7

Ana Espinosa

Había tantos cables en ese estudio. Ana Espinosa —treintaytantos, rubia, delgada, no alta pero casi, con unos ojos que se transformaban en dos rayitas juguetonas cuando sonreía, con unos dientes parejos, pequeños y muy blancos, tan blancos que ni Berenice, con jean, pulóver y blusa, inteligente y, pronto lo descubriría, apasionada y brillante— imaginaba, con frecuencia, que eran, los cables, larguísimas colas de gato, de muchos gatos que se habían escondido en los rincones y sólo habían dejado sus colas al descubierto, para que los desprevenidos humanos tropezaran, tontamente tropezaran y no pudieran evitar, aunque de mala manera, pensar en ellos, los gatos. Ana Espinosa amaba a los gatos. Tenía uno en su casa, sólo uno. Pero se llamaba Glazounov, su pelo era negro, mullido, y sus ojos, Ana lo juraría, intensamente violetas.

Ana era la periodista de noticias internacionales de Televerdad, un noticiero del mediodía de un canal con poco rating, y con menos rating, aún, al mediodía, con Televerdad, que era estrepitosamente derrotado por los noticieros de la competencia, que tenían más medios técnicos, gente en las calles, móviles en el Congreso, en la Casa Rosada o en los restaurantes de la Recoleta, o que eran, también, más truculentos y no vacilaban en sacar al aire un close up de un jubilado que se había tirado al pavimento desde un noveno piso o de un desocupado que se había cortado las venas en algún baldío de Munro. Esas cosas de la Argentina.

Ana buscó su pequeño escritorio. Tenía un par de hojas frente a ella. Eran las que, no bien terminara la locutora de noticias nacionales, debería leer. La locutora de noticias nacionales se llamaba Estela y hablaba rápido. Para algunos, demasiado. Ahora decía:

—Una noticia que acabamos de recibir. Pertenece al ámbito policial. Una cantante de tangos, de nombre Lupe Quintana, fue encontrada asesinada en un camarín de un local nocturno llamado Annie Malone. Lo curioso, según los trascendidos, es que el asesino le seccionó una oreja y escribió, aparentemente con la sangre de la occisa, el nombre «Van Gogh» en un espejo. Pasamos a las noticias internacionales. Con Ana Espinosa.

La Cámara tomó a Ana de frente. Ana clavó en ella su mirada y dijo:

—En su edición de ayer el Financial Times de New York informó que la compañía de equipos fotográficos Eastman Kodak está pasando por un momento muy difícil. La mencionada empresa calcula que deberá despedir a unos diez mil empleados de su nómina para 1995, lo que representa cerca del 7,5% del total de su personal…

Ana se detuvo. Le brillaban los ojos. Bebió un sorbo de agua. En el control se alarmaron.

—¿Qué le pasa? ¿Por qué no sigue? —preguntó el operador.

Ana miró otra vez hacia la Cámara. Dijo:

—Pero hoy quiero hablar de otro despido. Del despido que acabamos de oír. Alguien despidió de la vida a Lupe Quintana. Nunca la conocí. Pero era un ser humano. Y un salvaje, un miserable enfermo y cobarde la asesinó. La despidió para siempre de la vida. —Hizo una pausa. Fue como si tomara fuerzas. Continuó—: Hoy no habrá noticias internacionales. No nos vamos a conmover por los grandes acontecimientos del mundo. Los despidos en masa. Las guerras. El resurgimiento de los nacionalismos. Hoy nos vamos a conmover por un pequeño acontecimiento. Por un pequeño destino. El de Lupe Quintana. Quiero que todos pensemos en ese pequeño destino cruelmente frustrado. Y sobre todo quiero que lo piense usted: el asesino. —Señaló acusatoriamente hacia la Cámara: un índice implacable, lleno de indignación y furor—. ¡Porque a usted le hablo! ¡Al miserable que le quitó la vida!

—¿Qué hago? ¿Voy a negro? —preguntó el operador.

Gustavo Negri, el director del noticiero y uno de los ejecutivos del canal, lo detuvo.

—No, no, dejala —dijo. Y repitió—: Dejala.

Con la misma firmeza, con la misma convicción, Ana Espinosa continuaba:

—Estamos muy acostumbrados al horror. Muy acostumbrados a quitarle valor a la vida humana. Pero cada muerte es un escándalo. Un escándalo intolerable. En cada muerte se juega la dignidad humana. Cada muerte ofende y degrada la dignidad humana. —Se exaltó—. ¡A usted le hablo! ¡Míreme! ¡Usted, sí! ¡El monstruo repugnante que asesinó a Lupe Quintana! ¡Escúcheme!

Los crímenes de Van Gogh
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