15
El gran acto final
Greta Toland salió del Park Hyatt a las 23.30. Subió al taxi que la aguardaba y encendió un cigarrillo. El chofer le aseguró que no demorarían más de media hora.
Así fue. O no exactamente: llegaron cinco minutos antes.
Greta le ordenó que se fuera, que no la esperara, dijo.
El taxi partió.
Greta caminó unos metros. No demoró en verlo. Aún tenía el nombre. Ahí estaban: el cine y unas letras talladas en piedra gris, deteriorada por los años, que dibujaban la palabra Argonauta.
Unas chapas altas y negras cubrían por completo la fachada. Buscó, Greta, una hendija por donde entrar.
Entró.
Todas las butacas habían sido levantadas. Pero, allí, al fondo, aún estaba el escenario. Y sobre él, sobre el escenario, había una mesa y una lámpara cenital la iluminaba. Y detrás de la mesa, de pie, aguardando, estaba Fernando Castelli.
Que dijo:
—Adelante, Miss Toland. Creo que la escenografía es adecuada para nuestro gran encuentro. Un cine devastado. ¿Qué construirán aquí? ¿Qué piensa usted?
Greta caminó hacia el escenario. Sostenía un portafolios en su diestra. Subió, con elegancia y serenidad, una pequeña escalera. Y ahora estaba ahí: en el escenario, cerca de Fernando. La luz que caía del techo era poderosa.
—Buenas noches, Fernando Castelli —dijo.
—¿Le molesta la luz? —preguntó Fernando. Y, sin aguardar respuesta, dijo—: La coloqué yo. Quería, verá, algo así: expresionista. Pero insisto, Miss Toland: ¿qué cree usted que construirán en lugar de este viejo y entrañable cine de barrio? —Greta dijo que lo ignoraba. Fernando continuó—: Es posible, sin embargo, conjeturarlo. ¿Una playa de estacionamiento? ¿Una discoteca? ¿Una concesionaria de automóviles? ¿Un shopping? Sólo hay algo cierto, Miss Toland: otro cine ha muerto en este país. Otro triunfo de los mercaderes.
Greta se acercó a la mesa. Colocó sobre ella el portafolios.
—Lo veo un poco… exaltado, Fernando. ¿No está sobreactuando? —preguntó.
—¿Cómo evitarlo? —preguntó, a su vez, Fernando—. Este cine devastado, esa luz cenital, usted, yo, luces y tinieblas. ¿No tiene todo esto algo de El Fantasma de la Ópera?
—No pienso arrancarle ninguna máscara.
—No será necesario, Miss Toland. Si alguien, esta noche, habrá de arrancarse una máscara… soy yo.
Estaban, ahora, enfrentados, de pie, cada uno de un lado de la mesa.
Greta Toland dijo:
—Aquí estoy, Fernando. Usted me llamó. La gente como yo, usted lo sabe, no tiene mucho tiempo que perder. Vayamos al tema de esta entrevista. —Fernando la miró sin responder. Sonreía extrañamente. Greta Toland agregó—: Dígame, ¿estamos solos, no?
—Absolutamente —respondió Fernando—. Había un par de serenos. Les di unos pesos y se fueron. —Se detuvo, Sonrió. Dijo—: Solos, Miss Toland. Usted y yo.
—Bien, ¿qué va a ocurrir ahora?
—¡El gran acto final! —exclamó Fernando—. ¡El gran final de una gran historia!
—¿No magnifica un poco las cosas?
—Todo artista es un exagerado, Miss Toland. ¿Dónde leí eso? En fin, no importa. Le decía: el gran acto final. Aquí, entre usted y yo. Hace mucho que sueño con este momento, Miss Toland.
Greta Toland dijo:
—Usted sabe lo que yo quiero. ¿Lo tiene?
—Usted quiere un gran guión cinematográfico —dijo Fernando. Y agregó—: La historia de los crímenes de Van Gogh.
Greta sonrió con alguna malicia. Y preguntó:
—¿Sabe cuántos guiones sobre los crímenes de Van Gogh me llegaron?
