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El ojo de Marion Crane
Norman Bates, ataviado con las ropas de su madre, descargaba el cuchillo, una y otra vez, compulsivamente, sobre el cuerpo indefenso y desnudo, de Marion Crane. Marion gritaba desgarrándose y extendía sus manos con la vana intención de defenderse o, con el afán más vano aún, de pedir clemencia, puesto que ninguna máquina de matar —y eso era Norman Bates para entonces— concedería clemencia.
Finalmente, ya cumplida en exceso su tarea, ya satisfecho, Norman salía de la escena, y allí, en la bañera, sólo quedaba el cuerpo de Marion, recostado contra los azulejos blancos (¿serían blancos?), deslizándose hacia la base de la bañera, con los ojos entrecerrados, con el velo oscuro y final de la muerte pesando sobre ellos. Y, entonces, con un esfuerzo quizá absurdo, que provenía más del deseo que de la posibilidad de vivir, pues sus heridas eran irremisiblemente mortales, Marion Crane estiraba su mano hacia la cortina de plástico de la bañera, la aferraba y, con el propósito de incorporarse, tironeaba de ella con tal fuerza —¿cuán poderosas pueden ser ésas que suelen llamarse las últimas fuerzas?— que la cortina, sostenida a un barral por unos aros, se desprendía de éste con una prolijidad vertiginosa y escalofriante, aro por aro, con un ruido semejante al tableteo de una ametralladora, y Marion, la desdichada Marion Crane, cuya desdicha, más que apropiarse de cuarenta mil dólares, había sido la de querer transcurrir una noche en el Bates Motel, caía, aún aferrada a la cortina de plástico, caía, por decirlo así, en brazos de la muerte.
Ahora su sangre corría hacia el desagüe de la bañera, giraba locamente y luego se hundía, allí, para siempre. Luego la Cámara se acercaba hacia ese agujero oscuro e infinito (¿un agujero negro?) y sobre él se imprimía el ojo derecho de Marion, abierto, muy abierto y aterradoramente inmóvil. Esto era todo. Era, al menos, todo para Marion Crane. Porque así era su muerte. Así moría Marion Crane en Psicosis, a manos de Norman Bates.
¿Cómo había logrado Hitchcock, se preguntaba siempre Fernando Castelli, la absoluta inmovilidad de ese ojo? Porque ese ojo, allí inmóvil, era la más estremecedora imagen de la muerte que había visto en el cine. ¿Era una foto? No, no lo era, ya que, observando agudamente, era posible detectar una que otra gota deslizándose desde el cabello de Marion hacia su frente. ¿Habría Hitchcock realmente asesinado a Janet Leigh, la actriz que interpretaba a Marion Crane? Tampoco esto era probable. Porque aunque semejante escena —la perfección de esa escena— bien hubiera justificado matarla, era evidente que el Maestro no lo había hecho, puesto que Janet Leigh había trabajado en películas posteriores a Psicosis.
De modo que —buscando develar éste y otros secretos de esa formidable secuencia cuyo rodaje había demorado siete días, con setenta posiciones de Cámara para sus cuarenta y cinco segundos de duración— Fernando Castelli, apasionado cinéfilo, rebobinaba el videocasete y lo detenía no bien Marion Crane entraba en la bañera y todo empezaba una vez más.
Sin embargo, no habría de ver —hoy— dos veces esa secuencia.