LXVII Un día más en el paraíso

 

 

«Oh, think twice, it's just another day for you, you and me in paradise»
Another day in paradise (Phil Collins)

 

Miguel fue el último en incorporarse. Llevaba una llamativa camiseta roja con un curioso juego de imágenes alusivo a una conocida serie de televisión. Salió a pie del Parque Científico-Tecnológico en el que trabajaba y bajó la cuesta en dirección a la entrada principal del Botánico, donde ya le esperaba el resto del grupo.
—¿Y Roberto? —preguntó Lorenzo desde la distancia.
Miguel miró a ambos lados de la carretera y, como no venía nadie, cruzó al tiempo que contestaba:
—Me acaba de mandar un mensaje, que está muy apurado de trabajo y no cree que pueda salir a tiempo. Que ya sabe dónde estamos, así que si puede, se pasa, pero vamos... tiene toda la pinta de que no.
—Una lástima. Ya le mandaré yo algo. —Lorenzo estrechó la mano de su amigo. Después se giró para presentar al resto del grupo—. Bueno, a Sara ya la conoces —intercambiaron un par de besos— y éstas son Ana y Carolina. Él es Miguel —les aclaró a las chicas.
Una vez saludados todos, el quinteto traspasó las puertas de acceso. El Jardín Botánico Atlántico de Gijón se encontraba cerca del campus universitario de Viesques y de la Universidad Laboral, a unos tres kilómetros del centro urbano de la ciudad. Inaugurado en 2003, tenía una extensión de unas quince hectáreas y contenía unas treinta mil plantas de hasta dos mil especies diferentes. Era un lugar agradable para dar una vuelta, perderse entre sus caminos, jardines y espacios naturales y pasar una mañana o una tarde en contacto con la naturaleza. En verano, además, tenían lugar las «Noches mágicas» con espectáculos y representaciones de personajes de la mitología popular asturiana. Lorenzo había escogido el lugar como punto de encuentro para explicar a todos sus amigos implicados en el caso la resolución final del mismo.
En el edificio de recepción, Ana saludó a su amiga Verónica, una chica bajita de sonrisa contagiosa y melena castaña recogida en una cola de caballo:
—Hola, Vero.
—Hola, Ana. ¿Qué tal?
—Muy bien. Mira, éstos son los amigos de los que te hablé.
—Hola, ¿qué hay? ¿Sois seis en total?
—Cinco de momento. El sexto no ha podido venir, aunque quizá venga luego.
—Vale, es sólo para marcarlo aquí. —Tecleó algo en el ordenador—. Vaya, no habéis escogido muy buen día para venir —dijo mirando al cielo, bastante nublado.
—Mientras no llueva, así está perfecto —replicó Lorenzo—. Ya llevábamos muchos días de sol seguidos.
—Ya, es verdad... ¡Bueno, pasadlo bien, chicos!
Se despidieron de Verónica y entraron, sin pagar un euro, al recinto.
—Pensaba que los lunes estaba cerrado esto. Bueno, esto y cualquier tipo de... museo digamos —expresó Miguel en voz alta.
—Sí, habitualmente sí. Yo trabajo en el Museo del Ferrocarril y cierra todos los lunes del año —explicó Ana—. Verano incluido. Y creo que es así en todos los museos, salvo aquí en el Botánico, que en julio y agosto suelen abrir los lunes.
—Está bien esto de entrar a los sitios «de gratis» —dijo Carolina con una amplia sonrisa—. Loren no sé cómo lo hace pero siempre conoce a alguien que conoce a alguien y así sucesivamente...
—Vaya fama —replicó Lorenzo sonriente—. Además, si no fuese a través de Ana, Miguel también puede entrar gratis aquí y nos hubiese colado o algo, ¿me equivoco?
—Yo entro gratis porque mi empresa y la mayoría de las del Parque tienen un convenio y se nos permite entrar a la cafetería del Botánico gratuitamente —aclaró el «teleco»—, aunque claro, para venir a la cafetería, tienes que entrar al Botánico y, una vez dentro, nadie te dice nada si haces una visita de una, dos o cinco horas, pasando por la cafetería o no.
—Ni si te traes a un grupo de amigos...
—Bueno, eso no lo tengo tan claro.
—O a la novia —dijo Sara con aviesas intenciones.
—¿La qué? Para eso habría que tenerla...
