espejo, lo miró a él, a los ojos, con franqueza. Y dijo:
—La mía también. Algún día. A veces pienso: cuanto antes mejor.
Fernando sonrió. Más, ahora, amenazante que piadoso.
—En eso puedo ayudarla, señora —dijo—. Cuanto antes puede ser… ahora.
Movió con inaudita velocidad su mano derecha. El movimiento fue de derecha a izquierda. Y la navaja cercenó profunda y extensamente el cuello de Lupe Quintana, que abrió grandemente sus ojos, lanzó una bocanada de sangre y cayó para no levantarse jamás.
Fernando, muy calmo, se inclinó sobre ella, la tomó de los cabellos y giró su cabeza. Le buscó, entonces, la oreja izquierda. Con una mano la estiró y, con la otra, con la derecha, con la que manejaba su navaja, la fue cortando desde la raíz del lóbulo hacia arriba.
La fue cortando hasta que la cortó.
Secó su navaja con un pañuelo, la cerró y la guardó en uno de los bolsillos de su impermeable.
Ahora, entre el pulgar y el índice de su mano derecha, sostenía la oreja sangrante. Con esa sangre, en el espejo en que Lupe Quintana había visto, por última vez, su imagen despojada y vencida, escribió:
VAN GOGH
Lo escribió con la oreja. Utilizándola como el más macabro de los pinceles que una mente demencial pudiera imaginar.
Luego rio. Apretando los dientes lo hizo. Con una alegría rabiosa y feroz. Y, luego, exclamó:
—¡Los crímenes de Van Gogh han comenzado!
Nadie lo vio salir.
La noche, eterna aliada de los asesinos, lo cobijó con su dulce frialdad.