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El vértigo de los mass-media
El arresto de Ricky Mintrone conmocionó al país: ¡Van Gogh era un adolescente de diecisiete años!
Pronto se olvidaron las víctimas, los posibles méritos de la policía, y hasta, en un primer momento, la extraña circunstancia que llevaba al asesino a cortarles una oreja a sus víctimas y a firmar Van Gogh. La sorpresa, inmensa, de la identidad del asesino, de sus escasos años, llenó las páginas de los diarios y los programas de televisión y de radio.
Van Gogh había salido al aire y los medios habrían de mantenerlo allí todo el tiempo que fuera necesario. Suponían, con certero olfato, que se convertiría en un producto de extraordinaria eficacia comercial.
—Comisario Pietri, buenos días, le habla Bernardo Neuman de Radio Rivadavia, ¿me escucha?
—No voy a formular declaraciones, Bernardo.
—Permítame decirle, Pietri, que es usted un policía ejemplar. Que la comunidad argentina no tiene palabras para agradecerle la proeza que ha llevado a cabo.
—No tengo nada que decir, Bernardo.
—Pienso, Pietri, que la prensa no se ha ocupado debidamente de usted. Que silencia sus méritos. Usted es uno de los ejes fundamentales de la seguridad en este país. ¿Piensa presentarse como candidato por algún partido durante las próximas elecciones?
—Insisto, Bernardo: no tengo nada que decir.
—Fue un placer dialogar con usted, Pietri. Hasta cualquier momento. Seguimos hablando por línea privada.
Ni siquiera la prudencia —absolutamente inusual— del comisario Pietri llamó la atención de los medios, que decidieron, ya que no deseaba hablar, ignorarlo sin más.
Nadie se formuló una sencilla y poderosa pregunta: ¿por qué no hablaba Pietri?
Los representantes de los medios llegaron a la casa de Ricky Mintrone. Lograron ser recibidos por sus padres. Los cinco hermanos se negaron. Pero los padres, no. Arrasados por el dolor y la culpa, aceptaron ofrecer sus rostros pálidos a la voracidad informativa.
Los de la revista Caras fotografiaron exhaustivamente la casa. Rosa Mintrone, la madre de Ricky, aceptó posar frente a la escalera.
—Sonría, señora.
—No puedo sonreír. Estoy triste.
—Sólo para la foto, señora. Un segundo apenas.
La señora Mintrone se lanzó a llorar.
—¿Cómo voy a sonreír si mi hijo es un asesino? —jadeante, exclamó.
El de Telesí enfrentó la Cámara. Dijo:
—He aquí el dolor de una madre. De una madre que no puede sonreír. De una madre que, quizá, nunca volverá a sonreír. La comprendemos: ¿cómo sonreír cuando se ha engendrado a un monstruo?
El arquitecto Alberto Mintrone recibió a los periodistas en su escritorio. Había muchos libros.
El de Telenueve a Cámara:
—Estamos en el escritorio del arquitecto Alberto Mintrone. Hay muchos libros. Y la pregunta surge inevitable: ¿de qué le sirvieron a Mintrone? ¿Para qué leyó tantos libros si no supo educar a su hijo? Hay una cultura de los libros que es información. Y hay una cultura de la vida que es sabiduría. Esto le faltó al arquitecto Alberto Mintrone: sabiduría. Sin duda leyó muchos libros. Pero, desgraciadamente, no supo leer el corazón de su hijo.
—Lo único que puedo hacer ahora es pedirle perdón a la sociedad argentina —dijo el arquitecto Mintrone—. Nunca imaginé que mi hijo Ricky era un asesino. Lo eduqué con amor. Con todo mi amor. Pero no fue suficiente.
—¿Usted sabía que fumaba marihuana? —del semanario Seremos.
—Juro que no —con los ojos ya lagrimeantes, Mintrone.
—¿Se ocupó de impedirle ir a los recitales de los Guns N’Roses? —el de Crónica.
—No sé qué es eso.
—¿Cómo no sabe qué es eso? —indignado el de Crónica—. Son unos piratas rockeros que quemaron una bandera argentina.
—Lo siento, no lo sabía.
—¿No cree que hubiera debido saberlo? —otra vez el de Crónica—. Se trata de un grupo de rock violento que transmite violencia a los jóvenes que concurren a escucharlo.