Lorenzo echó una mirada cómplice a Sara. Las otras dos chicas no dijeron nada, aunque seguramente Miguel era consciente de que sus amigos habían hecho el comentario adrede. El grupo dejó a su derecha unas chumberas junto a las que una pareja de mediana edad se estaba haciendo una foto y pasaron sobre un pequeño puente de madera.
—¿Vamos a algún sitio concreto? —preguntó Carolina.
—Sí, a la zona donde esta el hórreo. Ahora en verano suelen tener una terraza allí cerca para tomar algo; al menos eso creo.
Caminaron dejando a un lado numerosas especies de árboles y arbustos, cruzando algún otro puente y deteniéndose de vez en cuando a observar la belleza natural de aquel paraje restaurado pocos años atrás.
—No veo ningún hórreo —dijo con retintín Carolina cuando ya tenían el lugar a la vista.
—Cierto, mil perdones. Es una panera —rectificó Lorenzo.
—Yo la verdad que nunca recuerdo cuál es cuál —admitió Ana.
—Menuda asturiana estás hecha —bromeó Lorenzo—. Menos mal que no trabajas en ningún museo ni nada así...
—Mi museo va sobre trenes, no sobre hórreos —replicó con desenfado.
—¡Qué tendrá que ver! Bueno, para que te quede claro: aunque hay más diferencias, la principal es que el hórreo tiene cuatro pegollos16 mientras que la panera tiene seis. Memorízalo bien, que la próxima vez que nos veamos te lo voy a preguntar.
Se sacaron unas cuantas fotos de grupo junto a la panera y después se sentaron en la terraza ubicada justo en frente. Carolina, que llevaba un vestido de tirantes, floreado, justo por encima de la rodilla, se sentó cruzando una pierna sobre otra, una postura que muchos hombres consideraban especialmente sexy. Esto propició que la tela subiera un poco, dejando al descubierto una generosa porción de muslo. Entonces reparó en la camiseta de Miguel.
—¿Piedra, papel o tijera?
—Lagarto, Spock —completó Miguel, casi balbuceando y procurando no mirarle las piernas sino la cara.
—¿Cómo?
—Es de una serie de televisión, de unos físicos muy brillantes pero con dificultades para las relaciones sociales —aclaró Lorenzo para echarle un capote, porque su amigo seguía teniendo problemas para hablar fluido desde el sensual cruce de piernas de la chica—. En vez de jugar a piedra, papel o tijera, juegan a piedra, papel o tijera, lagarto, Spock.
—Sí, eso. Mezclan el juego tradicional con Star Trek. Supongo que os parecerá una frikada —alcanzó a decir Miguel, hablando para Carolina y Ana.
—No, no. Mola mucho la camiseta —dijo Carolina sonriente.
—Sí, está chula —coincidió Ana—. Es del mismo tipo que la tuya, ¿no, Loren?
El detective lucía una camiseta del grupo musical Green Day.
—Sí, son de la misma tienda: Malasquina. La que está donde el San Agustín.
—Ah, sí, que tiene muchas cosas relacionadas con series y películas —recordó Carolina.
—Sí, ésa.
—Loren, creo que tienes algo que contarnos —dijo Sara para cambiar de tema.
—Es verdad, cuéntanos, que nos tienes en ascuas —apremió Carolina.
—Sí, eso, no te hagas de rogar —corroboró Ana.
—Tranquilidad... vamos a pedir primero y luego ya os cuento con todo lujo de detalles.
En seguida el camarero apareció para tomar nota. Una vez se hubo marchado, Lorenzo comenzó la narración:
—Bueno, lo primero de todo quiero daros las gracias a los cinco, bueno a los cuatro (recordadme que le mande luego un mensaje a Roberto); quería daros las gracias, decía, porque todos habéis participado en la investigación de un modo u otro y me habéis ayudado en gran medida a que la cosa llegase a buen puerto. Dicho esto, y aunque algunos sepáis ya unas cuantas cosas, voy a contaros la historia completa, al menos lo que sé de primera mano sobre cómo se desarrollaron los acontecimientos.
Hizo un alto mientras el camarero posaba los refrescos sobre la mesa. Después dijo adoptando voz de locutor radiofónico:
