7

Otra vez el Payaso

La habitación de Ana Espinosa estaba en sombras. Ana llevaba más de media hora intentando dormir. A sus pies dormía Glazounov. Pero no: ella no era Glazounov. No era un gato. No tenía ese envidiable talento para conciliar el sueño. Para dormir como si dormir fuera lo más importante que se debe y se puede hacer en la vida. No, no era un gato. Tampoco Glazounov toleraba los ultrajes de sus superiores ni tenía el necesario coraje o la necesaria insensatez como para desafiar a un asesino serial desde una pantalla de televisión.

Encendió el velador.

Glazounov abrió sus ojos color violeta, dio un brinco y luego se metió debajo de la cama. Seguiría durmiendo allí. Pero sólo hasta que ella volviera a dormirse, desde luego. Entonces buscaría nuevamente el calor de sus pies. Y le entregaría su propio y ronroneante calor. No era una mala transacción. Qué duda podía caber: Glazounov era, lejos, la mejor de las relaciones que había logrado establecer con un personaje masculino a lo largo de toda su vida.

Abrió el botiquín del baño. Se adueñó del frasco de valium 5. Partió una pastilla por la mitad. Fue hacia la cocina. Se sirvió un vaso de leche y tomó un buen trago. Un largo trago. Y con el largo trago la media pastilla de valium: ansiolítico y miorrelajante. Era lo que necesitaba. Sintió que la Ciencia llegaba prestamente a socorrerla.

Entonces sonó el teléfono.

Glazounov salió corriendo de abajo de la cama y se metió debajo de un sofá.

Ana decidió no atender. Caminó hasta el contestador telefónico y subió el volumen. Presentía que algo muy desagradable le aguardaba.

Buenas noches, traviesa Ana —dijo una voz chillona, desarticulada y terroríficamente infantil—. Soy tu amigo. El payaso de tus fiestas infantiles. El payaso de tus pesadillas de adulta. —La voz hizo una pausa. Ana, paralizada, miraba el contestador telefónico como si se hubiera convertido en el mismísimo Satanás. La voz que de allí surgía era, en verdad, satánica. Y ahora decía—: Tengo novedades para ti, traviesa Ana. Ese niño que te estuvo molestando, ese niño malo que quería levantar tu pollerita, ese niño, traviesa Ana, jamás volverá a molestarte. Verás, dulce pequeña, le he dado su merecido castigo. Debo confesártelo: no me gustan los niños que quieren levantar las polleritas de las niñas. Te preguntarás qué le hice. Cuál fue el castigo. Te lo diré, pequeña: lo degollé con mi muy afilada navaja. Y luego… ¿A que no adivinas qué hice luego?… Sí, adivinaste: corté su orejita. Y con ella pinté mi nombre en el parabrisas de ese auto tan pero tan precioso que tenía. Mi nombre, traviesa Ana: Van Gogh. —Otra pausa. Ana respiraba con agitación. Sin advertirlo, había comenzado a retroceder, a alejarse de ese aparato ahora maléfico, poseído por ese demonio asesino. La voz continuó—: Ya tengo tres orejas. Tres orejas, traviesa Ana. ¿Cuándo tendré la tuya?… Felices sueños. Duerme en paz, pequeña niña. Y recuerda: si piensas en mí, no te sentirás sola.

¡Clac!

Ana fue al baño y vomitó.

Luego se lavó los dientes y la cara.

Abrió el botiquín: ahí estaba el frasco de valium. ¿Cuántos, ahora, debería tomar para poder dormir?

Los crímenes de Van Gogh
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