20

Una frase antes de morir

Tocó el portero eléctrico.

—¿Sí?

Mintió:

—Vengo de parte del inspector Colombres. Tengo un mensaje para usted.

¿Colombres no vino?

—Por eso me mandó a mí.

¿Y usted quién es?

—Me llamo Fernando Castelli.

Un breve silencio. Una vacilación. Luego:

Suba.

Se oyó la chicharra y Fernando abrió la puerta.

No hay caso, se dijo, la gente, en el fondo, siempre cree que no le va a pasar nada.

Llegó al departamento. Lucía abrió la puerta y lo hizo pasar. Tenía recogidos sus largos cabellos rojos. Tenía, también, poco maquillaje.

Cerró la puerta.

—Sos muy joven, Fernando Castelli —dijo.

—No tanto. Aparento menos. Pero ya tengo treinta.

—Dale, sos un péndex.

El atelier era un atelier. Cuadros, telas en blanco, caballetes, muchos pinceles.

—¿Y Colombres? —preguntó ella.

—No va a poder venir.

—¿Ése es el mensaje?

—Ése.

—¿Querés un whisky?

—No, gracias.

—Sos capaz de decirme: «No bebo cuando estoy de servicio».

—No estoy de servicio.

—Ahora estás al servicio de Colombres.

—Pero porque soy su amigo. No porque sea policía…

Ella, sí, se sirvió un whisky. Luego, con detenimiento, miró a Fernando. Lo miró con gran eficacia, profesionalmente. Lo hizo, según suele decirse, como si lo desnudara.

—Entonces… así nomás. Que no viene. Y punto —dijo.

—Tuvo una misión urgente. Insoslayable.

Lucía sonrió. Dijo:

—«Insoslayable». Mirá las palabras que usás. ¿Sos escritor?

—Trato.

—¿Y qué escribís?

—Guiones para cine.

—¿Te filmaron alguno?

—Ninguno. Pero el próximo, sí.

—¿Tan bueno es?

—Insuperable.

—¿Y de qué trata?

—De usted, de mí.

Lucía dejó su vaso sobre una pequeña mesa. Preguntó:

—¿De vos y de mí?

—Quiero decir: de la gente en general.

—Yo no soy «la gente en general», Fernando. —Se le acercó. Le abrió el botón superior de la camisa y le aflojó la corbata. Dijo—: Y decime… ¿qué guión escribimos ahora?

—No… no entiendo.

—¿Cómo no? Si está todo claro. Tu amigo me plantó. Tuvo una misión insoslayable. Y te mandó a vos para darme la ingrata noticia. Y ahora… ahora, Fernandito, estamos solos. Aquí. Vos y yo. Y yo te pregunto: ¿qué hacemos? —Se soltó el pelo, ese pelo tan largo y tan rojo. «Ni Maureen O’Hara», pensó Fernando. Y ella, muy sensual, preguntó—: ¿Qué guión escribimos ahora? —Fernando se encogió de hombros. Susurró: «No sé». Y lo susurró tan susurradamente que, quizá, Lucía no llegó a escucharlo, ya que continuó hablando envuelta en sus palabras y agitando con sabiduría, es decir, lo necesario, su destellante cabellera—. ¿Sabés qué pensaba hacer yo con tu amigo Colombres? —preguntó. Y dijo—: Pensaba pintarlo. Más aún: pensaba pintarlo desnudo. ¿Sabés qué pienso hacer ahora? Te voy a pintar a vos. ¿Sabés cómo? Desnudo. ¿Te parece bien?

—Como usted diga —aceptó Fernando.

—Así me gusta —satisfecha, Lucía—. Un niñito obediente. Dale, sacate el saco y la camisa. —Sonrió con toda la malicia de la que era capaz. Que era mucha. Y dijo—: Por ahora.

Fernando se quitó el saco.

—¿Nada más? —preguntó Lucía—. La camisa también. ¿O te gusta más hacerle caso a Colombres que a mí?

—Señora… —dijo Fernando—, ¿puedo hacerle una pregunta?

—Dos.

—Con una alcanza. —Y dijo—: Si usted, ahora, tuviera que decir sus últimas palabras. Digamos, una frase antes de morir… ¿cuál diría?

—¿Es un juego?

—Un juego.

—¿Una frase antes de morir?

—Sí.

—Bueno, diría… ojalá el infierno sea tan divertido como dicen.

Fue, en efecto, su última frase.

Fernando extrajo su navaja del bolsillo trasero del jean, hizo un veloz movimiento de derecha a izquierda y abrió mortalmente la garganta de Lucía, que trastabilló, abrió unos enormes ojos y cayó, ya muerta, sobre el piso. La sangre que ahora salía de su boca era aún más roja que sus cabellos.

Una muñeca desarticulada: así quedó para los ojos de Fernando.

Siempre hay algo que decide el instante en que un asesino mata. No fue casual que Fernando decidiera terminar con Lucía no bien ella preguntó eso acerca de él y Colombres: «¿O te gusta más hacerle caso a Colombres que a mí?». Ahí, se había ganado su muerte.

Fernando se inclinó sobre el cadáver. Apartó los cabellos hasta dejar la oreja al descubierto. La oreja izquierda. Tenía un aro allí. Lucía. Un aro de plata. Fernando lo tomó entre el pulgar y el índice de su mano izquierda y tiró de él. Colocó, entonces, la navaja en el nacimiento del lóbulo. Y cortó la oreja.

Luego se puso de pie. Buscó una tela en blanco y la acomodó en un caballete. En su mano izquierda, siempre con el pulgar y el índice, sostenía la oreja sangrante. Le brillaba la frente. Y le brillaban, también, los ojos. Quizá tuviera fiebre.

Tomó, ahora, la oreja con su mano derecha. Siempre con el pulgar y el índice. Y miró la tela, la tela en blanco. Y lanzó una risa maléfica. Y exclamó:

—¡Una tela para Van Gogh!

Y escribió, allí, en la tela, con la oreja:

VAN GOGH

Y se fue.

Los crímenes de Van Gogh
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