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Una pregunta de Jack el Destripador

El mediodía de Fernando no era un high noon. Salía del videoclub, regresaba a su casa, comía un sándwich, bebía una Coca-Cola y se ponía un traje, una camisa y una corbata para ir, así, con sus pequeños anteojos, con su pelo largo y desprolijo, pero, inapelablemente, con un tedioso aspecto yuppie, a su segundo empleo.

Se afeitaba, ahora, sin mayor esmero con una máquina eléctrica, cuyo incesante ronroneo no le impidió oír tres golpes, que nadie hubiera juzgado suaves, sino, más exactamente, brutales, en la puerta de su habitación. No necesitó preguntarse quién sería. Era el lobo feroz soplando con toda su furia. ¿Derrumbaría su precaria casita?

—¡Apurate o llegás tarde, basura! —oyó—. ¡Cuidá lo poco que tenés por lo menos!

No respondió. Sin embargo, detuvo la máquina eléctrica y avivó sus sentidos. Oyó, así, el chirrido —ni hiriente ni agudo en exceso— de la silla de ruedas de su madre. Por fortuna, se alejaba.

Iba a continuar afeitándose cuando lo vio por segunda vez. Sentado, con displicencia, en un sillón, con las piernas estiradas y apoyando los pies sobre una silla, prolijándose las uñas con un escalpelo, prolijándoselas minuciosamente, estaba Jack el Destripador. ¿Era su imaginación, la suya, la de Fernando, o una bruma densa se deslizaba siempre en torno de él? Aunque, claro, si de formular preguntas se trataba, había una anterior a todas: ¿era su imaginación o era, verdaderamente, Jack el Destripador quien allí estaba? Decidió no hacerse esta pregunta. O, al menos, no dejarse asediar por ella. Caramba, ¿por qué concederle tanto a la sensatez? ¿Por qué no aceptar, con humildad, un hecho tan imposible, tan absolutamente loco, como, para él, ahora evidente, es decir, que allí, donde ahora lo veía, estaba Jack el Destripador?

—¿Hacia dónde te diriges? —preguntó Jack.

Fernando comenzó a anudarse la corbata.

—A Todofilm —respondió—. Es una productora y distribuidora de películas. Trabajo en el archivo y sirvo café en las reuniones de directorio.

Jack sonrió con ironía y hasta con cierto desdén.

—Una vida fascinante la tuya —comentó.

Fernando suspiró con hastío, pero sin resignación alguna.

—Lo sé muy bien, Jack —admitió—. No hay película más aburrida que mi propia y triste existencia.

Jack continuaba prolijándose las uñas, rodeado de esa bruma. Uno que otro destello despedía el escalpelo.

—¿Sabes que hacía yo cuando me aburría? —Hizo una pausa. Miró a Fernando. Dijo—: Mataba a una prostituta. La destripaba. Le sacaba los riñones. Seccionaba uno en dos mitades. Una mitad la freía y la comía en la cena. La otra mitad se la enviaba a la policía. —Sonrió placenteramente y agregó—: Se horrorizaban con esas travesuras mías.

—¡¿Travesuras?! —exclamó Fernando—. ¡Eso es vivir! —Pero, en seguida, se aquietó y, pesaroso, dijo—: Pero usted es Jack el Destripador. Y yo soy un pobre tipo, incapaz de matar una mosca.

Jack el Destripador dejó de prolijarse las uñas. Fijó sus ojos claros, grises pero siempre con algún destello rojizo, en los de Fernando y preguntó:

—¿Estás… seguro?

Fernando no respondió.

Los crímenes de Van Gogh
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