—No me importa si fueron miles, Miss Toland —dijo Fernando—. Porque fueron, todos, lo sé, falsos. Inservibles.
—¿Usted puede ofrecerme algo diferente?
Fernando dio algunos pasos formando un círculo. Luego se detuvo. Y volvió a enfrentar a Greta Toland. Y dijo:
—Miss Toland, yo creé a Van Gogh. Yo le di vida. Sin mí, Van Gogh no existiría. Cuando le escuché decir, cierta tarde, en Todofilm, que usted pagaría tres millones de dólares por un guión basado en crímenes verdaderos, reales, ahí, Miss Toland, en ese momento, decidí crear la realidad. Ahí nació Van Gogh. —Se alejó del cono de luz. Y, de inmediato, reapareció. Ahora, en su mano derecha, sostenía algo que Greta adivinó en seguida qué era. Era un guión. Fernando lo arrojó sobre la mesa. Y dijo—: Ahí lo tiene. Ése es el guión. El único. El verdadero. El auténtico. —Con aire solemne, dijo—: El único guión verdadero sobre los crímenes de Van Gogh.
—¿Quién lo escribió? —preguntó Greta.
Arrogante, Fernando dijo:
—Yo, por supuesto.
—¿Y cómo sé que es el único guión verdadero sobre los crímenes de Van Gogh?
—Porque yo, Miss Toland, yo… soy Van Gogh —dijo Fernando con palabras que sentía trascendentes, definitivas.
—¿Y qué tengo que hacer ahora? ¿Gritar? ¿Aterrorizarme? ¿Llamar a la policía?
—Nada de eso —dijo Fernando, sereno—. No vine aquí a asesinarla. Vine a cerrar un negocio con usted. —Preguntó—: ¿Trajo los tres millones de dólares?
Greta señaló el portafolios. Dijo:
—Están ahí.
—¡Bravo! —exclamó Fernando—. Todo es muy simple, Miss Toland: me llevo los tres millones de dólares, usted se lleva el guión y eso, por hoy al menos, es todo.
Estiró una mano hacia el portafolios.
—Un momento —lo frenó Greta—. Nadie entrega tan fácilmente tres millones de dólares. —Hizo una breve pausa. Preguntó—: ¿Cómo sé que ése es el verdadero guión sobre los crímenes de Van Gogh?
—Se lo dije: porque yo lo escribí —respondió Fernando. Y, siempre algo teatral, como quitándose la máscara del fantasma de la ópera, añadió—: Y porque yo soy Van Gogh.
—¿Y cómo sé que usted es Van Gogh?
Fernando lanzó una estrepitosa carcajada. Luego dijo:
—Ah, Miss Toland. Exige pruebas, ¿no? ¡Yo soy Van Gogh! ¿No lo ve en mi rostro? ¿No lo ve en mis ojos afiebrados? ¿No lo escucha en la certeza absoluta de mi voz? ¡Pero no! ¡No le alcanza! ¡Quiere pruebas! —La miró. Greta se preguntó si estaba loco o se hacía el loco. Algo era indudable: lucía como un loco. Fernando dijo—: Miss Toland, yo soy Van Gogh. ¡Y aquí están las pruebas! —Extrajo el lienzo de terciopelo rojo, lo colocó sobre la mesa y lo desenvolvió. Había, allí, cinco orejas. Greta Toland no pudo evitar un gesto de repugnancia, de horror. Fernando, otra vez, rio con desmesura. Se calmó. Y dijo—: Verá, Miss Toland, voy a ser, ¿cuál sería la palabra?, descriptivo. Sí. O explicativo. Quiero que usted esté segura de mí. Quiero llevar a su alma la seguridad plena de mi identidad: ¡Van Gogh, Miss Toland! —Señaló las orejas. Dijo—: ¿Todas estas orejas se parecen, no? Cada una es el símbolo de una vida humana aniquilada. Pero, para mí, son todas muy distintas. —Hizo una pausa. Luego dijo—: Voy a ir por orden. —Tomó una de las orejas. La exhibió ante Miss Toland—. ¿La ve? ¿La ve bien? Ésta es la oreja de Lupe Quintana, la primera de las víctimas de Van