—Discúlpenme, debí haberlo sabido.
El de Telenueve a Cámara:
—Ricky Mintrone fumaba marihuana y asistía a los recitales de los Guns N’Roses… ¿Es necesario agregar algo más?
El de Argentina Televisora Confort:
—Y su padre no sabía nada. ¿Han quedado atrás las ideas de hogar, de familia, de educación? ¿No será tiempo de volver a preguntar a los padres desde las pantallas de televisión: sabe usted qué está haciendo en este momento su hijo?
Las lágrimas, abundantes ya, se deslizaban por el rostro del arquitecto.
De la revista Gente:
—Una foto, arquitecto.
—¿Sonriendo?
—No, sonriendo no.
—Como a mi señora le pidieron sonriendo…
—Pero a usted no, arquitecto. Así como está: con esas lágrimas de arrepentimiento y dolor.
—¿Qué tiene ahí, arquitecto, sobre el escritorio? —preguntó el de Para Sí.
—Es un pequeño busto de Sarmiento.
—Acérquese, por favor. Queremos tomarlo junto a Sarmiento.
—¿Qué tiene que ver Sarmiento en esto?
—¿Cómo qué tiene que ver? Fue el educador que usted no fue.
El arquitecto Alberto Mintrone se colocó junto al busto de Sarmiento. El de Telenueve a Cámara:
—He aquí un contraste dramático, patético: Domingo Faustino Sarmiento y Alberto Mintrone. El hijo del prócer, Dominguito, murió en la batalla de Curupaytí defendiendo a la patria. El hijo del arquitecto Mintrone fue un asesino impiadoso. Dos padres, dos hijos. Dos destinos. Esto es todo desde aquí. Volvemos a estudios centrales.
Los de Argentina Televisora Confort se detuvieron frente a la puerta de la habitación en que se habían encerrado los cinco hermanos de Ricky. Un periodista miró a Cámara. Dijo:
—Ahí, en esa habitación, esconden sus rostros los cinco hermanos de Ricky Mintrone. Son cinco, son muchos. Son un latente peligro para la sociedad. Porque… pensemos un instante: han tenido la misma educación, el mismo hogar, los mismos padres que Ricky Mintrone, ¿qué nos asegura a nosotros, argentinos, que no esconden en las penumbras de sus almas designios tan siniestros como los de su hermano monstruo? La sociedad deberá observarlos. Vigilarlos. No perderlos de vista ni un solo día. Porque… cuando comiencen a matar ya será tarde.
Tras lo cual los representantes de los medios abandonaron el hogar de los Mintrone.
Días después, el arquitecto Alberto Mintrone se suicidaba. Rosa Mintrone era internada en una clínica psiquiátrica del Barrio Norte, los tres hermanos se radicaban en Francia, una hermana se metía a monja y la otra, Adelina Mintrone, una joven de veintidós años, de pocas palabras y temperamento enérgico, se hacía cargo, al parecer con sumo agrado, de la administración de los bienes familiares.
A la semana del arresto de Ricky Mintrone el diario Crónica sacó, en primera plana, un título catástrofe:
¡El nuevo Chacal!
Así, la sociedad argentina, no muy propensa a recordar, fue obligada, precisamente, a recordar a un personaje que había quedado sepultado por los horrores que le sucedieron: por la masacre de Ezeiza, por la organización terrorista Triple A y por los desaparecidos de la dictadura militar.
El personaje era Carlos Eduardo Robledo Puch, un joven de diecinueve años que entre 1971 y 1972 había asesinado a once personas, y a quien el vespertino Crónica había bautizado: Chacal.
Durante la época, el macabro humor de los argentinos comenzó a decirle Robledo Puch al director técnico del por entonces muy desafortunado equipo de River Plate, porque, decían, el brasileño Didi, que no era otro el nombre del técnico de River, tenía, tal como Robledo Puch: once muertos.
De modo que:
¡El nuevo Chacal!
Ése era Ricky Mintrone.
Descubrir —nadie supo muy bien cómo, pero la información se filtró con impecable precisión— que Ricky Mintrone tenía una novia, abrió otro frente para la avidez periodística.
