11

Mujeres inteligentes

Salió de la oficina de Colombres con la dirección del estudio fotográfico de Teresa. Fue simple: le dijo que trataría de interceder y se la pidió. Precisamente fue ésta la palabra que utilizó: interceder. No aseguraba, le dijo, arreglar la situación. Nadie, abundó, puede asegurar nada en estos casos. Hasta citó a Pascal: el corazón tiene razones que la Razón no entiende. A Colombres le gustó la frase. Preguntó de qué película era. Fernando dijo que de ninguna, que la había leído en uno de esos libritos de filosofía que sacaba la revista Novedades y que dirigía, si no recordaba mal, dijo, Mariano Neurona. Colombres dijo que era una lástima: que la frase era tan buena que merecía ser de alguna película. Fernando respondió que, quizá, alguna vez la habrían utilizado. Que ni siquiera él recordaba las frases de todas las películas, pero que ésa, que el corazón tiene razones que la razón no entiende, la conocía de ahí, de la revista Novedades, que, a veces, no siempre, compraba. Que no la conocía, insistió, de ninguna película.

Así, se despidieron.

Fernando salió a la calle. Miró su reloj: eran las ocho de la noche. ¿Estaría aún Teresa en el estudio o habría, ya, partido para su casa? Sólo tenía una forma de averiguarlo: ir.

Fue.

Fue en taxi, y hasta le pidió al chofer que se apurara.

Descendió.

Tocó el portero eléctrico.

—¿Sí?

Era Teresa.

—Soy yo, Teresa —dijo. Y, desde luego, aclaró—: Fernando Castelli.

Qué sorpresa. Adelante —dijo Teresa y la chicharra del portero eléctrico comenzó a sonar.

Fernando entró.

Tomó el ascensor y subió hasta el séptimo piso. Teresa lo esperaba con la puerta abierta. Y con una sonrisa. Entró en el estudio y Teresa cerró la puerta.

Nelly no estaba.

Lo advirtió de inmediato: no estaba.

Teresa estaba sola.

Y ahora, muy tranquila, casi alegre, preguntaba:

—¿A qué se debe, Fernando? —Y dijo—: Sos mi sorpresa del día.

Fernando le dijo que era curiosidad, simple curiosidad. Que quería conocer el estudio. Ver dónde le tomaba las fotos a Nelly. Y que, dijo, hasta había fantaseado con que le sacara una foto a él. Que nunca le habían sacado una buena foto. Que alguna vez tendría que ser, ¿no?

—Por mí, ya mismo —dijo Teresa.

Pero Fernando dijo: no. Otro día, dijo. Que, en realidad, el verdadero motivo, el más fuerte, en fin, el único, era visitarlas. Verlas.

—¿Nelly? —preguntó.

—Mucho no va a tardar —respondió Teresa. Y preguntó—: ¿Te gusta el estudio?

—¿Dónde está?

—El estudio está aquí, Fernando. Es éste.

—No, Nelly, digo. ¿Dónde está?

—Te pregunté si te gustaba el estudio.

—Y yo te pregunté dónde está Nelly. Después hablamos del estudio.

Teresa suspiró. Notó algo extraño en Fernando: como nervioso, tenso. Así estaba. Dijo:

—Nelly está en yoga.

—¿Yoga?

—Sí, tres veces por semana —aclaró Teresa—. Yoga y meditación trascendental.

—¿Eso hace Nelly?

—Eso.

—¿Y desde cuándo?

—Desde que está conmigo. —Teresa encendió un cigarrillo. Miró a Fernando. Dijo—: Cambió, Fernando. Ya no es exactamente la misma. No sé si me entendés. Se volvió más… interior.

—Más rara.

—¿Son sinónimos?

Fernando vaciló. Era rápida esa mujer, se dijo. Demasiado rápida. Demasiado, también, para Colombres. Como para que Colombres compitiera con ella.

Respondió:

—Bueno, no. No son sinónimos. Pero… yoga. Nunca se me hubiera ocurrido.

—A uno nunca se le ocurren todas las cosas que pueden pasar. Si no, no habría sorpresas. La vida sería un plomo, ¿no?

Demasiado rápida.

Preguntó:

—¿Andás bien con Nelly?

—Más que bien.

—Colombres está destrozado.

—¿Y vos? Vos, cómo estás.

—¿Por?

—Fernando, no hace ni siquiera un mes que mataron a tu madre.

—Ah, eso.

—Eso.

Fernando sonrió. Dijo, lentamente dijo:

—Te voy a confesar algo: yo, como cualquier persona normal, deseaba la muerte de mi madre.

—¿Como cualquier persona normal?

—Sí. Por eso estoy bien. El que está destrozado, dije, es Colombres. ¿Lo dije o no?

—Sí, lo dijiste. —Teresa apagó su cigarrillo. Dijo—: Es un poco histriónico Colombres. Ya se le va a pasar.

—Insisto, Teresa: está destrozado.

—Mirá, yo le dije algo… Una cosa que él no se tomó en serio. Pero que iba muy en serio. En el amor a nadie le sacan algo que no haya perdido. —Y resumió—: Yo no le saqué a Nelly. Colombres la perdió.

—Sos demasiado inteligente, Teresa —dijo Fernando, con un acento sombrío y rencoroso—. No sé si me gustan las mujeres inteligentes.

—A ningún hombre le gustan las mujeres inteligentes —dijo Teresa—. El día que conozca uno, me caso con él y hasta tengo hijos.

—Nunca vas a conocer uno, Teresa.

—Sos más escéptico que yo vos.

—No es eso —dijo Fernando—. Es otra cosa.

—Qué —preguntó Teresa.

Y fue la última pregunta de su vida.

Porque la respuesta era su muerte.

Una vez más —y era una certeza que crecía con cada asesinato— Fernando comprobó la sencillez del acto, del trámite de matar. Un movimiento certero, el brillo veloz y fugaz de la navaja, la sangre y eso era todo.

Ahora, Teresa Castro yacía a sus pies.

Teresa Castro, tan rápida, tan inteligente.

Tan muerta.

Los crímenes de Van Gogh
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