18

La Muerte se presenta

El arquitecto Ignacio Peña era (le pareció a Colombres no bien lo vio entrar en su oficina, y Colombres no solía equivocarse en este tipo de apreciaciones inmediatas) un hombre físicamente temible. Medía más de un metro noventa, sus espaldas eran tan anchas como para que él, Peña, pudiera decir, si lo deseaba, «tengo espaldas para aguantar cualquier cosa». Sus dedos le hubieran impedido toda posible carrera de pianista, ya que con cada uno habría tocado cuatro teclas a la vez, su mandíbula era cuadrada y no parecía, en modo alguno, de cristal, y su tez lucía dorada por incontables jornadas de tenis, o por algún otro de esos deportes a los que muchos hombres, demasiados, se entregan, a partir de los cuarenta o cuarenta y cinco, para vivir más —en rigor, para no morir—, para no aburrirse y para trabar amistades con, en lo posible, alguna proyección comercial. Lo cierto es que Peña —conjeturó Colombres— no parecía ajeno a la ecuación deportes-salud-amistades-negocios-dinero y poder que era uno de los rostros más certeros de los argentinos-exitosos-de-hoy. Con una peculiaridad, en el caso de Peña, claro, advertible de inmediato: su panza. No era excesiva, pero, sí, cuanto menos, notable. A Colombres, sin embargo, no le extrañó, no le desarticuló el panorama general que ofrecía el arquitecto. Esa panza, caramba, era la panza de la ostentación, la panza de un hombre que se lo había permitido todo, incluso el exceso. Una buena panza de porteño cincuentón, alimentada por impecables parrilladas y por carísimos vinos descorchados para festejar negocios desmedidamente exitosos.

¿Y éste era el hombre que —según su mujer, Lucía Peña— padecía celos paranoicos?

Colombres no demoró en saberlo: lo era.

Porque, ahora, sentado frente a él, Peña decía:

—Mi mujer es una mujer hermosa, inspector. Pero vive atormentada por mis tormentos. Por mi patología.

—Los celos.

—¿Cómo lo sabe?

—Soy un conocedor de hombres, arquitecto. Es mi oficio. A veces, con una mirada me alcanza para saber… lo que hay que saber.

—Los celos, sí. La demencia de los celos. —Miró fijamente a Colombres. Preguntó—: ¿Nunca la padeció?

—Hablemos de usted, Peña. Mi historia importa poco. Ahora.

Peña encendió un cigarrillo. Sus enormes manos lucieron temblorosas.

—Ella es una santa, inspector —dijo—. Si usted la conociera se daría cuenta. Una santa. Una víctima de mis celos. Sé que me es fiel. Sé que es incapaz de engañarme. Pero hay algo en mí. No sé. Algo que no puedo dominar.

—Los celos —insistió Colombres.

—Sí —admitió otra vez Peña—, el demonio de los celos. —Llevó una mano a un bolsillo interior de su saco y extrajo de allí una fotografía. Era de Lucía Peña. Se la mostró a Colombres—. Mírela, mírela bien. ¿No es hermosa?

—Es muy bonita, sí —objetivo, distante, Colombres.

Peña sacudió con vehemencia la foto casi frente al rostro de Colombres. Apasionadamente, preguntó:

—¿Usted cree que una mujer tan hermosa, con ese rostro angelical, podría engañar a su marido?

Colombres dibujó un elegante gesto con su diestra y consiguió apartar esa foto que se agitaba insidiosamente frente a su rostro, cuya plácida expresión, prolijamente elaborada, distaba de expresar los tumultos que acababan de surgir en su espíritu.

—Bueno, yo diría… —dijo—. Diría que no. Que no podría. Que no debería.

Peña se encrespó.

—¿Que no podría o que no debería?

Colombres, repentino, respondió:

—Que no podría, arquitecto. Que, francamente, con ese aspecto tan, como bien dice usted, angelical, no, no podría. —Y, concluyente, agregó—: De ninguna manera.

Peña sepultó la foto en el bolsillo del que la había extraído y, del mismo o de algún otro, extrajo un atado de cigarrillos. Ofreció uno a Colombres. Colombres dijo:

—No. Hoy, no.

Peña encendió otro cigarrillo. Dijo:

—Y digamé, inspector, si esta mujer, tan, como bien hemos dicho los dos, angelical, engañara a su marido, es decir, me engañara a mí, ¿sería culpa de ella?

—No le capto la idea —inseguro, Colombres.

Peña apoyó sus codos sobre el escritorio. Sus antebrazos no eran los de Popeye, pero casi. Dijo:

—Seré claro, inspector. Mi opinión es ésta: si ella me engañara sería porque alguien la impulsó a la traición. Porque alguien violentó su inocencia esencial, ¿entiende?

Colombres respiró profundamente. Luego, lanzando el aire, dijo:

—Qué frase, arquitecto. «Su inocencia esencial». Y digamé, si descubro que alguien, como dice usted, violentó su inocencia esencial, ¿qué hago?

