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La imaginación de los escritores
Esa tarde, alrededor de las cinco, hubo, en Todofilm S.A., una reunión por demás interesante. Una reunión que habría de cambiar, ya sin retorno posible ni deseable, la existencia de Fernando Castelli.
El tycoon de Todofilm, Luis Pezuela, se encontraba filmando un largo en New York. Era un hombre exitoso, sagaz, brillante. Lo reemplazaba, en la presidencia del directorio, Rafael Sánchez Cornejo, que, en verdad, era la antítesis de Pezuela, ya que, según, para sí, gustaba definirlo Fernando, era un presuntuoso imbécil.
Todofilm se mantenía a flote en un país cuya industria cinematográfica se hundía —el país de Fernando, el de los presuntuosos triunfadores, que eran, con abrumadora, unánime frecuencia, imbéciles tipo Sánchez Cornejo, y el de los sombríos fracasados— por la compleja y poderosa causa de ser una empresa cautiva de Rosebud Pictures, Los Angeles, Estados Unidos, una de cuyas principales accionistas y ejecutivas, Miss Greta Toland, se encontraba, ahora, aquí, en el país de Fernando, cerrando diversos y siempre millonarios negocios, y controlando ciertas empresas que Rosebud Pictures mantenía cautivas, entre ellas, desde luego, Todofilm.
Curiosamente, Miss Greta Toland solía venir al país de Fernando en busca de algo que —he aquí lo curioso— creía posible encontrar por estas lejanas latitudes: ideas originales. Consiguiéndolas en el culo del mundo, solía decirse, no sería arduo exhibirlas como propias en el Norte, en el corazón del showbusiness. Allí, donde lo que existía, existía: es decir, tenía valor y otorgaba poder.
—Hace años que no leo un guión que me conforme —decía ahora en la sala de reuniones de Todofilm mientras encendía otro de sus largos cigarrillos rubios. Estaba en la cabecera de la prolongada mesa de cavilaciones empresarias y creativas. A sus laterales, a la espera de sus palabras, se habían sentado Rafael Sánchez Cornejo y dos ejecutivos más, uno con cara de imbécil y otro con cara de idiota, según acostumbraba a distinguirlos Fernando. Greta Toland continuó—: No sé qué ocurre. No hay ideas. Alguien sepultó para siempre la imaginación de los escritores.
En ese exacto instante entró Fernando Castelli en la sala de reuniones. Pese a que estaba autorizado para entrar, pese a que entraba cumpliendo un aspecto esencial de su trabajo, pese a todo esto entró subrepticio, silencioso. No quería que lo notaran. Traía una bandeja con una cafetera y cuatro tazas. Entró como impulsado por un destino. Porque entró en el instante necesario y preciso para oír a Miss Toland decir:
—Alguien sepultó para siempre la imaginación de los escritores.
Greta Toland era alta, muy alta, tenía un pelo negro, tirante, sujeto con un férreo rodete. Era pálida, con grandes pómulos y boca de labios muy gruesos y muy rojos. Su nariz era larga, aguileña, y, sagazmente, Greta la había apartado de toda posible cirugía plástica. La lucía con tanto orgullo como Barbra Streisand lucía la suya. Tenían, ella y su nariz, cerca de cuarenta y cinco años, o quizá algo más, aunque, claro, muy poco. Era inteligente, veloz, brillante y hablaba un espléndido español, que, según alguna vez confesó, había perfeccionado junto a su cuarto marido, un descendiente de la nobleza española que había terminado sus días tipo Michael Todd, es decir, haciéndose trizas con su avión personal, y al que, ella, Greta, había llorado tanto como Liz Taylor a Todd. Lo que no le impidió, desde luego, casarse por quinta vez seis meses más tarde con el que era, hasta el momento, su actual marido, un banquero neoyorquino que financiaba la película que Luis Pezuela rodaba durante esos días en New York.
Ahora estaba aquí, en el país de Fernando, en la sala de reuniones de Todofilm y acababa de decir:
—Alguien sepultó para siempre la imaginación de los escritores.
El ejecutivo con cara de imbécil preguntó:
—How can we…?
Greta Toland elevó, autoritaria, su mano derecha.
—En español, por favor. Cuando vengo a este país me gusta hablar en español. Practicar.
El ejecutivo con cara de idiota dijo:
—Es que nosotros necesitamos practicar inglés.
—Conmigo, no —contundente, Greta—. Conmigo, en español.
Sánchez Cornejo suspiró con aspecto de hombre tramado por cientos de problemas. Dijo:
—Miss Toland.
Porque todos le decían Miss Toland a Miss Toland. Porque aunque estuviera casada, y aunque lo estuviera por quinta vez —o quizá: un poco por esto— ella era Greta Toland, Miss Greta Toland. Sus maridos eran los maridos de ella, eran parte de su historia, eran sus elecciones, sus caprichos, sus pasiones, sus frivolidades y locuras. Pero ella no era la mujer de nadie. Ni lo sería jamás. Salvo que se desplazara el centro de su firme, espléndida personalidad.
