11
Planes sangrientos
Anochecía. Ricky y Doña Clara estaban en la habitación de Fernando, que, retenido por su fundamental conversación con Greta Toland, aún no había regresado al hogar.
Ricky sostenía entre sus manos el casete de Terminator II, Doña Clara sostenía entre las suyas una bandeja de masitas que, sin tregua y sin pausa, devoraba emitiendo ruiditos acuosos, masticando con la boca abierta, tan, tan abierta, que Ricky evitaba mirarla, porque, si lo hacía, se condenaba a mirar el dulce de leche y la crema y las rojísimas guindas que se mezclaban con la saliva espesa de Doña Clara y originaban una cosa informe, o con muchas formas, que crecía, decrecía, aparecía o desaparecía, siempre húmeda, viscosa y tramada por extraños colores. Pensó, Ricky, decirle: «¿No puede comer con la boca cerrada, Doña Clara?». Pero no se lo dijo. Pensó: «Me la banco». Y dijo:
—Esto le va a dar vuelta la cabeza, Doña Clara. —Le mostraba el casete de Terminator II—. Nada que ver con Greta Garbo, eh.
Doña Clara rugió con hartazgo.
—Ya estoy podrida de Greta Garbo —dijo—. Pero tampoco me gustan las porquerías que trae el tarado de Fernando. ¿Te lo sintetizo, pibe? Estoy podrida del blanco y negro.
El rostro de Ricky se iluminó. «Voy bien», se dijo.
—¡No, nada que ver con el blanco y negro esto! —exclamó—. Colores por todos lados. ¡Maravillosos efectos especiales!
—Perdiste, pibe —otra vez harta, Doña Clara—. Espaciales no me gustan. Siempre lo mismo: astronautas, marcianos. Una bosta.
—Es-pe-cia-les, Doña Clara —silabeó Ricky—. Efectos especiales.
Doña Clara se llevó a la boca una de crema pastelera. Preguntó:
—¿Y eso qué es?
Ricky se encogió de hombros. «¿Cómo carajo le explico?». Dijo:
—Cuando lo vea se va a dar cuenta. ¿Lo pongo?
Doña Clara negó con la cabeza. Tragó la de crema pastelera y dijo:
—No, dameló. Quiero verlo.
«Vieja hinchapelotas. La mato».
—¿Y qué va a ver? —sin perder la paciencia, Ricky—. Es un casete.
—Decime quién trabaja.
—Se llama Terminator II y trabaja Schwarzenegger.
—¿Cómo?
—¿Se lo deletreo? Sch-war-ze-ne-gger.
—Steinhauser.
—¡Pero no, Doña Clara! ¡Ésa es la confitería! ¿Usted no piensa más que en morfar?
Doña Clara le alcanzó un cañoncito de crema pastelera.
—¿Querés? Son un despelote.
Ricky negó con la cabeza. «Vieja chota. Morfona de mierda». Dijo:
—Aprenda el nombre del protagonista, Doña Clara. Dele: Schwarzenegger.
Doña Clara farfulló algo ininteligible. Se encogió de hombros, se metió en la boca el cañoncito de crema pastelera que Ricky había desdeñado y dijo:
—Ahora poné la peli, Ricky. Otro día aprendo el nombre. —Ricky colocó el casete. Doña Clara seguía comiendo: siempre el ruidito acuoso. Como tanteando, dijo—: ¿Sale desnudo el Zenegger ese, no? Se le ve todo el culito me dijeron.
Ricky giró hacia ella. Había colocado el casete.
—Ah, eso lo sabía, ¿vio?
Doña Clara consiguió ruborizarse.
—Y… una es mujer —dijo como si buscara en algún monstruoso abismo su femineidad—. Un poco madura, pero…
Ricky agarró una silla y se sentó a su lado. Más cerca que lejos. Pero no demasiado cerca. La silla de ruedas lo asustaba. «Me la dejó picando».
—¿Madura? Está fenómena usted, Doña Clara. Si la ve Schwarzenegger la rompe toda.
—Dios te oiga, pibe. Con que me plumeree un poco las telarañas me conformo.
«Vieja puta. Cuanto más viejas, más putas se ponen».
En la pantalla de la tele aparecía ahora el dilatado nombre del héroe de Terminator II:
ARNOLD SCHWARZENEGGER
—Ay, nene —suspiró Doña Clara—. Me da una emoción ver una peli del Zenegger este. Me hablaron tanto.
Ricky iba a contestar cuando sintió algo en el muslo izquierdo. Era la mano derecha de Doña Clara. Allí acababa de apoyarla. Y luego comenzó a subirla, lenta pero inexorablemente, hacia la entrepierna. «Es más puta de lo que pensé. Pero mucho más. Si me caliento, esta noche me miro al espejo y me escupo».
—¿Es cierto que tiene tantos músculos? —como distraída, Doña Clara—. Me da un qué sé yo ver esto. ¿Se dice un qué sé yo o un no sé qué?
