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Artimañas de Ricky

Del otro lado del mostrador, muy cerca de Fernando, con esa, quizá, excesiva confianza que le otorgaba su condición de cliente-amigo de la casa, Ricky Mintrone, muy suelto, se apoderó de un video de la estantería. Sonrió —una risita que tenía más relación con algún maléfico propósito que con una sencilla alegría— y dijo:

—¡Arma Mortal III! Me la llevo, Fernando. Pocas como ésa, eh.

—Pocas mierdas como ésa —lacónico, Fernando.

Don Anselmo, más por aburrimiento que por convicción, giró su cuerpo, levantó su índice, señaló a Fernando y dijo:

—Che, el lenguaje. No se usa cualquier palabra aquí.

—¿Mierda no? —preguntó Fernando.

—Mierda no —corroboró Don Anselmo y, no bien lo hizo, o, quizá, algún instante más tarde, comprendió que él, justamente, acababa de decir lo que no quería que se dijera, es decir, mierda, pero no tuvo tiempo de enfurecerse, ni contra él, ni contra Fernando, porque, en ese preciso momento sonó el teléfono. Atendió—: ¿Qué tal, señora?… Sí, sí, está aquí… Ya le doy. Hasta luego. —Miró a Fernando—. Es tu madre. Pero no quiere hablar contigo. Preguntó por Ricky. —Lo señaló con una brusquedad de su cabeza—. Con éste. Que si estaba, le diéramos con él.

—¿Eso dijo? —asombrado, Fernando. Don Anselmo asintió y le pasó el tubo a Ricky. Fernando dijo—: Ojo vos, eh.

Ricky se adueñó del teléfono. Siempre muy suelto. Siempre demasiado alegre.

—¿Qué tal, Doña Clara? —saludó—. ¿No me diga? —Tapó el auricular y le habló a Femando—: ¡Se compró la videocasetera! —Siguió hablando con Doña Clara—: Arma Mortal III. Es sensacional, Doña Clara. Con Mel Gibson. Le va a hacer volar todos los ruleros Mel Gibson, Doña Clara… Bueno… Okay… Chau.

Colgó.

—¿En qué andás vos con mi vieja, infeliz? —preguntó rabiosamente Fernando.

Ricky se encogió de hombros. Dijo:

—Tenemos los mismos gustos, loco. Mel Gibson. ¡Que panzada se va a hacer tu vieja con Mel Gibson!

Se adueñó del casete y se alejó casi corriendo. Fernando abrió la boca como para gritarle algo. Don Anselmo —otra vez el índice en alto— lo detuvo.

—Mierda no, eh —dijo.