Gogh. Una prostituta, Miss Toland. Trabajaba en un nightclub de mala muerte. Una desdichada que ya nada esperaba de la vida. Le hice un favor al matarla. —Dejó la oreja de Lupe Quintana. Tomó la siguiente. Tenía un aro en el lóbulo. Dijo—: ¿Ve ésta? ¿La ve bien? Ésta es la oreja de Lucía Peña. Una comehombres, Miss Toland. Una ninfómana. Tenía un atelier. Pintaba. Ya no pinta más. —Rio breve y abruptamente. Dejó la oreja de Lucía Peña. Tomó la siguiente. Dijo—: ¿Ve ésta? ¿La ve bien? Ésta es una oreja masculina, Miss Toland. Van Gogh también mató hombres, caramba. No fue como Jack el Destripador, gran amigo mío, Miss Toland, que sólo mató mujeres. No, esta orejota que tengo aquí perteneció a un hombre. A un cretino que respondió en vida al nombre de Gustavo Negri. Un infeliz, una mala persona. Merecía morir. A veces, verá usted, los asesinos seriales somos… somos… como justicieros, ¿no? ¿Qué piensa usted?
—Lo escucho con gran interés, Fernando —respondió Greta—. Continúe, por favor.
—Con todo gusto, Miss Toland. —Dejó la oreja de Gustavo Negri. Tomó la siguiente. Dijo—: Aquí, infinitamente, mi corazón se entristece. Ésta es la delicada oreja de Ana Espinosa. Era bella, brillante, valiente. Tan valiente que desafió a Van Gogh. Y Van Gogh la respetó. Y la admiró. Y hasta le diría, Miss Toland, que la amó. Por eso, su muerte, la muerte de la bella y valiente Ana Espinosa, lastimó el corazón de Van Gogh. —Dejó la oreja de Ana Espinosa. Tomó la siguiente. Dijo—: Y llegamos al final. Ésta es la oreja de Teresa Castro. Una buena persona, Miss Toland. Casi diría: otra muerte que a Van Gogh le dolió. Pero debía morir. Porque Teresa Castro llenó de sufrimiento el corazón del mejor amigo de Van Gogh. Y Van Gogh la castigó. —Dejó la oreja de Teresa Castro junto a las otras. Miró a Greta Toland y dijo—: Y esto es todo. —Con un amplio ademán señaló las orejas. Dijo—: Todo, Miss Toland. Cinco orejas. Cinco vidas. Cinco crímenes. —Solemne, concluyó—: Los crímenes de Van Gogh.
—Bien, Fernando, ya veo —dijo Greta—. Veo que ha hecho una tarea… devastadora. ¿Devastadora se dice?
—Sí, Miss Toland —respondió Fernando. Otra vez rio bruscamente. Y luego dijo—: Devastadora es la palabra.
—¿Y cómo sigue esto? Soy curiosa, Fernando. Usted comprenderá. Muy curiosa. Dígame, ¿cómo sigue esto?
—Se lo diré, Miss Toland. Esta historia puede tener dos finales: uno feliz y otro triste.
—Explíqueme eso, por favor.
—Vea, sería así: el final feliz es decididamente simple. Usted me compra el guión, me paga los tres millones de dólares y, por un tiempo, al menos, yo desaparezco.
—¿El final triste?
—El final triste es, claro, triste. Sobre todo para usted. ¿Recuerda cuando le dije que aún faltaban tres crímenes?
—Sí. Y cometió dos: el de Ana Espinosa y el de Teresa Castro.
—El tercero sería el suyo, Miss Toland. Porque, verá, si usted no me compra el guión, si usted no me paga los tres millones de dólares… usted muere. Es decir, yo la mato. Y usted es la última de las víctimas de Van Gogh. —Fernando sonrió y miró los ojos esmeralda perdida de Greta Toland. Sí, aún, allí, en sus ojos, latía ese verde intenso. Hubo un largo silencio. ¿Por qué callaba?, se inquietó Fernando. Preguntó, entonces—: ¿No me mintió, Miss Toland? ¿Trajo los tres millones de dólares?