—Son cosas distintas, Doña Clara. A veces se dice qué sé yo. A veces se dice no sé qué. —Se encogió de hombros. Dijo—: Qué sé yo. Creo que es así.
—¿Tenés un cierre relámpago ahí?
«Es reputa. ¿Qué hago? ¿La dejo seguir o me rajo?».
—Sí, Doña Clara, un cierre relámpago.
—¿Botones no?
—Botones no.
—Mi difunto esposo, Dios lo tenga en Su santa gloria, tenía botones.
La puerta de la habitación se abrió con violencia y estruendo. Doña Clara, más veloz que el Capitán América, retiró su mano húmeda y curiosa del cierre relámpago de Ricky. Era Fernando.
—¿Qué hacen aquí? —rugió—. ¡Ésta es mi pieza y ése es mi televisor!
«Se pudrió todo».
Doña Clara giró su silla y encaró a Fernando. Sostenía, siempre, la bandeja con masitas, sólo que ahora con su mano izquierda, ya que la derecha, hasta sólo apenas un instante, la había consagrado a sus indagaciones, a sus merodeos, nada, en verdad, sutiles, por la entrepierna de Ricky.
—¡Sí! —rugió a su vez—. ¡Pero ésta es mi casa y mi televisor no tiene videocasetera! —Respirando el aire que le faltaba (la aparición tan inesperada de Fernando la había sofocado), con más serenidad pero con igual firmeza, dijo, estableció, verificó una verdad—: El tuyo sí.
Ricky, de pie ahora, gesticulando, nervioso, como si tratara de neutralizar algún cross de Fernando, sonriendo con cara de aquí no pasa nada, dijo:
—No hay drama, Fernando. Le traje un video a tu vieja. Nada más. Se lo había prometido.
Fernando arrojó una mirada al televisor. Más furioso aún, dijo:
—¿Esa basura trajiste? ¿Terminator II?
—¡A Zenegger no lo ofendés, eh! —indignada, Doña Clara—. A Zenegger no le decís basura, mocoso insolente. —Tomó a Ricky de una mano. Nadie se hubiera atrevido a decir que sus fuerzas eran pocas. Las de una desdichada anciana paralítica, por ejemplo. No. Ricky sintió crujir sus nudillos bajo la presión de esos dedos como tenazas. «¡Sueltemé, Doña Clara!», se propuso suplicar. «Me lastima». Pero se contuvo. Esas líneas, en las películas, pertenecían a las mujeres. Y no quería que Doña Clara dudara de su virilidad. ¿Cómo, si no, habría de seducirla? La escuchó decir—: Vení, nene. Dejalo. Es un amargo. Vamos a mi pieza a terminar las masitas.
«Ni loco. Es muy pronto. No, vieja puta».
Dijo:
—Otro día, Doña Clara. —Y con el deliberado propósito de despertar sus celos, agregó—: Le prometí a mi novia llevarla al cine.
Doña Clara soltó su mano. «Menos mal. Me la estaba haciendo moco». Preguntó, sorprendida:
—¿Tenés novia vos?
—Y… sí.
—Bue, un detalle. —Señaló a Ricky con su índice. «Ese dedo mete tanto miedo como el de Hackman», pensó Fernando. Y Doña Clara dijo—: Escuchame: voy a comprar una videocasetera. Así lo vemos a Zeneger en mi cuarto. ¿Sí?
—Como usted diga, Doña Clara. Chau, Fernando.
Ricky, presuroso, abandonó la habitación. Doña Clara fijó sus ojos llameantes en Fernando. Otra vez el índice. Fernando corrigió su primera impresión: ese dedo metía más miedo que el de Hackman. Doña Clara dijo:
—Y a vos que te quede bien claro. Esta casa es mi casa. Y yo puedo entrar y salir de aquí cuando se me cante.
Se devoró un considerable arrollado de dulce de leche. Fernando no pudo contener su repugnancia y su ira:
—¡Pará de comer! ¡Estás más gorda que una ballena!
Doña Clara, con inesperada habilidad, con impecable precisión, le aplastó la bandeja con masitas —que no eran pocas las que quedaban— en la cara. Fríamente, dijo:
—Empecé mi dieta.
Y salió de la habitación.
Fernando, no bien logró controlar —¿hasta cuándo lograría controlarlo?— el deseo de correr tras ella y someterla a las más indecibles torturas, se quitó, con desmaño, la crema de la cara y cerró la puerta con llave.
Herido, humillado, suspiró entre unos dientes que apretaba con fuerza feroz.
Alguien dijo:
—¿Me equivoco al creer que hay algunas personas que están sobrando en tu vida?
Era Jack el Destripador. Otra vez sentado en el sillón y prolijándose las uñas con su deslumbrante escalpelo.
—Todo va a cambiar, Jack —dijo Fernando—. Se lo prometo. Tengo planes.
—¿Planes sangrientos?
Cruzaron sus miradas. La respuesta de Fernando tuvo el poder de un juramento.
—Muy sangrientos.
Dijo.