—Me informa —respondió Peña. Y, sombrío, presagioso, añadió—: Y yo me encargo del castigo.

—¿No pensará matarla, no?

—A ella no. A él. Al hijo de puta que se aprovechó de su alma ingenua y pura. —Se detuvo. Dio una larga pitada a su cigarrillo y lo apagó. Luego, reflexivo, dijo—: Verá, inspector. Soy un hombre poderoso. En muchos aspectos. Fui campeón olímpico de box. Era muy joven, claro. Pero le aseguro que aún conservo esa potencia. Vea estas manos, mírelas bien. Con ellas podría quebrar a cualquier infeliz si me lo propusiera. Tengo, también, mucho dinero. Y, además, juego al tenis. No sé si usted sabe lo que significa jugar al tenis en la Argentina de hoy, inspector.

—Sé que el Presidente juega al tenis.

—Yo no juego con el Presidente. Juego con los que deciden lo que hace el Presidente. No sé si me explico.

—Se explica, arquitecto. Se explica.

Peña arrojó un fajo de billetes sobre el escritorio.

—Para empezar —dijo.

—Buen comienzo —dijo Colombres. Y comentó—: ¿Esperemos que el final también sea bueno, no? Que, en fin, que no tenga que matar a nadie, arquitecto.

Peña se puso de pie y se dirigió hacia la puerta.

—Esperemos que no —dijo—. Pero si hay que hacerlo, lo hago.

Le entregó una tarjeta a Colombres.

—Téngame al tanto —dijo. Y, mortalmente, añadió—: Y no deje de encontrar a ese hijo de puta.

Salió.

Colombres cerró la puerta. Luego, como atontado, miró la tarjeta.

IGNACIO PEÑA

ARQUITECTO

¿Sería ése, pensó, el nombre con que la Muerte había decidido presentársele?

Los crímenes de Van Gogh
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
dedicatoria.xhtml
cap01.xhtml
cap01-01.xhtml
cap01-02.xhtml
cap01-03.xhtml
cap01-04.xhtml
cap01-05.xhtml
cap01-06.xhtml
cap01-07.xhtml
cap01-08.xhtml
cap01-09.xhtml
cap01-10.xhtml
cap01-11.xhtml
cap01-12.xhtml
cap01-13.xhtml
cap01-14.xhtml
cap01-15.xhtml
cap01-16.xhtml
cap01-17.xhtml
cap01-18.xhtml
cap01-19.xhtml
cap01-20.xhtml
cap01-21.xhtml
cap01-22.xhtml
cap01-23.xhtml
cap01-24.xhtml
cap02.xhtml
cap02-01.xhtml
cap02-02.xhtml
cap02-03.xhtml
cap02-04.xhtml
cap02-05.xhtml
cap02-06.xhtml
cap02-07.xhtml
cap02-08.xhtml
cap02-09.xhtml
cap02-10.xhtml
cap02-11.xhtml
cap02-12.xhtml
cap02-13.xhtml
cap02-14.xhtml
cap02-15.xhtml
cap02-16.xhtml
cap02-17.xhtml
cap02-18.xhtml
cap02-19.xhtml
cap02-20.xhtml
cap02-21.xhtml
cap03.xhtml
cap03-01.xhtml
cap03-02.xhtml
cap03-03.xhtml
cap03-04.xhtml
cap03-05.xhtml
cap03-06.xhtml
cap03-07.xhtml
cap03-08.xhtml
cap03-09.xhtml
cap03-10.xhtml
cap03-11.xhtml
cap03-12.xhtml
cap03-13.xhtml
cap03-14.xhtml
cap03-15.xhtml
cap03-16.xhtml
cap03-17.xhtml
cap03-18.xhtml
cap03-19.xhtml
cap04.xhtml
cap04-01.xhtml
cap04-02.xhtml
cap04-03.xhtml
cap04-04.xhtml
cap04-05.xhtml
cap04-06.xhtml
cap04-07.xhtml
cap04-08.xhtml
cap04-09.xhtml
cap04-10.xhtml
cap04-11.xhtml
cap04-12.xhtml
cap04-13.xhtml
cap04-14.xhtml
cap04-15.xhtml
cap04-16.xhtml
cap04-17.xhtml
cap04-18.xhtml
cap04-19.xhtml
cap05.xhtml
cap05-01.xhtml
cap05-02.xhtml
cap05-03.xhtml
cap05-04.xhtml
cap05-05.xhtml
cap05-06.xhtml
cap05-07.xhtml
cap05-08.xhtml
cap05-09.xhtml
cap05-10.xhtml
cap05-11.xhtml
cap05-12.xhtml
cap05-13.xhtml
cap05-14.xhtml
cap05-15.xhtml
cap05-16.xhtml
cap05-17.xhtml
cap05-18.xhtml
autor.xhtml