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Arrojando a la abuelita por la escalera
Ricky Mintrone tenía diecisiete años, estaba a punto de concluir —penosamente para él, pero sobre todo para sus profesores— su bachillerato, fumaba porros, bebía sin excesos cerveza, y miraba videos. Odiaba a su familia y si alguna idea abrigaba sobre su futuro, era la de irse del país, irse alevosamente, para siempre, dedicando un feroz corte de manga a su padre, a su madre y a sus cinco hermanos, tres varones y dos mujeres, todos mayores que él, todos ejemplares, exitosos, pulcros, culpables del horrendo vicio de ducharse dos veces por día, y de llevar una vida repleta de normas, consejos, prohibiciones y palabras al viento.
Por medio de su genuino gusto por el cine, Ricky había trabado cierta amistad con Fernando, quien no desdeñaba, incluso con algún afecto sincero, guiarlo en su formación cinéfila. Y hasta había, Ricky, conocido a Doña Clara, la esperpéntica madre de Fernando, ya que al haberlo invitado Fernando a su casa para ver Casablanca o Citizen Kane, había sido inevitable, para Ricky, conocer y cruzar más que unas pocas palabras con la dama de la silla de ruedas y los ruleros en radiante technicolor.
Sin embargo, esa mañana, surgirían, entre ellos, algunas decisivas diferencias. Porque, esa mañana, Ricky Mintrone pidió a Fernando Castelli el video de Rocky IV.
—No te creo —dijo Fernando—. Es una joda.
—No es una joda —dijo Ricky—. Quiero Rocky IV.
—Pero no, no. No podes hacerte eso —dijo Fernando, dolorosamente asombrado—. Vos tenés que formarte. Formarte, entendés. Y no te vas a formar viendo Rocky IV.
—Bueno, dame Rambo II.
—Tampoco.
—Bueno, dame El Vengador del Futuro.
—Ni siquiera El Vengador del Futuro, Ricky. No son esas las películas que tenés que ver.
—Dale, Fernando, parecés uno de mis hermanos. O peor: mi viejo. No esto, no aquello, no lo otro. Entendé, loco. No me puedo pasar la vida dándote bola a vos. Casablanca ya la vi diecisiete veces. Y El Halcón Maltés veintidós. Y nunca entiendo un pomo.
—¿De El Halcón Maltés?
—Sí, de El Halcón Maltés. ¿De qué hablo yo? ¿De Mujercitas?
—Pero eso es lo bueno de las películas que te doy —insistió Fernando—. Te obligan a seguir la trama. A meterte. A compenetrarte.
—Veintidós veces me compenetré con El Halcón Maltés. Y nada. Ya fueron esas películas, Fernando. No me caben a mí.
¿Por qué hablarían así estos imberbes? ¿Quién entendería estas expresiones dentro de cinco o diez años? Ya fue. No me cabe. ¿Qué grado de vejez, de ajenidad al siempre destellante y dictatorial presente histórico delataría quien, dentro de diez años, apenas diez años o menos aún, dijera ya fue o no me cabe? Fernando recordó, inevitablemente, algo que le había dicho un investigador privado cuya amistad gustaba, contra sus hábitos de lobo solitario, cultivar. Había dicho este hombre: «Un día estaba con una mina joven, muy joven, en mi casa. Estábamos en la cama. Habíamos hecho el amor y ahora mirábamos el partido entre Inglaterra y Argentina. Era, claro, 1986 y se jugaba en México. Era el Mundial. Maradona, entonces, la agarra en mitad de cancha, casi, ¿no?, elude a un montón de ingleses y la pone en el arco. Yo salto en la cama y grito»: «Qué grande. Se pasó». La pendeja me mira como a un marciano, se va de la cama, se viste y, antes de salir de la pieza, mirándome por última vez en su vida, me dice: «Yo no me encamo con un tipo que dice se pasó». Nunca nadie me había dicho viejo de mierda con tanta certeza y precisión». Hay palabras, expresiones, que envejecen más que el tiempo. ¿Qué jovencita dentro de diez o quince años, huiría de la cama de Ricky cuando éste rematara alguna frase diciendo ya fue o no me cabe?
