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«El próximo entierro es el suyo».
El entierro de Lucía Peña fue en el cementerio de la Recoleta. Un cura de rostro encendido, de apellido O’Connor, un cura, en suma, presumiblemente irlandés, dijo algunas palabras. Dijo:
—Estamos aquí para despedir a nuestra querida hermana y amiga Lucía Peña. Ante todo, una artista.
Había poca gente. Estaba Ignacio Peña, el arquitecto Ignacio Peña, marido de la desdichada Lucía. Un par de parientes, algunos amigos y, apartado —con su impermeable oscuro, justificado en ese día aciago porque, en verdad, algo, al menos, llovía—, estaba el inspector Colombres.
Era uno de los espectáculos más tristes que la realidad puede ofrecer: una tumba abierta, un cura hablando, un cielo gris, una llovizna empecinada y unas pocas dolientes personas con paraguas negros. Continuaba el cura O’Connor:
—Lucía Peña volcó su sensibilidad en el lienzo. Una tela en blanco era un desafío a su inquieta imaginación. Así, nos ha dejado obras que valoramos y que permanecerán como parte del tesoro pictórico de este país. —Sus ojos brillaron con dolor y con alguna indignación, algún furor—: Quiso su trágico destino que un cobarde mutilador que firma con el nombre de un antecesor de su arte excelso, que firma con el nombre de Van Gogh, fuera, precisamente, su cruel, su impiadoso asesino. La justa ira de Dios se abatirá tarde o temprano sobre él. Porque aunque los asesinos escapen a la justicia de los hombres, jamás escapan a la justicia divina. —Se aquietó ahora el furor de sus ojos. Su voz se tornó cálida cuando dijo—: Prometamos a nuestra querida Lucía nuestro permanente y amante recuerdo durante cada uno de los días que aún permaneceremos en este mundo. Así lo prometemos. Amén.
Los presentes susurraron: «Amén».
Ignacio Peña arrojó tierra sobre el ataúd.
Todo había terminado.
El cura O’Connor estrechó la mano de Peña. Y dijo:
—No es la primera vez que doy sepultura a la víctima de un asesino. —Estrechó la Biblia contra su pecho. Se lo veía ensombrecido por un recuerdo horrendo. Continuó—: Años atrás, en un Reformatorio de Mujeres de la ciudad de Coronel Andrade, hubo una atroz serie de crímenes. Aún atormenta mis noches el recordarlos. —Hizo una breve pausa. Peña caminaba quedo y mustio a su lado. O’Connor continuó—: ¿Lo creerá usted? La asesina era una niña.
—¿Cómo terminó todo? —preguntó Peña.
—Jamás me lo creería —dijo O’Connor.
Estrechó un vez más la mano del arquitecto y se alejó.
Ignacio Peña encendió un cigarrillo. No usaba paraguas. ¿Qué podía ser una llovizna comparada con su dolor? ¿Qué podía ser una llovizna para un hombre de su estatura, de su fortaleza física?
Se acercó hasta Colombres. Se miraron durante un prolongado momento. Peña dijo:
—Si usted la hubiera vigilado adecuadamente… esto no habría ocurrido.
—Usted no me contrató para que la vigilara —respondió Colombres—. Quería saber si le era fiel o no.
—¿Y eso no implicaba vigilarla?
Colombres negó con la cabeza. Dijo:
—Era una investigación, no una vigilancia. No es lo mismo.
Peña tuvo deseos de golpearlo. De darle un furibundo cross con una de sus enormes manos. Se contuvo. Amenazante, dijo:
—Escuche bien, Colombres: el que la mató era su amante. Y la mató porque ella quiso dejarlo.
—¿Y por qué quiso dejarlo?
—Porque no toleraba serme infiel. Porque era una buena mujer. Y porque me amaba. ¿Entendió? —Colombres nada dijo. Peña le apoyó su índice en medio del pecho. Como si lo encañonara con un arma letal. Y dijo—: Lo voy a hacer vigilar, Colombres. Voy a contratar a otro investigador y lo voy a hacer vigilar a usted. Y si usted tuvo algo que ver con ella… Si usted violentó su inocencia esencial…
—Su inocencia esencial…
—¡Sí! Su inocencia esencial. Si usted hizo eso, Colombres, despídase de este mundo. El próximo entierro es el suyo. Buenos días.
Se fue.
Colombres, resignado, se encogió de hombros.
¿Por qué todo se complicaba tanto?