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El Beso de la Muerte
No era, tal como entre insultos le había dicho su madre, un inútil. Tenía, tal como le había respondido duramente, dos trabajos. Uno a la mañana y otro a la tarde. Dos trabajos, solía decirse glosando una que otra lectura de Marx, en los que generaba la necesaria plusvalía como para justificar la inversión de la patronal, es decir, su sueldo. Y no se decía más, no pensaba en rebelarse ni en cambiar el orden social y económico del sistema. Fernando Castelli tenía diez años en 1973. Los bríos huracanados de la época llegaron hasta él como brisas suaves y sordas de las que ni siquiera necesitó abstraerse para concentrarse en el Cine de Súper Acción que difundía el Canal 11 los sábados de 14 a 20. Estuvo, sencillamente, al margen del redentorismo social de los setenta. Estaba creciendo, tomaba nesquik. Y crecía del modo que más placer le daba y le daría durante los años por venir: viendo películas. Por decirlo brevemente: entre los dos grandes Marx de la Historia, Fernando Castelli, sin dudar un instante, habría de elegir, siempre, a Groucho.
Durante las mañanas trabajaba en un pequeño videoclub recientemente inaugurado cuyo dueño se llamaba Anselmo Bermúdez y era un sesentón gordo, semicalvo, que sostenía entre sus dientes, del lado derecho, un cigarro de hoja, negro y apagado. Don Anselmo, de joven, había combatido en España por la República, se había exiliado durante el franquismo y se había vuelto codicioso y algo avariento en la Argentina. Quiso, sin duda para homenajear las vehemencias guerreras de sus mocedades, ponerle «¡Ay, Carmela!» al negocio, pero Fernando le dijo que ése no era nombre para un videoclub, y le sugirió otro que en nada convenció a Don Anselmo, pero que aceptó ponerle conjeturando que un joven como Fernando sabría más de esas cosas que un veterano como él. El videoclub se llamó El Beso de la Muerte.
Cada uno hacía lo que más le gustaba y sabía hacer. Don Anselmo atendía la caja, cobraba el dinero y daba los vueltos. Fernando, del otro lado del mostrador describía y recomendaba películas a los clientes, sonreía, toleraba —mal— a los ignorantes, a los mediocres, a los pasatistas, a los que pedían películas clásicas sólo si habían sido coloreadas, a los domingueros, a los que gozosamente podían ver Casablanca mientras comían una pizza de jamón y morrones y se enturbiaban su ya turbia razón bebiendo vino tinto con gusto a corcho, o sin gusto a corcho siquiera. Porque éstos eran aún peores: los frutos tarados del ascenso social, los que se aparecían con dos botellas, carísimas, de, pongamos, Caballero de la Cepa, y pedían, le pedían a Fernando: «Dame una de terror, pibe». «¿Cómo una de terror?», preguntaba Fernando. «¿Cuál? ¿Una de Tod Browning, de Terence Fisher o de David Cronemberg?». «Cualquiera», simplificaba el cliente mientras se preguntaba, apenas, quién diablos serían esos señores. Y añadía: «Vienen unos amigos a casa, sabés. Y mi mujer cocinó un lenguado sensacional con palmitos holandeses». Fernando, entonces, le daba El Exorcista, y mientras el tipo se alejaba, feliz con el vino y el video, Fernando, rabiosamente, pensaba: «Ojalá Linda Blair te vomite de verde el lenguado y, sobre todo, los palmitos holandeses».
Esa mañana apareció Ricky Mintrone.