12

Una misma tumba

El arquitecto Ignacio Peña abrió la puerta.

—Pase —seco, dijo.

Colombres entró.

Estaban en el atelier de la desdichada Lucía Peña.

—Lo llamé para que viera este lugar —dijo Peña—. El atelier de Lucía. Aquí dibujaba, pintaba, transcurría, quizá, sus mejores horas. —Le señaló un cuadro—. ¿Qué le parece? Tenía talento, ¿no? —Nada dijo Colombres. Peña lo obligaba a estar tenso, a la espera de cualquier sorpresa. Temía —con un razonable temor— la fortaleza física de ese hombre. Peña continuó—: De nada le sirve ese talento ahora. Está con ella, bajo tierra. Como su vida. Sus ilusiones. —Señaló un ventanal. Una luz púrpura, transparente y efímera penetraba por allí—. Hermoso lugar, ¿no? ¿Cómo habrá dado con él ese… Van Gogh? ¿Cómo habrá llegado hasta Lucía?

—Lo ignoro por completo, arquitecto.

Sobre el piso estaba la silueta de Lucía trazada con una tiza blanca, implacable, macabra. Peña se detuvo a su lado y miró a Colombres. Estaban, ahora, enfrentados, uno a cada lado de la silueta, y la silueta entre ellos, como si tuviera consistencia, como si en verdad ocupara un espacio ineludible en lo real.

Peña dijo:

—Lo cité para que mirara esto. —Señaló la silueta de tiza—. No quiero que pierda este espectáculo. Dígame, ¿qué siente? Esto es lo único que me queda de Lucía. Este contorno frío. Esta silueta de muerte.

—Mi dolor también es grande, Peña —dijo Colombres—. Una vida… siempre vale mucho para mí.

—No le creo —afirmó Peña, con rencor—. Usted no la protegió. O usted la mató. Una de dos.

—Ninguna de las dos —muy firme, Colombres. Lo miró con fijeza. Tenía, al menos, una verdad que podía decirle. Se la dijo—: Yo no maté a su esposa, Peña. —Y añadió—: No creo que tengamos mucho más que hablar. Buenas tardes.

Le dio la espalda. Comenzó a caminar con lentitud, con pesar, hacia la puerta.

Peña extrajo un revólver. Elevó su mano. Apuntó a la espalda de Colombres.

Colombres llegó a la puerta. Apoyó su mano en el picaporte.

Entonces oyó una detonación.

Giró.

El arquitecto Ignacio Peña yacía sobre la silueta de su esposa, allí, en el piso de ese atelier donde ella, según él, transcurría sus mejores horas. Un agujero sangrante en la sien derecha. En su mano sostenía aún el revólver humeante con el que acababa de quitarse la vida.

Colombres lo miró largamente. Era un curioso espectáculo. Parecían, ahora, el cuerpo del arquitecto y la silueta en tiza de Lucía, extrañamente abrazados, unidos, por fin, como sin duda jamás lo habían estado en vida. Unidos en un abrazo macabro y final.

«Se merecerían una misma tumba», pensó Colombres.

Abrió la puerta y salió.