Fernando, como en los dibujos animados, sacudió su cabeza y abandonó estos desprolijos pensamientos. Miró a Ricky. ¿No esperaba demasiado de ese cuasiniño que aún lucía obstinados barrites y granos rojo profundo en su mentón y en sus mejillas? Decidió insistir. Dijo:
—Pero, decime, ¿a vos no te conmueve cuando Bogart dice que el halcón maltés es «la materia de la que están hechos los sueños»? Eso es arte, Ricky. Es poesía. Es cine de verdad.
Ricky chasqueó ruidosamente su lengua.
—Cortala, Fernando —dijo—. Dame Terminator II y no me jodás más.
Don Anselmo, que estaba, como siempre, en la caja, y comía un sándwich de pan francés con jamón crudo, queso, lechuga y mucha mayonesa, giró, no sin esfuerzo, su abundoso cuerpo hacia donde Fernando y Ricky dialogaban.
—Dale al pibe lo que te pide —dijo a Fernando—. Vos estás aquí para atender a los clientes, no para enseñarles historia del cine. —Hizo un brusco movimiento con la cabeza, como si le ordenase a la brigada ligera que cargara de una buena vez, y rugió—: ¡Vamos!
Es un mal día, pensó Fernando. ¿Por qué habría días así?
—No te pongás nervioso, Fernandito —dijo una voz amiga—. Hacele caso a tu patrón.
Llegaba el inspector Colombres. El que había espantado de su cama a esa jovencita por decir se pasó luego de ver a Maradona gambetear a medio equipo inglés. Él también había tenido un mal día en su vida. Al menos ése.
¿Qué edad tendría Colombres? Fernando ya no se lo preguntaba. Hacía tiempo que había renunciado a descifrar esa incógnita. Hacía tiempo, también, que había renunciado, sencillamente a preguntarle: «¿Qué edad tiene, inspector?». ¿Qué hubiera respondido Colombres? ¿Cincuenta y cinco? ¿Sesenta? Alguna cifra entre esas dos. O hubiera respondido: «Yo no tengo edad, pibe. Poneme la que vos quieras y listo». Porque tenía su orgullo. Tanto, que nunca se había perdonado dejar huir de su cama a esa jovencita después del gol de Maradona. Y todo por un maldito modismo generacional. Pero no importaba: adelante. Se había conseguido otra. Le gustaban las mujeres jóvenes, muy jóvenes, y no pensaba renunciar a una inconducta tan placentera. Sí, tenía su orgullo. ¿O acaso no se teñía —cuidadosamente— el pelo? Cuidadosamente, porque no se lo teñía todo, a lo bestia, delatándose. No; se dejaba unas canas plateadas y abundantes en las sienes, alrededor de las orejas, que le trepaban hasta la superficie de su armoniosa cabeza. Y, también, se teñía el bigote. Un bigote espeso —que, acostumbraba a decirse Fernando, era lo único que lo señalaba como el cana que, al fin y al cabo, era—, un bigote que le cubría buena parte del labio superior, un bigote que cada mañana, frente al espejo, se prolijaría mientras cantaba algún tango del cuarenta.
—¿Te acordás de lo que le decía el barman de Casablanca a la francesita? —preguntaba, ahora, a Fernando.
Colombres, dos o tres veces por mes, alquilaba Casablanca. Un hábito que le había producido otro: el de usar, lloviese o no, un impermeable tipo Bogart en la escena final del aeropuerto diciéndole a Ingrid Bergman Siempre Nos Quedará París, disparándole mortalmente al Mayor Strasser, escuchando decir a Claude Rains la impecable frase destinada a salvarlo: Arresten a los sospechosos de costumbre.
—Ahora no me acuerdo de nada —respondió Fernando con el propósito de exhibir algún fastidio y algún cansancio.