La chica se llamaba Pamela Iriarte, tenía la misma edad de Ricky, iba a un Colegio Privado, y allí, a la salida del Colegio, la atraparon los representantes de los medios, la aislaron de sus compañeras, y la sofocaron entre micrófonos y preguntas.
—¿Sos la novia de Ricky?
—Era.
—¿Lo seguirías siendo ahora que sabés que es un monstruoso asesino?
—Creo que no.
—¿Creés o estás segura?
—Estoy segura.
—¿Tenían relaciones?
—¿Qué relaciones?
—Sexuales, por supuesto. ¿A qué hotel alojamiento iban?
Pamela transpiraba. Respiraba agitadamente y le temblaban los labios.
—No íbamos a ningún hotel alojamien… to.
—¿No tenían relaciones entonces?
—No.
—¿Lo masturbabas?
—No.
—¿Le hacías fellatio?
Pamela se desmayó.
El de Telenueve a Cámara:
—La chica se desmayó. No ha sido posible averiguar si le hacía o no fellatio al nuevo Chacal. Es todo desde aquí.
Esa noche, en su programa Peor Es Mucho, emitido por Teletrece, el cómico Jorge Grinberg dijo:
—La novia de Ricky Mintrone se negó a informar si le hacía fellatio. Ahora, para mí, qué quiere que le diga, no le haría fellatio, pero chupar se la chupaba.
La noche siguiente, en el programa Las Unas y los Otros, la periodista Mónica Rodríguez interrogó a la crítica de literatura Betty Sarli. Le preguntó:
—¿Usted está de acuerdo con el lenguaje de la nueva televisión argentina? Me refiero, claramente, al cómico Jorge Grinberg que ayer dijo que la novia de Ricky Mintrone no le hacía fellatio pero que se la chupaba. La pregunta es: ¿eso es transgresión?
—Eso no es transgresión, es lumpenaje —dijo Betty Sarli.
—Totalmente de acuerdo —dijo Mónica Rodríguez.
Esa tarde, en el programa Cambalache, se presentó, cosa insólita, ya que era remiso a este tipo de actitudes, el joven crítico cinematográfico Diego Curubeto. El conductor del programa, Fernando Bravatto, le preguntó:
—Curubeto, ¿qué nos puede decir de Van Gogh desde el punto de vista de su especialidad?
—¿De la especialidad de Van Gogh?
—No, no. Quiero decir de la suya. El cine.
—Bueno, tuvo mal gusto este chico. Me da cosa decirlo, pero es así. Tuvo mal gusto.
—¿En qué sentido?
—A mí, francamente, Van Gogh me trae muy malos recuerdos. Es una de las sobreactuaciones más espantosas de la historia del cine. La de Kirk Douglas en Sed de Vivir, ¿no? Cuando se está por cortar la oreja parece Gregorio Samsa a punto de convertirse en cucaracha. O el Doctor Jekyll transformándose en Mister Hyde. O, la verdad, parece que se estuviera haciendo encima. Me da cosa decirlo, pero es así.
—Si usted tuviera que elegir un director para dirigir esta historia, la del nuevo Chacal, la de Ricky Mintrone, ¿a quién elegiría? —preguntó Bravatto.
—Y… elegiría a Ed Wood Jr. Si viviera, claro.
—¿Por?
—Porque la historia es tan mala que sólo Ed Wood Jr. podría filmarla.
—Sólo él la podría mejorar.
—No, sólo él podría hacerla tan mala como realmente es. Wood Jr. fue el peor director de la historia del cine. Tenía un pulpo de goma en su piscina. Lo había conseguido de una película en la que John Wayne hacía de buzo.
—¿A la Hora Señalada?
—No, en ésa no trabajaba John Wayne. Era Gary Cooper. Y no hacía de buzo. Me da cosa decirlo, Bravatto, pero usted de cine no sabe un pito.
—Vamos a un corte, por favor. —Bravatto miró a Curubeto. Dijo—: Curubeto, eso me lo podrías haber dicho fuera de Cámara.
—¿Estábamos en Cámara?
—¿Señor Presidente? Le habla Bernardo Neuman.
—¿Cómo le va, Bernardo?
—A mí bien, ¿y a usted?
—A mí mejor. Acabo de jugar un partido de tenis y gané por muerte.
—¿No nos va a hablar de la pena de muerte, no?