—Miss Toland…
—Lo escucho, Sánchez.
—Sánchez Cornejo, Miss Toland.
—Hable.
Sánchez Cornejo dijo:
—¿Cómo podemos ayudar nosotros?
Fernando comenzó a colocar sobre la mesa las tazas de café. Miss Toland preguntó.
—¿No hay guionistas aquí?
Con muy escasa convicción, dijo el ejecutivo con cara de imbécil:
—Algunos.
Miss Toland dijo:
—Iré directamente al punto en cuestión. ¿Saben cuánto se pagó por el guión de Bajos Instintos?
—Tres millones de dólares —respondió el ejecutivo con cara de idiota.
—Correcto —afirmó Miss Toland—. Y fue un éxito. ¿La fórmula? Un asesino serial y mucho sexo. —Apagó su cigarrillo largo y rubio. Hizo un silencio. Miró a sus interlocutores—. Yo tengo otra fórmula. Y creo que no fallaría.
Fernando, con deliberada lentitud, alertas todos sus sentidos, comenzó a servir el café. Miss Toland continuó:
—No es necesario tanto sexo esta vez. Eso ya lo agotó Bajos Instintos. Pero sí, no lo duden, necesitamos asesinatos en serie. —Bebió, muy delicadamente, algo de su café. Con inconmovible certeza, dijo—: Los asesinos seriales venden muy bien.
Sánchez Cornejo parecía incómodo, nervioso. Extrajo un ventolín de algún bolsillo de su saco, abrió, algo exageradamente, la boca, introdujo allí el aparatejo, lo accionó y aspiró ruidosamente. Luego protestó:
—Pero, Miss Toland, sin sexo… ¿qué es lo que garantizaría el éxito?
Miss Toland sonrió con malicia.
—Ah, pequeño tonto —dijo—. El éxito estaría garantizado por algo que Bajos Instintos no tenía. —Y, como lanzando un as poderoso sobre la mesa, añadió—: Una historia real. A true story, señores. Yo podría enloquecer a los públicos del mundo, y, sobre todo, al de mi país, que bien lo conozco, poniendo en un film la simple y maravillosa frase; A true story. Pero, claro, para poner esa frase, no debo mentir. Necesito que la frase sea real. Tan real como la historia que la hizo posible. —Encendió otro cigarrillo. Ni Sánchez Cornejo ni el ejecutivo imbécil ni el ejecutivo idiota le ofrecieron sus lighters. Habían aprendido que cosas así la enfurecían. Greta murmuró—: ¿He sido clara? A true story. Una historia real. Una historia que haya pasado. O mucho mejor aún: que esté pasando. Sí, sobre todo esto. Una historia que ocurra hoy. Ahora, señores. Y que sea tan real como mi formidable nariz. —Repitió—: ¿He sido clara?
Fernando terminó de servir las cuatro tazas de café. Comenzó, con una lentitud que nadie advirtió a causa de la tensa situación que allí reinaba, a desplazarse hacia la salida. Muy lentamente.
—Miss Toland, disculpe, pero eso es imposible —dijo el ejecutivo imbécil.
—¿Cómo vamos a hacer una película sobre algo que está pasando, que no concluyó? —preguntó el ejecutivo idiota—. Sería un fracaso.
—Miss Toland, sólo dos precisas y claras palabras —dijo Sánchez Cornejo—. Repasemos. Usted dice: filmemos una historia que ocurra hoy, ahora. Bien, yo le pregunto: ¿cómo vamos a conseguir que ocurra en la realidad la película que queremos hacer? Disculpe, Miss Toland, pero lo que aquí se le ha dicho es exacto: eso es imposible.
Greta Toland los miró, uno a uno, fijamente. Y, no sin un dejo desdeñoso, dijo:
—Ése es el problema. Sí: es imposible. Si no, todo sería fácil, ¿no? Pero ése es el secreto de un gran proyecto: hacer posible lo imposible. Les daré un consejo: siempre, luego de decir imposible, empiecen a pensar. El talento es vencer esa barrera.
Fernando cerró la puerta tras de sí. No necesitaba escuchar nada más.
Greta Toland dijo:
—Bueno, es todo por ahora. —Se apoderó de una carpeta que tenía a su alcance y la abrió. Había, allí, muchos papeles escritos en inglés—. Necesito leer estos contratos, niños. Fuera.
Sánchez Cornejo y los ejecutivos imbécil e idiota se pusieron de pie.
—La dejamos tranquila, Miss Toland —dijo Sánchez Cornejo. Salieron. Greta Toland comenzó a revisar los contratos.