9

Una divergencia

Julia Rauch desbordaba felicidad por la abrupta conclusión del caso Van Gogh. En verdad, no era mucho lo que había logrado avanzar la Comisión Investigadora del Congreso cuya presidencia ejercía, y esta desafortunada circunstancia la colocaba en situación por demás incómoda en la interna de su partido. Más aún, ahora, cuando se acercaban las elecciones de autoridades partidarias en las que ella tenía algo más que decisiva importancia y participación.

Caramba, ¡jamás hubiera tolerado que se deteriorara su brillante carrera política por ese loco corta-orejas!

Fue, así, que asistió con buen ánimo a la nueva reunión convocada por el Ministro del Interior.

Allí estaba, también, el comisario Pietri, quien, no dejó de advertirlo, no lucía tan radiante como ella. El Ministro, sí.

Y dijo:

—Bueno, se acabó Van Gogh, ¿no?

Julia Rauch respiró hondamente. Otra vez, como siempre, la vida le sonreía. Sí, se dijo, era una mujer destinada al éxito.

Dijo:

—Aquí, entre nosotros, en fin, para qué negarlo, tuvimos bastante suerte. Que esa mujer, esa pobre mujer, haya alcanzado a escribir el nombre de su asesino fue, cómo decirlo, un milagro.

El Ministro sonrió con una sonrisa amplia que exhibía unos dientes muy blancos y muy parejos, laboriosamente trabajados por algún laborioso dentista de, qué duda podía caber, costosísimos honorarios. Con unos dientes así tallados, ¿cómo no luchar por una vida que otorgara una y otra vez triunfos que justificaran lucir esos dientes?

De modo que sonrió y dijo:

—La cuestión es que lo hemos detenido. Se acabó este loquito empeñado en perturbar la paz de los argentinos. Nuestros conciudadanos van a volver a sentirse tranquilos. Van a continuar paseando por la calle Lavalle hasta las cuatro de la mañana. Al fin y al cabo, querida Julia, ese es nuestro estilo de vida, ¿no? Pasear por la calle Lavalle hasta las cuatro de la mañana.

Julia se exaltó aún más. Dijo:

—Fue notable la unanimidad de la clase política, señor Ministro. No hubo banderías. Ante todo, apresar a Van Gogh. Y después, recién después, volver a nuestras divergencias. —Sólo había una nota disonante y Julia Rauch no dejó de detectarla. El comisario Pietri. El Ministro sonreía. Ella hablaba de la unanimidad de la clase política. Y Pietri, nada. O peor aún: serio, casi sombrío. La Rauch preguntó—: ¿Por qué tan callado, tan poco alegre, Pietri?

El comisario sacó su boquilla negra y la ubicó entre sus dientes. Sólo eso. No puso ningún cigarrillo en ella. Con frecuencia la destinaba meramente para tal curiosa finalidad: para mordisquearla.

Respondió:

—Porque ustedes, querida Julia, no pueden volver a sus divergencias. Porque hay una divergencia que permanece. Una divergencia que me impide unirme al feliz optimismo que los anima.

—Co… comisario… —sólo atinó a balbucear el Ministro.

Un súbito espasmo conmovió a Julia Rauch, que llevó una mano a su pecho.

—Pietri, por favor —dijo—. ¿Qué estás diciendo? ¿Cuál es esa divergencia?

Muy firme, Pietri respondió:

—La divergencia entre Ricky Mintrone y Van Gogh. Son tan divergentes que no son la misma persona.

Los dientes desaparecieron de la cara del Ministro.

—¿Có… cómo? —otra vez balbuceó.

—Pietri, ¿qué estás diciendo? —alterada, alarmada, desesperada Julia Rauch.

Pietri, concluyente, sombrío y definitivo:

—Digo que Ricky Mintrone no es Van Gogh. Digo que Van Gogh, todavía sigue libre… Y que va a volver a matar.

Julia Rauch casi perdió el conocimiento. Por Dios, sólo faltaba un mes para las elecciones internas de su partido.

Los crímenes de Van Gogh
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