—¿Y si no los hubiera traído? —casi desafiante, Greta—. Tenía muchas cosas que comprobar, Fernando. Nada me aseguraba que usted era Van Gogh.
—No habrá otro encuentro, Miss Toland. Este negocio se resuelve aquí… o no se resuelve —amenazante, Fernando. Y luego, señalando el portafolios—: ¿Qué hay en ese portafolios?
—Le prohíbo tocarlo.
—¡Usted no me da órdenes a mí! —bramó Fernando—. ¿Entendió? ¡Usted no le da órdenes a Van Gogh! —Se arrojó sobre el portafolios. Lo abrió. Sólo había papeles de diario cortados en forma de billetes. Exclamó, rojo de ira—: ¡Me engañó! ¡Vino aquí a engañarme! ¡A mí! ¡A Van Gogh! —Extrajo la navaja. Elevó su brazo para descargar el golpe mortal. Se oyó un disparo. Ardió, dolorosamente, el hombro de Fernando. La navaja cayó al piso. Fernando giró, apenas, su cabeza. De entre las sombras apareció el inspector Colombres. Sostenía un revólver en su diestra. Fernando llevó una mano a su herida, como si buscara contener la sangre. O aliviar el dolor. Y dijo—: Un tiro en el hombro, inspector. Qué triste nivel. Ni que esto fuera un western de clase B.
—A mí siempre me gustaron los westerns de clase B —dijo Colombres. Y luego—: Estás arrestado, Fernando. —Miró a Miss Toland. Dijo—: La felicito, Miss Toland. Es una mujer muy valiente.
—Necesitaba este último acto, inspector —respondió Greta—. Todo sea por sacar adelante un buen film.
—Colombres, usted me traicionó —dijo Fernando.
—No sé de qué hablás —seco, Colombres.
—Por supuesto que yo sabía que usted sabía que yo era Van Gogh.
—Vos sabías que yo sabía.
Colombres había vuelto a teñirse el cabello. Vestía, también, su impermeable oscuro. Y apuntaba a Fernando con su revólver.
—Siempre lo supe —dijo Fernando—. Lo respeto. Usted es el mejor. Por eso sabía. Pero hicimos un pacto. —Exclamó—: ¡Hicimos un pacto, Colombres!
—No hicimos ningún pacto.
—Un pacto tácito —aclaró Fernando—. Estaba claro. Era así: yo lo libraba de Teresa Castro, Nelly volvía con usted y usted no me arrestaba. ¿Así me paga, inspector? ¿Así?
—No te debo nada.
—Fui un ingenuo —se lamentó Fernando—. Mi único error: confiar en usted. Porque hubo un pacto, inspector. Usted y yo no necesitamos más que mirarnos para hacer un pacto. Y esa mirada existió.
—Soy un policía, Fernando. Hay una ley y yo la cumplo. Ése es mi único pacto.
Fernando insistió:
—Creí que al librarlo de Teresa Castro, que al devolverle a Nelly, me iba a salvar de usted.
—Te equivocaste —con acento definitivo, Colombres.
Greta Toland extrajo su cigarrera. Preguntó, a Colombres:
—¿Un cigarrillo, inspector?
Colombres respondió:
—Hoy… sí. Hoy, sí, Miss Toland. Se lo agradezco.
Tomó el cigarrillo. Greta preguntó a Fernando:
—¿No le va a dar fuego, Fernando?
—No —dijo Fernando.
Greta encendió el cigarrillo de Colombres. Que dijo:
—Creo, Miss Toland, que ya puede hacer ese llamado.
Greta extrajo un pequeño teléfono de su cartera. Discó. Dijo:
—Ya está, comisario. Lo estamos esperando.
Colombres miró duramente a Fernando. Y dijo:
—Fin de la historia, Van Gogh. —Y, luego de buscar la palabra, como disfrutando de su cualidad breve y definitiva, dijo—: Perdiste.