2
El comisario Pietri
Bruno De Santis, el dueño del Annie Malone, un hombrecito gordo, que cubría su calva con un frondoso peluquín y tenía marcas de viruela en el rostro, entró en el camarín de Lupe Quintana. Ya le habían avisado lo que vería: Lupe estaba muerta, caída en el piso en medio de su propia y abundante sangre. Don Bruno llamó a la policía, encendió un cigarro y se quedó en el camarín leyendo la sección deportes del diario de la tarde. No le impresionaba la muerte. No era, además, la primera vez que alguien moría en el Annie Malone. Parecía un destino.
Algo, sin embargo, lo sorprendería esa noche. Llegaron algunos policías, miraron tediosamente el cadáver, y, con mucho interés, la inscripción del espejo, Van Gogh, que, incluso, había tenido el poder de intrigar al mismísimo Bruno De Santis. «Que nadie toque nada», fue la previsible orden del oficial que dio los primeros pasos por ese camarín ya, irrestañablemente, macabro, y, luego, Don Bruno le oyó decir algo, en rigor, no previsible, ya que el oficial, a uno de sus subordinados, dijo:
—Ni te imaginás quién viene para aquí. Apenas se enteró de la inscripción en el espejo, apenas le vio buena punta a este asunto, se anotó a la cabeza. No se pierde una.
¿Quién sería?, se preguntó Don Bruno y siguió leyendo el diario: Racing había vuelto a perder. Tres a cero con San Lorenzo. ¿Podía existir en el entero universo una desgracia superior a ésa?
Media hora después llegó el personaje que todos esperaban. Entró en el camarín y dijo:
—Afuera todos. —Miró a De Santis. Dijo—: Usted se queda. —Señaló con un índice temible a un hombrecillo que había entrado con él. Dijo—: Usted también, Méndez. —E insistió—: ¡Los demás afuera! ¡Vamos! ¡Ya!
Bruno De Santis no podía creer lo que veía. Era él, sí. Era:
—¡El comisario Pietri! —exclamó—. ¿Usted es el comisario Pietri, no?
Pietri era delgado, alto, enjuto, y fumaba un cigarrillo con una larga boquilla.
—Soy Pietri, sí —dijo—. ¿Le sorprende?
Don Bruno agitó sus manos; le brillaba el rostro.
—Y claro —dijo—. Usted, nada menos que usted, uno de los grandes personajes de este país, venir a ocuparse de la muerte de una pobre mujer como Lupe. Caramba, asombra, ¿no?
—No hay muertes de primera o de segunda —dijo Pietri—. Una muerte es siempre una muerte. Todas importan. —Miró con fijeza a Don Bruno. Su mirada era temible. Aun cuando sólo pretendiera darle un sesgo profesional. Preguntó—: ¿Nombre de la occisa?
—Lupe Quintana.
—Ese nombre, ¿era el verdadero?
—No sé. Bah, creo que sí. Creo que había nacido en México.
Pietri, girando apenas su cabeza por sobre su hombro, miró a su subordinado.
—¡Oficial Méndez!
—Sí, comisario.
—Anote. Nombre de la occisa: Lupe Quintana. —Volvió a dirigirse a Don Bruno.
—¿Profesión?
Otra vez Don Bruno agitó erráticamente sus manos.
—Bueno, usted ya sabe —argumentó—. Las chicas de este lugar…
—¿Profesión? —insistió Pietri.
—En fin, cuando llegó, y de esto hace unos cuantos años, bailaba un poco, hacía strip-tease. Después, con el tiempo, con la madurez, ¿no?, empezó a cantar tangos.
—Anote, oficial Méndez: prostituta. —Se inclinó sobre el cadáver y comenzó a revisarlo. Méndez, con una libretita y un lápiz, esperaba sus palabras. Pietri dijo—: Tajo profundo en la garganta. De lado a lado. Perdió mucha sangre. Pobre infeliz. Qué triste suerte. A ver, veamos. Anote, oficial Méndez, anote. Le seccionaron la oreja izquierda.
—¿La oreja izquierda, comisario? —nervioso, Méndez.
—¿Dije la derecha?
—Eh, francamente…
—¡La izquierda, dije! Dije que le seccionaron la oreja izquierda. Anote, vamos, anote. —Dejó de revisar el cadáver. Se incorporó. Miró hacia el espejo—. ¡Ca-ram-ba! —exclamó—. Esto sí que es muy interesante. ¿Sabe quién fue Van Gogh, oficial Méndez?
—Un pintor que se cortó una oreja, señor.
Pietri le dedicó una fugaz mirada admirativa.
—Lo felicito, oficial Méndez. Me ha sorprendido.
—Su sorpresa me conmueve, señor.
Pietri volvió a fijar su temible mirada sobre la inscripción del espejo. Dijo:
—Así es. Van Gogh fue un pintor loco que se cortó una oreja. —Giró velozmente hacia Méndez. Ordenó—: Llame una ambulancia. Y que venga el forense.
Méndez, con una obediencia cercana al terror, desapareció.
Pietri ajustó su corbata. Dio una larga pitada a su cigarrillo. Se dirigió hacia la puerta del camarín. Don Bruno De Santis lo siguió.
—¿Se va, comisario?
—Por ahora.
—¿Me firmaría un autógrafo? —Don Bruno le alcanzaba un pequeño cuaderno y un bolígrafo. Pietri, casi distraído, le garabateó algo. Don Bruno preguntó—: ¿Cómo sigue su romance con Viviana Sandrelli?
—No joda, che. Estoy en funciones.
Salió del camarín y fue en busca del auto que lo esperaba en la puerta. Abruptamente, con entusiasmo, pensó: «Un asesino que corta las orejas de sus víctimas y firma Van Gogh. Maravilloso. Éste es un caso para el comisario Pietri».
Arrojó el cigarrillo de su larga boquilla y subió al bmw.