Colombres se inclinó hacia él apoyando sus grandes manos en el mostrador.
—Le decía: «Yo te amo, pero él me paga». Y le hacía caso a Bogart.
—Si mi patrón fuera Bogart, yo también le haría caso —respondió Fernando, echándole una mirada rabiosa y furtiva a Don Anselmo.
Quien, siempre entre los dientes el cigarro oscuro y apagado, dijo:
—¿Me estás insultando, pendejo?
«Pendejo», se dijo Fernando. ¿Qué, en el entero mundo, autorizaba a ese gordo avariento a decirle pendejo a él? Quizá un único pero inapelable motivo: era su patrón y le pagaba un sueldo.
De modo que dijo:
—Jamás me atrevería a insultarlo, Don Anselmo. —Y, con una mueca que fue casi una sonrisa desdeñosa, agregó—: Lo respeto más que a King Kong. —Extrajo un video de la estantería y se lo arrojó a Ricky—. Tomá, chabón —dijo—. Terminator II. Y cuidate. No te vayas a empachar las neuronas.
Ricky, ágilmente, atajó el video. Y luego, con acento de doblaje, dijo:
—¿Sabes, Fernando? Creo que éste es el final de una hermosa amistad.
Lanzó una carcajada y se fue.
—Y todavía tengo que aguantar que se burle de mí —masculló Fernando.
—¿Le cobraste? —preguntó Don Anselmo.
—¿Esa porquería le voy a cobrar? —dijo Fernando.
—¡Aquí se cobra todo, che! —bramó Don Anselmo, que había aprendido, desde sus primeros años de argentino desembarcado, a rematar muchas de sus frases con un adecuado che.
—Era un chiste, Don Anselmo —lo calmó Fernando—. Ayer sacó un abono de diez. —Giró hacia el inspector y le guiñó un ojo.
Ambos sonrieron.
—¿Conmigo no tenés tantos problemas, no? —preguntó Colombres.
—Atenderlo a usted es un placer, inspector. ¿Algún caso nuevo?
—Nada, pibe. La mishiadura es total. Menos mal que tengo la jubilación. —Colombres lo miró con fijeza y añadió—: Aquí te tenés que reír. Es un chiste.
—¿Lo de la jubilación?
—Precisamente. Yo digo: «Menos mal que tengo la jubilación». Y vos te piyás de risa.
—¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! —hizo Fernando. Y preguntó—: ¿Está bien así?
—Inmejorable —admitió Colombres. Y decidió cambiar de tema—: Bueno, decime, ¿tenés algo nuevo, algo bueno?
—El Beso de la Muerte, inspector —se entusiasmó Fernando—. ¿Se da cuenta? La película que da nombre a este gran establecimiento. Hoy entró una copia nueva.
Colombres, memorioso, se acarició la barbilla. Preguntó:
—¿Ésa en la que Richard Widmark tira a la vieja paralítica por la escalera?
—¡La mismísima! —respondió Fernando, exaltado—. El Beso de la Muerte, Fox, 1947, Henry Hathaway. En la que Richard Widmark, prodigioso, asesina a la vieja paralítica tirándola por la escalera. —Se puso súbitamente pálido. Y continuó hablando, pero como para sí, abstraído—: Tira a la vieja paralítica por la escalera y la mata… La mata a la vieja paralítica. —Dibujó con sus manos el movimiento de un empujón definitivo mientras continuaba diciendo—: La tira con la silla de ruedas. La ata a la silla de ruedas… y la tira.
Colombres se inclinó hacia él, buscándole los ojos. Dijo:
—Eh, pibe, ¿te pasa algo?
Fernando sacudió una vez más su cabeza. Dijo:
—No, nada. Se me cruzó una idea. Una idea, inspector. Solamente una idea.
—Esperemos que sea buena.
Fernando reflexionó un instante. Luego dijo:
—Creo que es… muy buena.
Y le entregó al inspector Colombres el video de El Beso de la Muerte.