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Mary Ann Nichols

Caminó hasta la esquina de Lafinur y Las Heras. Había un bar allí. Alguien lo esperaba. Entró.

Poca gente.

Se le acercó un mozo.

—Quiero una mesa junto a la ventana —dijo Fernando.

—Cómo no, señor —dijo el mozo—. ¿Le parece bien aquélla?

En esa mesa estaba Jack el Destripador. Fernando se sentó frente a él. Jack fumaba su pipa y, algo distraídamente, miraba los sólidos árboles de la vereda del Botánico.

—Un café con crema —ordenó Fernando—. Y una ginebra también.

El mozo se retiró.

Fernando miró a Jack. Dijo:

—Ya está. —Hizo un silencio. Quería darle espesor a esa afirmación. No cualquiera puede proponerse asesinar a alguien y, luego, fríamente, decir: «Ya está». Añadió—: Si lo difícil es empezar, lo difícil ya pasó para mí.

Jack el Destripador dejó de interesarse por la densidad umbrosa de los árboles de la vereda del Botánico. Miró a Fernando y preguntó:

—¿Qué le hiciste?

—Le corté la garganta de lado a lado. Tal como usted me enseñó, Jack. Con un solo y veloz movimiento. Y después le corté una oreja. La tengo en mi bolsillo. ¿Quiere verla?

—No, Fernando. Esas cosas son pamplinas para mí. Además, supongo que sorprenderías al mozo. Mira, ya está aquí.

El mozo colocó sobre la mesa el café con crema y una pequeña copa con ginebra. Había sido preciso y veloz.

—¿No quiere un whisky, Jack? —preguntó Femando.

—No, gracias —negó el Destripador.

Con algún asombro preguntó el mozo:

—¿Espera a alguien, señor?

—No —dijo Fernando—, estoy muy bien acompañado.

El mozo sonrió, comprensivo.

—A veces la mejor compañía es uno mismo, ¿no? —fue su comentario.

Fernando lo miró entre la indiferencia y el desdén.

—No estoy solo —dijo.

—Sí, señor —comentó el mozo—. Como usted diga.

Y se fue hasta la barra donde le comentó al barman que el tipo que estaba sentado en esa mesa junto a la ventana estaba loco de remate.

—¿En serio no quiere ver la oreja, Jack? —insistió Fernando.

—No lograrás impresionarme, Fernando —dijo Jack. Y luego, memorioso, agregó—: ¿Sabes? Mi primera víctima se llamó Mary Ann Nichols. Una prostituta, desde luego. La maté el 31 de agosto de 1888. La maté en Whitechapel, un suburbio de Londres lleno de mujeres de mala vida y obreros sin trabajo. —Expelió largamente el humo de su pipa. Sus ojos grises atravesaron los de Fernando, como si fueran más allá, como si en verdad tuvieran el poder de mirar el pasado. Continuó—: Pero, ahora que lo recuerdo, no le corté una oreja. Le corté el abdomen desde el esternón hasta el pubis. Le extraje el lóbulo izquierdo del hígado. Y también, cuidadosamente, el riñón derecho. En cuanto al útero…

—Basta, Jack —lo contuvo Fernando—. No me interesa hablar de esas cosas.

Jack el Destripador sonrió. Paternalmente sonrió. Y dijo:

—Caramba, Fernando. De esas cosas hablan los asesinos. Como yo. Y como Fernando bebió de un trago su ginebra.