—Pero, por favor Bernardo, todos conocen mi posición: estoy a favor de la pena de muerte. En fin, alguna vez haremos un plebiscito.
—¿Qué me dice del caso Van Gogh?
—Pero, por favor Bernardo, eso es cosa del pasado. ¿Hasta cuándo los argentinos nos vamos a ocupar de cosas del pasado?
—Bueno, pero… ¿qué le diría a los familiares de las víctimas?
—Que son gajes del oficio.
—¿De qué oficio?
—De vivir, Bernardo. Morir es un gaje del oficio de vivir.
—Usted es un filósofo.
—Es que leo mucho a Sócrates.
Titular del diario Crónica de esa misma tarde:
El Presidente a favor de la pena de muerte.
¡El nuevo Chacal debe morir!
Una noticia recorrió las redacciones: ¡Ricky Mintrone había estudiado piano entre los trece y los catorce años! Nadie supo de dónde provenía la noticia, pero allí estaba: a la mano de todos. No había tiempo que perder.
La profesora se llamaba Esther Monteavaro, tenía sesenta y cinco años y vivía en una pequeña casa de la calle Soler.
Recibió con alegría a los periodistas.
—Sí, sí, así es —admitió—. Ricky tocaba el piano. Fui su profesora durante un año y medio. O algo menos. No recuerdo. ¿Quieren café?
—Quédese tranquila, nosotros nos servimos. ¡Negro, prepará café!
—Díganos, Doña… Doña…
—Esther Monteavaro.
—Doña Esther, ¿nunca sospechó que era un asesino?
—Era una dulzura de chico. Y con muchas condiciones para la música. ¿Encontraron el café?
—Olvídese, Doña Esther. Conteste lo que le preguntan. ¿Hay galletitas, loco?
—No hay un carajo. ¿A qué mierda vinimos acá?
—¿De dónde sos?
—De Caras. Decime, ¿qué querés que fotografíe de esta casa de mierda? Únicamente que la haga sentar en el bidet. Título: «La pianista se lava el órgano».
—No da, loco. Órgano es para los tipos. No te da femenino.
Esther Monteavaro tenía un vestido oscuro, largo y con tules blancos. Se había puesto sus mejores joyas. Todas de fantasía, claro. Y lucía exultante.
—¿Puede sentarse al piano, profesora? Queremos unas fotos suyas ahí. ¿En ese piano estudiaba Ricky Mintrone?
—Sí, en éste.
El de Telenueve a Cámara:
—Estamos viendo el piano en el que estudiaba el nuevo Chacal. El niño monstruo pudo, quizá, haber sido un gran músico.
El de Para Sí:
—Toque algo, profesora. Algo que tocara Ricky.
—Cómo no. El tocaba la Sonata en do mayor de Mozart.
—Tóquela, profesora. Toque, sonría y mírenos.
—Ay, no puedo tocar si los miro a ustedes.
—Bueno, no nos mire entonces. Pero toque eso de Mozart. Dele, toque eso. Y sonriendo, eh. Sonriendo.
La profesora Esther Monteavaro comenzó a tocar la Sonata en do mayor de Mozart.
El de Telenueve a Cámara. Muy serio. Con aire reflexivo:
—El nuevo Chacal tocaba esta música sublime. Sus dedos asesinos se apoyaban en las mismas teclas en las que alguna vez se apoyaron los de Mozart. Así es de misteriosa el alma humana. Ricky Mintrone y Mozart. El asesino y el artista inmortal. Los dos tocaron la misma música. Pero… nada que ver. Volvemos a estudios centrales.
En menos de cinco minutos se fueron todos.
La profesora Esther Monteavaro quedó sola.
El fragor de la fama sólo la había rozado unos fugaces instantes.
Pero fueron, se confesó, los más maravillosos de su vida. O los únicos, al menos, que tuvieron algo que ver con lo maravilloso.
La transnacional Acme Entertainment Corporation instaló, velozmente, numerosos videogames en las avenidas Santa Fe, Cabildo, Corrientes y en la calle Lavalle.
El videogame se llamaba: ¡Ricky Kills!
El héroe era Ricky, quien tenía que sortear una serie de obstáculos hasta llegar al Tesoro de la Vieja. Si llegaba, ganaba el juego.
