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Huir y reaparecer

Fernando durmió bien esa noche. Ni siquiera necesitó recurrir al Lexotanil. Ni uno. Ni un ínfimo Lexotanil de 3. Teresa Castro no era, para él, lo que había sido Ana Espinosa.

¿Qué había sido Ana Espinosa?

No encontró una respuesta certera a esta pregunta. Decidió que no la tenía. Decidió no volver a formulársela.

Así, se durmió.

Se despertó temprano. Se duchó. Se vistió. Salió. Desayunó en un pequeño bar, a media cuadra de su casa. Café con leche y tres medias lunas. Leyó un par de diarios.

La noticia ocupaba la primera plana:

Otro crimen de Van Gogh

Tambor y Gaceta 12 pedían la renuncia del Ministro del Interior. Gaceta 12 también la de Pietri. Y sus columnistas relacionaban los crímenes de Van Gogh con el estado de descomposición social que el plan de ajuste y la corrupción generaban en el país.

Fernando pagó y salió. Tomó un colectivo. Se bajó en la Plaza San Martín. Caminó al sol cerca de media hora. El sol: mucho tiempo sin ver el sol.

Fue hasta un teléfono público: era el momento de actuar.

Discó el número de Greta Toland, en el Park Hyatt.

Aló.

Era ella.

Dijo:

—Soy yo, Miss Toland. No diga nada: sólo escuche. Ya está todo. Terminé el guión. Creo, Miss Toland, que la realidad ha entregado un material espléndido. Diría: insuperable. Y diría, también, que ese alto grado de excelencia me pertenece. Y que usted deberá pagar por él lo que siempre dijo que estaba dispuesta a pagar.

Tres millones de dólares.

—Me agrada que recuerde sus promesas.

Las recuerdo y estoy dispuesta a cumplirlas.

—Escuche bien: hoy, Miss Toland, esta noche, a las doce de la noche, a la hora de las brujas, la espero en un lugar diseñado para el gran final de esta historia.

Dónde.

—En el cine Argonauta. En Federico Lacroze y Álvarez Thomas. No lo dudo: usted va a saber llegar.

¿Un cine?

—Ya no es un cine. Ahora es una oscura, sórdida obra en construcción. Una catacumba, Miss Toland. No olvide el dinero. Yo no voy a olvidar el guión. Jamás lo olvidaría, Miss Toland. Nunca escribí uno mejor.

Colgó.

Regresó a la Plaza San Martín. Se sentó en un banco. Al sol. Le extrañó este súbito interés por el sol. Recordó el título de una película con Richard Widmark y la maravillosa Jane Greer: Huida al Sol.

Primero: huir.

Segundo: reaparecer.

¡Tenía tantos planes!

Huir: a Europa. Un tiempo. ¿Un cambio de identidad? ¿Una leve cirugía plástica? ¿Escribir otro guión?

Reaparecer: Greta Toland habría de convocarlo. ¿Qué duda podía caber? Lo cobijaría en los estudios de Rosebud Pictures y filmaría sus mejores guiones. Se integraría a la vida rumbosa de Hollywood. Y guardaría, como los grandes personajes de las grandes historias, un secreto atroz: él, el más brillante guionista de Rosebud Pictures, había sido un asesino serial en un lejano país del sur. Allí, muy abajo.

Alguien, alguna vez, intentaría chantajearlo. Y él, claro, lo mataría. ¡Qué espléndida historia! Otro guión formidable que Miss Toland le compraría generosamente.

En el fondo, se confesó, todo había sido muy sencillo.

Había logrado lo que se había propuesto: saltar.

Recordó algo que, alguna vez, le había oído decir a un predicador televisivo. La razón, había dicho, no conduce a la fe. No se llega a creer en Dios por medio de argumentos racionales. En algún inexorable momento… ¡hay que saltar! La fe es ese salto.

Nada más cierto: no se llega a Hollywood, a los esplendores del Primer Mundo meramente con el esfuerzo, menos aún con el talento. En algún inexorable momento… ¡hay que saltar! Hollywood es Dios. No se llega a Hollywood por medio de la razón. Se llega por medio de la fe, de la irracionalidad, de la locura. Del salto desesperado y único. La fe es ese salto. Y sólo se puede saltar una vez.

Él, Fernando Castelli, lo había hecho.

Sólo restaban algunos pequeños detalles.

Regresó a su casa.

Levemente había engañado a Greta Toland: el guión no estaba terminado aún. Faltaba narrar el asesinato de Teresa Castro.

Lo hizo durante la tarde.

Anochecía cuando concluyó.

Faltaba menos para las doce de la noche. Para la hora de las brujas.

Un ritual, se dijo. Un ritual antes de partir.

Puso el casete de Psicosis en la video.

Con la pasión de la primera vez, con una pasión que invariablemente se renovaba con cada visión, siguió el film hasta el final.

No me propuse hacer una gran película, había confesado Hitch a Truffaut. Qué maestro, demonios. Qué genio.

Era, ya, cerca de medianoche.

Buscó un lienzo de terciopelo rojo.

Algo debía guardar allí.

Algo que sería decisivo en su encuentro con Miss Toland.

Un lienzo de terciopelo rojo.

Sólo restaba, ahora, el gran acto final.

Los crímenes de Van Gogh
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