17
Borges nunca hubiera escrito algo tan bueno
Ana Espinosa sabía que su situación ya no era la de antes. Finalizado el caso Van Gogh, ese cavernícola de Diego Winkler —así gustaba decirle Ana: cavernícola— podía en cualquier momento desprenderse de ella, o, al menos, relegarla a las noticias internacionales para las que el noticiero destinaba menos tiempo, y reponer a Estela, con quien Winkler, sospechaba Ana, algo, o más que algo, tenía que ver, en la sección de noticias nacionales y como nueva estrella del noticiero.
No obstante, aunque las cosas se desarrollaran así, no habría, conjeturaba, de sufrir mucho: tendría otras ofertas, sin duda. Mejores o peores. Pero habría de sobrevivir. No abrigaba duda alguna al respecto. Esa noche había algo más importante. Algo que le impedía entristecerse por nubarrones pasajeros. Ese joven: Fernando Castelli. Le gustaba. Era más joven que ella, pero… qué diablos. Era una edad deliciosa: siempre había alguna pureza, algo intocado en los jóvenes. Y si no era así, lo era en Fernando Castelli, podría jurarlo. Su intuición no iba a jugarle una pasada tan mala.
Se habían citado en El Ciervo. Cuando llegó, él, Fernando, la esperaba con una sonrisa fresca, como si estuviera viendo lo que realmente sus ojos deseaban ver. Se sentó junto a él.
Pidió un whisky.
Hablaron de algunas vaguedades. Ana no pudo evitar comentarle su situación en el canal. Ese infame de Diego Winkler. Estela, esa trepadora. Todo estaba por cambiar. Si había que irse, se iba.
Fernando le dijo que tratara de olvidar. De olvidar todo eso. Por ahora, al menos.
Ana dijo que sí. Que olvidaría. Que él, Fernando, podría ayudarla. Fernando preguntó cómo. Y Ana dijo que él sabía. Que él le había prometido algo. Que si lo cumplía, dijo, ella iba a olvidarse de todo lo malo de este mundo. Fernando, entonces, recordó. Recordó que había prometido contarle algunas buenas historias. De Borges. Sí, eso recordó: que había prometido contarle historias de Borges.
Rieron.
—Una buena historia es el mejor remedio contra cualquier tristeza —sentenció Fernando. Que, en rigor, creía bastante en eso.
El mozo trajo el whisky de Ana. Que bebió un buen trago. Le hizo bien. Miró a Fernando.
—Te escucho —dijo. Y sonrió.
—Mirá, es así: son dos abogados —empezó Fernando.
—Dos abogados —repitió Ana.
—Uno es joven, brillante. El otro es maduro y un poco gordo. Son socios, claro. Y están contra la pena de muerte. Tanto, que viven empeñados en demostrar que la Justicia es falible. Que se puede equivocar y condenar a un inocente. ¿Me seguís?
—Totalmente.
—Bueno, un día aparece una mujer muerta en un acantilado. El abogado joven va y deja en la escena del crimen su reloj y una lapicera que tiene grabado su nombre. Pero, claro, mientras lo hace, su socio, el abogado más viejo y algo gordo, ¿no?, lo fotografía. Bien, ¿qué pasa? Lógico: a los dos días arrestan al abogado joven. Lo acusan del crimen. Lo juzgan. Y llega el día del veredicto. ¿Me seguís?
—Pero… ¡claro! Dale, seguí.
—Entonces el abogado más viejo y algo gordo junta las fotos, todas las fotos que le sacó al abogado joven dejando las evidencias y va hacia el Juzgado. Pero ¿qué pasa?
—¿Qué, por favor, qué?
—En el viaje al Juzgado el coche del abogado más viejo y algo gordo choca con un camión, vuelca y se incendia. El abogado muere y se queman todas las evidencias.
—¡Por Dios! ¡Y al abogado joven lo declaran culpable!
—Tal cual; culpable de homicidio en primer grado.
—¿Y? ¿Va a la cárcel?
Fernando pidió otra Coca-Cola. Luego dijo:
—Mirá, lo que sigue es complicado. Pero demuestra que hay frases que no se deben decir.
—¿Por qué? Dale, seguí que me muero.
Fernando siguió. Dijo:
—La esposa del abogado joven sigue con la investigación y descubre que la muerta se llamaba Ema y que había bailado en otra ciudad veinte años atrás. En resumen: descubren a otro culpable, un tipo de la ciudad donde Ema había bailado… y el abogado se salva.
—Menos mal. —Ana bebió de su whisky, aliviada.
Fernando dijo:
—Esperá, no termina todavía. El abogado vuelve a su casa y le dice a su esposa: «Te agradezco que hayas demostrado que yo no maté a Ema». La mujer lo mira y le pregunta: «¿Cómo sabés que se llama Ema?». ¿Te das cuenta? ¡Era culpable el abogado! Había matado en serio a la mujer y había armado todo ese batifondo para ocultar su crimen.
—Pero lo perdió la frase que nunca debió haber dicho.
—Exactamente. Lo perdió haber dicho: «Te agradezco que hayas demostrado que yo no maté a Ema». Él no tenía manera de saber que la mujer se llamaba Ema a menos que hubiese sido su antiguo amante y su verdadero asesino. Nunca debió haber dicho esa frase.
—¡Qué buena historia! —exclamó Ana—. ¿Es de Borges?
Fernando rio. Dijo:
—No, es una película de Fritz Lang. Cambie algunas cosas, pero la historia es así, como te la conté. Es de 1956 y se llama Más Allá de la Duda, con Dana Andrews y Joan Fontaine.
—Habías prometido contarme historias de Borges.
—Borges nunca hubiera escrito una historia tan buena.
Dijo Fernando.