El arma del jugador —que asumía la personalidad de Ricky— era una navaja. Con ella tenía que acertar en la garganta de los diversos personajes que le salían al paso: una bailarina (Lupe), una pintora (Lucía), un ejecutivo (Gustavo) y una vieja (Doña Clara). Cuando el jugador lograba cortar la garganta de su oponente sumaba una importante cantidad de puntos… que se duplicaba si conseguía, también, cortarle una oreja. Así, iba avanzando. Cada vez que cortaba una garganta, una burbuja roja brotaba de la herida mortal de la víctima y era la señal a partir de la cual el game acreditaba puntos para el jugador.
El momento culminante (el obstáculo cuya eliminación más puntos sumaba para el jugador) era el del encuentro con el comisario (Pietri), que tenía un revólver con el que podía eliminar a Ricky.
Pero si Ricky lograba vencerlo… nada le impedía llegar al Tesoro de la Vieja y ganar el juego.
El videogame tuvo un éxito arrasador. Muchedumbres de jóvenes querían cortar gargantas y orejas para apoderarse del Tesoro de la Vieja.
¡Ricky Kills!
Ese mediodía, Mirtha Leblanc, la conductora del muy exitoso y duradero programa Almorzando con Mirtha Leblanc, invitó a su mesa al astrólogo Mario Fresedo «Ternura» y al fiscal Luis Moreno Ortega, que había tenido una muy destacada actuación en el juicio a los comandantes de la dictadura militar.
—Dígame, profesor Fresedo —se dirigió Mirtha al astrólogo—, ¿qué nos puede decir su disciplina acerca del caso que conmueve a la ciudadanía?
—Mucho, Mirtha, mucho. —Afirmó el profesor «Ternura», apelativo este, conjeturaban algunos, que había recibido a causa de su cálido trato con los frecuentes desesperados hombres y mujeres que concurrían a verlo para saber algo del incierto destino. Continuó el profesor «Ternura»—: Este joven, Ricky Mintrone, nació el 19 de enero de 1976. Pertenece, por lo tanto, al signo de Capricornio. No podemos albergar ninguna duda en cuanto a su destino adverso.
—¿Por qué, profesor? —siempre curiosa, Mirtha.
—Porque hubo una muy mala conjunción planetaria ese año y ese día. La oposición de Saturno y Urano fue de grado máximo. Saturno y Urano, y esto ya lo he expresado reiteradas veces, son planetas maléficos…
—Perdón, profesor «Ternura» —lo interrumpió el fiscal Moreno Ortega—, ¿por qué son maléficos Saturno y Urano?
—Acabo de decir que eso lo he expresado reiteradas veces —con algún súbito fastidio, «Ternura».
—Quizá el gran público no está enterado —intervino Mirtha—. ¿Podría expresarlo una vez más?
—Estoy de acuerdo con Mirtha —insistió Moreno Ortega—. El gran público no está enterado.
—El gran público, doctor, está más enterado de lo que usted supone —ya casi agresivo, «Ternura»—. Todo el mundo sabe que Saturno y Urano son planetas maléficos.
—Pero yo nací en enero y todavía no maté a nadie —insistente el fiscal.
—¿Pero nació el 19 de enero de 1976?
—No. Y tampoco soy Ricky Mintrone.
—Usted me está ofendiendo.
—Déjelo hablar, doctor —intervino Mirtha. Y, persuasiva, añadió—: Que es nota.
—Continúo. —Dijo «Ternura». Y continuó—: Todo ha salido mal para este niño monstruo. Todo lo destinaba a matar. Su destino astrológico era inexorable. Padece un mal espiritual que viene de muy lejos. Sobrelleva un espíritu maligno y hereditario que ha plasmado su mente y su cuerpo.
—¿Podría decirse entonces que la culpa de sus crímenes la tienen Saturno y Urano? —preguntó el fiscal.
—Yo no dije eso —ya indignado, «Ternura»—. Dije que Ricky Mintrone nació bajo una conjunción astrológica maléfica. No me malinterprete.
—¿Pero, fue esa conjunción astrológica maléfica la que lo llevó a matar?
—Bueno… sí —aceptando, «Ternura»—. Lo condicionó fuertemente.
—¿No ve? Fueron Saturno y Urano entonces.
