13
Whisky en la cara
Fernando entró en la oficina de Rafael Sánchez Cornejo. Traía una pequeña bandeja con un whisky. Sánchez Cornejo revisaba unos papeles escritos en inglés. Fernando dejó el whisky sobre el escritorio. Preguntó:
—¿Algo más, señor Sánchez Cornejo?
Sánchez Cornejo lo miró. Lo miró y dijo:
—Sí, algo más. —Arrojó con fastidio el bolígrafo sobre los papeles escritos en inglés—. Te vi entrar en la sala de reuniones el otro día.
—Desde luego, fui a llevar café.
—Te vi entrar cuando estaba Miss Toland. —Preparó la palabra y la lanzó como una acusación—: Sola.
—No se le escapa nada a usted —comentó Fernando, moviendo, pesaroso, su cabeza.
—¿Qué hablaste con ella? —interrogó Sánchez Cornejo.
—Nada importante —evasivo, Fernando.
—Qué es nada importante —seco e inquisitivo, Sánchez Cornejo.
—Nada importante es… nada importante. Sólo eso.
—No tendrías que haberlo hecho. —Encendió un cigarrillo. Miró con muy escaso aprecio a Fernando—. Sabés, no valés gran cosa vos. A veces pienso: para qué te tenemos aquí. Venís a la tarde. Servís café, algún whisky. Revisas algunas cuentas. Y nada más. Es como una beneficencia lo nuestro con vos. —Con brusquedad se le enrojeció el rostro. De mala manera, espetó—: ¡Vamos, escupí! ¿Qué hablaste con Miss Toland? ¿Le pediste que te llevara a Hollywood?
Fernando sonrió y, con fina ironía, dijo:
—¿Para qué quiero ir a Hollywood, señor Sánchez Cornejo? ¡Estoy tan bien aquí!
Sánchez Cornejo vaciló: no supo si creerle o resolver que, sin lugar a duda alguna, Fernando se burlaba de él. De él y de Todofilm. Se apoderó del vaso de whisky y bebió una considerable medida. Luego, aparatosamente, con un amplio ademán violento y despectivo, arrojó el resto en el rostro de Fernando.
—¡Este whisky está aguado! —rugió.
Fernando no hizo movimiento alguno. El líquido se deslizó por su rostro y sus pequeños anteojos Trotsky se humedecieron enturbiándole la visión, hecho que no le importó, ya que, no sin verdadera causa, no deseaba ver lo que ocurría. Luego, muy sereno, mientras el líquido ya se adueñaba de su corbata y sus solapas, dijo:
—¿Sabe, señor Sánchez Cornejo? Bette Davis solía hacer estas escenas. ¿Ésta, no? Tirar el whisky de un vaso a la cara de la gente. A comienzos de los ochenta la hizo Michelle Pfeiffer en Scarface. Tiraba whisky en la cara de Al Pacino. Pero, claro, usted no es Bette Davis ni tampoco Michelle Pfeiffer.
Sánchez Cornejo lanzó una descomedida carcajada. Y, luego, con una voz ronca, lindante con la grosería, dijo:
—Pibe, si yo fuera Michelle Pfeiffer me pongo un puesto de peaje entre las piernas y con lo que le cobro a cada uno que cruza me lleno de oro.
—Cada cual tiene sus fantasías, señor Sánchez Cornejo —dijo, sutil pero incomprendido, Fernando. Fue, no obstante, suficiente para él. Si el tarado de Sánchez Cornejo no había sido capaz, ni lo sería nunca, de recibir la herida de semejante línea, él no era responsable de ello. Él, al menos, había dicho la frase. De modo que, sereno, preguntó—: ¿Quiere que le traiga otro whisky? Quizá se lo vuelvo a traer tan aguado como el anterior y tiene el placer de tirármelo otra vez en la cara.
—Con una vez fue suficiente. No acostumbro a repetir placeres tan intensos. —Caramba, esa línea era buena, pensó, apenado, Fernando. Si ese idiota había sido capaz de construirla, no era, quizá, tan idiota, y, si no lo era, lo había, entonces, ofendido, ya que sólo los seres inteligentes pueden inferir una ofensa. Para colmo, irritado, como si deseara ahuyentar algún insecto molesto, Sánchez Cornejo dijo—: Rajá, inútil.
Humillado, como quien ha recibido dos o tres golpes violentos, que dejarán en su cuerpo insoslayables moretones, Fernando buscó la puerta y salió.
Rajá, inútil.
¿Podía alguien —y sobre todo alguien que tenía una tan especial, tan elevada consideración de sí mismo, un escritor secreto, un artista— tolerar algo así?