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Lupe Quintana

Era un lugar de apetitos nocturnos. Se llamaba Annie Malone. Era un lugar viejo, de baja categoría, estridentemente iluminado por fuera y —conjeturó— sombrío, sórdido por dentro. Años atrás, durante la dictadura militar, un escándalo lo había estremecido. (Cierta vez le habían contado esta historia, o, quizá, la había leído en los diarios). Un loco había entrado allí en busca de alguien, a quien, al parecer, no encontró, y salió a los tiros, desesperado y final, dejando en su camino, eso sí, prolijamente baleados —un balazo en la cabeza a cada uno—, al gerente y a uno de los tipos que atendían la barra. Por la precisión de los tiros se dedujo que era, el hombre, un profesional. Nadie, nunca, supo su nombre. Mucho menos la causa de los asesinatos. Mucho menos aún quién era el misterioso personaje a quien el misterioso asesino había ido a ultimar. Nunca, en suma, nadie supo nada.

Pero el lugar seguía allí: Annie Malone.

Tenía una especie de vitrina —o quizá, sin más, una vitrina— con botellas alcohólicas y fotos de mujeres desnudas. Striptiseras. La foto más destacada era la de una morocha alta, de caderas anchas, sudamericanas, con un busto sólido y, según suele decirse, generoso, y con una risa destrozada por los años, los desencuentros, los hombres violentos, el alcohol o las drogas. Demasiadas cosas como para no destrozar una risa.

Al pie de la foto había un nombre: Lupe Quintana.

Fernando entró.

Nunca había visitado un lugar semejante. De cualquier modo, lo había visto muchas veces en muchas películas. La oscuridad apagada por la luz de los pequeños y mortecinos veladores de las mesas, una tarima fuertemente iluminada que servía de pista de baile y escenario y donde ahora una mujer cantaba un tango, algunas parejas tomando whisky en la barra, otras en las mesas manoseándose sin pudor. Poca gente, en general. Como si nada hubiese comenzado allí. Como si nada, jamás, fuese a comenzar.

Miró a la mujer que cantaba el tango. Tuvo que mirarla casi excesivamente para reconocerla. Era Lupe Quintana. Y estaba mucho más vieja que en la foto de la vitrina. Cantaba, claro. Jamás hubiera podido hacer un número de strip. No sólo, ahora, era su risa la que se había destrozado. Toda ella era la impiadosa imagen de los ocasos feroces, de los destinos extraviados, irrecuperables. No obstante, cantaba bien.

Cantaba Nostalgias.

De escuchar su risa loca, y sentir junto a mi boca, como un fuego, su respiración…

Aquí ocurrió un hecho sorprendente. Sorprendente, al menos, para Fernando. Cuando Lupe dijo junto a mi boca abrió sus labios, sacó su lengua, exageradamente, y los humedeció. Y cuando dijo como un fuego estrechó sus pechos con sus manos grandes de uñas muy rojas y los subió hasta casi desbordarlos del vestido, con un afán de exhibirlos, con, en verdad, un patético afán de, aún, excitar a alguien con sus carnes transitadas, derruidas.

No se rinde la muy puta, se dijo Fernando, no se rinde. No le alcanza con cantar bien. Todavía quiere enardecer a algún desdichado con los restos penosos de sus lejanísimas glorias.

Lupe Quintana acababa de ganarse su muerte.

Los crímenes de Van Gogh
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