Mirtha Leblanc miró al fiscal Moreno Ortega. Preguntó:
—¿Qué conclusiones jurídicas extrae de esto, doctor? Digo, usted, como fiscal, ¿no?
—Jurídicamente, el profesor «Ternura» acaba de declarar que Ricky Mintrone es inocente. Que si existe algún culpable de sus crímenes, no es él, sino los planetas Saturno y Urano. Ahora bien, Mirtha, se plantea, creo, un grave problema para la Justicia: ¿cómo condenar a Saturno y Urano?
—¡Otra vez me malinterpreta! —bramó «Ternura»—. ¡Usted no entiende un rábano! ¡Me voy, carajo!
—Profesor «Ternura»… —lo reprendió, dulcemente, Mirtha Leblanc—. ¿Dónde quedó su ternura?
Moreno Ortega se dedicó a comer.
Mariano Neurona, el periodista reflexivo de la Argentina, miró fijamente a Cámara por encima de sus lentes. Dijo:
—El caso de Ricky Mintrone no se encuadra dentro de las categorías de la doxa y la episteme. La sociedad no opina que Mintrone es culpable, lo sabe. Lo sabe, diría, con dolorosa certeza. Con dolorosa episteme. —Se detuvo. Señaló a Cámara con un lápiz. Dijo—: Pero hay un temor que agita el corazón de los argentinos. Sé cuál es. Todos lo sabemos. Hemos comparado, con certera lógica, a Ricky Mintrone con Carlos Eduardo Robledo Puch. Bien, si es así, ¿serán semejantes los tiempos históricos que sus crímenes prefiguran? Hagamos la pregunta: ¿qué sociedad prefiguraron los crímenes de Robledo Puch? Prefiguraron, sí, la Argentina violenta y despiadada de los años 70. Prefiguraron a la terrible guerrilla de izquierda, al Ejército Revolucionario del Pueblo y a los Montoneros, y prefiguraron, también, a la guerrilla de derecha, a la Triple A. ¿Prefiguraron la violencia del gobierno militar? No lo sé. Esa violencia, resultado de la violencia de las guerrillas, fue, quizá, excesiva, pero la Historia juzgará si fue o no necesaria. —Se detuvo otra vez. Se quitó los anteojos. Fue un movimiento que anunciaba el instante más alto de la reflexión de ese día. Dijo—: El temor es: ¿qué violencia prefiguran los crímenes de Ricky Mintrone? Ya tiene su asesino la democracia. Ya ha surgido de su seno un monstruo criminal. ¿Vendrán otros? —Hizo un silencio. Siguió mirando a Cámara. Repitió—: ¿Vendrán otros?
Largaron la tanda de comerciales.
Mónica Rodríguez, en Las Unas y los Otros, tenía pocos minutos para su último invitado. De modo que intentó ir directamente al punto que le interesaba.
—Estamos con Juan Pedro…
—José Pedro.
—Ah, sí, con José Pedro Fellmann, filósofo y escritor. Fellmann, ¿qué nos puede decir sobre el caso Van Gogh?
—Sólo un par de conceptos, Mónica. O, si se quiere, apenas una simple pregunta: ¿por qué cortaba orejas este asesino serial? ¿Para firmar, identificándose, Van Gogh, o por algún motivo más profundo?
—Sin duda por algún motivo más profundo, Fellmann. Y usted nos lo va a decir, ¿no?
—Así es. Mónica. Cortaba orejas para decirle al cuerpo social, para advertirle al tejido social: Escúchenme. Nadie, jamás, me ha puesto, por decirlo así, una oreja para escuchar mis padecimientos. Estoy solo y desesperado. Necesito alguien que me escuche. Pero no hay orejas para mí. Ésta es, creo, Mónica, la simbología profunda del cercenamiento de orejas.
—Fascinante interpretación, Fellmann —dijo Mónica. Y preguntó—: ¿Piensa escribir alguna novela con este tema?
—¿Con el de los crímenes de Van Gogh?
—En efecto.
—Tengo una oferta de la editorial Planeta. Pero aún no he concretado nada. Veremos.
—Muchas gracias por haber estado aquí y hacernos reflexionar.
—Fue un placer.
Las pavadas que se escuchan por televisión son increíbles, se dijo Fernando antes de hacer zapping.
Cerca de él, en su sillón predilecto, Jack el Destripador dormía.