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Buenas noches, traviesa Ana

Glazounov, ronroneante, la fue a recibir con su aire misterioso, con sus ojos, según ella, tan color violeta. Ana Espinosa lo alzó y lo acarició con placer. Era tan mullido, tan negro su pelo.

Fue a la cocina y le sirvió algo de leche.

Fue al dormitorio, se sentó en la cama y se quitó los zapatos.

Encendió un cigarrillo y rebobinó el contestador telefónico. Siempre escuchaba los mensajes del día. Aunque a veces, harta de problemas, los dejaba para la mañana siguiente. Que sería otro día. Y la encontraría con más fuerzas.

Sin lugar a duda alguna, eso debió haber hecho esa noche. Pero no: ya estaba. Ya comenzaban a escucharse los mensajes. Ya Ana los escuchaba.

Soy tu madre, Ana. Tu abandonada madre. ¿Cuándo te vas a acordar de mí? No trabajes tanto. Espero que no dejes de llamarme. ¡Tip! ¡Tip! —Apareció Glazounov. Tenía blancos los largos bigotes. Trepó sobre su falda. Ana juraría que era el gato más hermoso del mundo. Continuó escuchando el contestador—: Soy Gustavo, Ana. Sólo para desearte buenas noches. Todo va muy bien. Sobre todo para vos. Mañana te veo. ¡Tip! ¡Tip! —Y entonces comenzó a oírse una voz aniñada, deforme, terrorífica—: Buenas noches, traviesa Ana. Soy tu amigo el payaso. El payaso de tus fiestas infantiles. El payaso de tus pesadillas de adulta. Tengo noticias para ti. Oye, pequeña niña: esta noche Van Gogh cometió su segundo asesinato. De modo que mañana tendrás un gran día: podrás indignarte, vociferar, lloriquear en Cámara, hablar de la vida… y de todas esas pavaditas que tan bien sabes declamar. Nada cambiará lo que ha ocurrido, pequeña niña. Van Gogh ha vuelto a matar. Ya tengo dos orejas conmigo. Y pronto tendré muchas más. Y no me detendré basta tener la tuya. —La voz hizo una pausa. Y, susurrante, concluyó—: Buenas noches, traviesa Ana. Si piensas en mí… no te sentirás sola.

—¡Clac!

Ana Espinosa abandonó a Glazounov sobre la cama.

Se sirvió un whisky.

Bebió.

Tenía miedo.

Los crímenes de Van Gogh
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