14
Un Mercury del 40
Pietri había llamado a Colombres a su oficina: suponía, con acierto, que habría de encontrarlo allí, que, ahora, permanecería en esa ratonera hasta muy tarde, ya que, sin Nelly en la casa, se le haría duro el regreso.
El inspector estaba con las piernas largamente extendidas sobre el escritorio. Pietri, no bien lo vio, detectó algo raro en él, en, estrictamente, su aspecto físico. Estaba pálido, sí, ojeroso, con cara de curda solitario y patético. Sin embargo, había algo más. ¿Qué era?
—Te miro y… Vos, Colombres. ¿Qué es esto? ¿El show de tu derrumbe? —preguntó.
Colombres sostenía en su diestra una botella de Criadores, un whisky que tenía un estilo inalterable: cada día era peor.
—Podemos llamarlo así —aceptó Colombres—. Podemos decir, querido Pietri, que estás presenciando el show de mi derrumbe.
Pietri agarró una silla y se sentó a horcajadas. Le gustaba sentarse así. Miró a Colombres. Dijo:
—Y decí, dale: ¿qué fue, qué pasó, qué huracán arrasó con tu vida?
Colombres hizo un amplio gesto negativo con su mano libre. Bebió un largo trago de la botella y dijo:
—No, «qué huracán arrasó con tu vida»… no. Eso suena a bolero. Y lo mío, no. Bolero no. Lo mío es un tango, Pietri. Definitivamente un tango.
—Lo previsto: te plantó la pendeja.
—Qué: ¿estaba previsto?
—Y claro. Pero ¿en serio vos te creíste que una piba de hoy se iba a enamorar de un Mercury del 40 como vos?
—Ojo —atajó Colombres—. Buenos los Mercury del 40. Sólidos.
—Pero viejos, Colombres. Irremediablemente viejos. Conseguite una buena veterana y no jodás más. —Entonces lo advirtió. Sí, allí, en la cabeza. ¡Tenía, carajo, el pelo blanco! O peor: aún se le asomaban, por aquí y por allá, algunos mechones negros, grisáceos, como teñidos de polvo doméstico. Dijo, Pietri—: Pero ¿vos te teñías el pelo?
—Era parte de cierta compostura que me interesaba lucir —parloteó Colombres.
—Pero, viejo, decidite: o te das la biaba o no. Pero así: ni una cosa ni la otra. Mirate un poco, che. Das lástima. Parecés un arlequín discepoliano.
Colombres sacó las piernas de sobre el escritorio. Miró fijamente a Pietri. Parecía dispuesto a defender alguna dignidad aún vigente. Dijo:
—Y qué. ¿Qué hay si soy un arlequín discepoliano? ¿O tenés algo contra Discépolo vos?
—Esa Argentina murió, Colombres. Esa Argentina amarga, escéptica, cornuda y llorona de los tangos… murió.
Colombres volvió a tomar de la botella. Dijo:
—No sé. Yo, por lo menos, todavía estoy ahí. Todavía vivo ahí.
—Mudate lo antes que puedas. No es agradable vivir en un cementerio.
Colombres dejó la botella sobre el escritorio. Se puso de pie. Dio un par de pasos. No trastabilló.
Preguntó:
—Che, Pietri, ¿cómo sabías que Nelly se rajó?
—Lo supe apenas me citaste aquí a las diez de la noche. ¿Vos, en tu oficina a las diez de la noche? Fija: la pendeja se rajó.
—Estoy hecho mierda.
—Se ve. Pero a mí me interesa otra cosa, Colombres. Las heridas del corazón cicatrizan.
—Qué querés saber.
—¿Averiguaste algo sobre Van Gogh?
—¿Cómo? ¿No es que lo agarraste? Todos los diarios dicen…
—Que Van Gogh es Ricky Mintrone. Pero no es así. O, al menos, yo sé que no es así.
—No estás solo en eso: yo también lo sé. —Hizo una pausa. ¿Otro trago? Desechó la idea: tenía la garganta como un fuego. Dijo—: Y sé algo más.
—Qué.
—Sé quién es Van Gogh.
Pietri se puso de pie. Dio un par de pasos. Casi dibujó un círculo. Se preguntó si Colombres sería aún confiable. Y se dijo que sí, que se necesitaba algo más que el abandono de una pendeja para extraviarle la razón. Preguntó:
—Quién es.
Estaban los dos de pie. Frente a frente y se miraban. Entre ellos, el gran interrogante que la sociedad argentina creía resuelto y que, ellos, ahí, ahora, sabían que no: quién es Van Gogh.
Pietri le ofreció un cigarrillo. Colombres iba a tomarlo, pero retiró su mano. Dijo:
—No, hoy no.
—Quién es —insistió Pietri.
Colombres dijo:
—Tranquilo, Pietri, no me apures. Todavía no tengo todas las pruebas. Pero cuando las tenga, a Van Gogh te lo sirvo en bandeja. Todo para vos, Pietri. —Volvió a tomar la botella de Criadores. Volvió a beber. Tosió. Y largó una carcajada áspera, el rostro rojo, hinchadas las venas del cuello. Y dijo—: ¡Te van a sacar más fotos que nunca! ¡Pietri, el policía de la seguridad! ¡El hombre que le devolvió la tranquilidad al gran pueblo argentino!
—No jodás, carajo.
—Te hablo en serio: ¡te van a levantar una estatua, comisario Pietri!
Pietri permaneció tieso, mirándolo. ¿Estaba o no escuchando la verborragia turbia de un borracho? ¿Estaba o no irremediablemente loco Colombres, trastornado para siempre por el raje de esa pendeja huidiza?
Atormentado por estos pensamientos salió de la oficina.