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Pesadillas de adulta

Gustavo Negri se lo pidió:

—Quiero que estés en la reunión de directorio. Hay que poner el noticiero en horario central, de 21 a 22, y vos tenés que ser la estrella. Y seguir en la de hoy: hablándole a Van Gogh. Fue un golazo.

Ana Espinosa abominaba de estos manejos de Negri. No sabía, además, si podría repetir la hazaña de ese mediodía. Al fin y al cabo, sólo había sido un estallido emocional, ¿cómo repetir un estallido emocional?

Pero estuvo en la reunión. Y el canal le dio a Televerdad un horario central. Y a ella le dieron la conducción. Y le pidieron —por favor, no deje de hacerlo, Ana— que continuara mirando a la Cámara con sus ojos llenos de furia y, si aún fuera posible, de lágrimas.

Cenó con una amiga y regresó tarde a su departamento.

Encontró un pequeño paquete de forma rectangular, en el piso, frente a su puerta. Lo recogió y lo observó con detenimiento: no tenía inscripción alguna. ¿Qué sería? ¿Quién se habría acordado de ella en ese día tan especial, tan consagratorio?

Entró.

Encendió luces, dejó algunas cosas sobre alguna mesa y abrió el paquete. Era un video.

Lo puso en la videocasetera. Se sirvió un whisky. Se sentó frente al televisor. Se quitó los zapatos. Miró.

En la pantalla apareció un payaso. El payaso la miró largamente, sin decir palabra alguna, buscando, conjeturó, irritarla con ese silencio. ¿Se había pintado el rostro o tenía una máscara? Buscó en su cartera unos anteojos que rara vez utilizaba. Sí, era una máscara. Era un tipo que se había puesto una máscara de payaso. ¿Para qué?

Entonces el payaso habló. Y lo hizo con una voz aguda, terroríficamente aniñada, falsa, construida para deslizarse entre la ironía, el sarcasmo y, lo fue descubriendo muy prontamente, la amenaza.

El payaso dijo:

Buenas noches, Ana Espinosa. Qué valiente eres, pequeña niña. Eres tan valiente que mereces una alegría. —Hablaba con un desagradable acento de doblaje de serie de TV. O dibujo animado de TV. Algo bastante parecido a La Pequeña Lulú. Algo, sin embargo, que no le impedía traslucir que era un hombre. Continuó—: ¿Te gusta mi máscara de payaso? ¿Festejabas de niña tus cumpleaños? ¿Te llevaban tus papis algún payaso a la fiestita? —Su tono, ahora, se volvió sombrío, amenazante—: Bueno, pequeña niña Espinosa, la fiestita terminó. Este payaso es otro payaso. No es el de tus fiestitas de niña. Es el de tus pesadillas de adulta. —Hizo una pausa. Luego, ya no amenazante, pero siempre con el poder de una pesadilla infantil, dijo—: Soy Van Gogh, traviesa Ana, Van Gogh, el monstruoso asesino, según has dicho tú por la tele. ¿Sabes, pequeña? No me gusta que me ataquen. No me gusta que digan cosas feas de mí. ¿Tanto te intranquiliza que haya matado a una desdichada? Lástima para ti, pequeña. Porque esto recién empieza. Habrá muchos asesinatos más. Y, entre ellos, el tuyo. El tuyo, traviesa Ana. Porque si tú me odias porque amas la vida, yo te odio porque amo la muerte. —Hizo otra pausa. Su máscara sonreía. Y esto la hacía doblemente terrorífica. Por fin, dijo—: Buenas noches, traviesa Ana. Prepárate para morir.

La imagen desapareció.

Ana Espinosa apagó el televisor.

Terminó su whisky.

Prepárate para morir. Tenía miedo. Pero, lo sabía, ya estaba jugada: no tenía retorno. Ahora sólo le era posible ser valiente.

Apareció Glazounov. (Nombre que Ana le había puesto porque era sonoro y porque, también, era el de un compositor ruso del que cierta vez había escuchado un espléndido concierto para piano). Dio un pequeño salto y se acomodó sobre su falda, ronroneando.

Ana lo acarició.

No estaba tan sola, al menos.

Los crímenes de Van Gogh
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