—Empezaré desde el principio porque no todos conocéis todos los detalles. Si tenéis cualquier duda, me interrumpís y me preguntáis —asintieron en silencio—. Todos sabéis que teníamos dos casos diferentes, el asesinato de la Semana Negra, que llevaba la policía, y el crimen de Moreda, del que me encargaba yo. Dos casos aparentemente inconexos. Bien, Isabel Sampedro, la viuda de Ricardo Castillo, el hombre que apareció bajo el puente del parque de Moreda —Lorenzo hablaba de momento principalmente para Carolina, dado que el resto ya estaban enterados de esa parte— me contrató, a través de la madre de Ana, que es su vecina, para investigar la muerte de su marido, que la prensa había tildado de suicidio, a instancias de la policía. Ella no creía que Ricardo fuese capaz de suicidarse y no le convencía que la policía hubiese cesado las investigaciones antes siquiera de empezarlas, así que me encargó averiguar qué había pasado realmente. —Tomó un trago de su refresco antes de continuar. Miguel había optado por mirar fijamente a su amigo, así se evitaba cruzar demasiado la mirada con Carolina. Las tres chicas también miraban al detective, pero simplemente para escuchar su historia—. Me encontraba ante el primer caso importante de mi carrera, así que mi primer paso fue discurrir la manera de obtener datos que me permitiesen tener un punto de partida para mi investigación. Ahí es donde entra Caro, que me permitió llevar a cabo mi primer «plan maestro», como ella dice. —Carolina sonrió complacida; Sara la miró con una pizca de recelo pero sonrió igualmente—. Conseguí los datos del informe policial...
Ana intervino para preguntar:
—Perdona que te interrumpa pero, ¿cómo los conseguiste?
—Caro se presentó en la comisaría —obvió mencionar que lo había hecho vestida de forma muy provocativa— y entretuvo un rato a los policías con una historia inventada, haciéndose pasar por testigo del crimen, y mientras tanto yo me colé en uno de los despachos y saqué fotos del informe policial. Iba vestido de electricista —aclaró—, así que luego me limité a interpretar mi papel. Como allí no hacía falta ningún electricista ni nadie lo había solicitado, me largué refunfuñando.
—Jolín, sí que fue un buen plan... pero, ¿y si llegan a necesitar un electricista de verdad?
—Mmm, buena pregunta. Supongo que habría ido con ellos a mirar la presunta avería y después les hubiese dicho que necesitaba ir a por algo de material al coche y me hubiese largado como alma que lleva el diablo.
—Lo tenías todo calculado.
—No todo, pero bueno, contaba con improvisar si hiciese falta. Afortunadamente, no hizo falta. Bien. El caso es que me hice con el informe y vi tres cosas muy significativas: Ricardo estaba muerto cuando lo arrojaron desde el puente, tenía llamadas perdidas de dos personas la noche en que murió, y había una testigo que vio a alguien marcharse de la escena del crimen antes de que se descubriese oficialmente el cadáver.
—¿Ya estaba muerto? ¿Cómo murió entonces? —preguntó intrigada Carolina.
—Envenenado. Le echaron algo en la bebida, no recuerdo la sustancia concreta pero un derivado de la morfina. Lo trituraron para que no se notase el sabor. Confirmado, por tanto, que era un caso de asesinato, había dos preguntas obvias que resolver: quién podía querer liquidarlo y quién se beneficiaba de su muerte. Me entrevisté de nuevo con la viuda...
Les contó que Isabel sabía que Ricardo tenía una amante. Después continuó relatándoles su fallido estudio de campo en el parque de Moreda, el anuncio del perro desaparecido, la ayuda de Roberto para conseguir la identidad de las amantes de Ricardo —Patricia Cornejo y Diana Zamora— que lo habían llamado aquella fatídica noche, la llamada a éstas, con desigual resultado, y sus reuniones con la testigo, Luisa Marqués-Bayón, y la mujer del corredor, Sandra Moreno. Luego llegó el turno de sus encuentros con Jorge Martín:
—Me costó convencerlo para que hablase, así que tuve que hacerme pasar por poli —Miguel sonrió al recordar esa parte de la historia y cómo Lorenzo había gestionado la situación—, con lo que pude enterarme de que de lo único que era culpable era de haberse topado con el cadáver en su rutina de ir a correr al parque.
—Siempre he defendido que correr es de cobardes —alegó Miguel.
—Como me encontraba en una encrucijada, pedí ayuda y un buen amigo —miró para Miguel, que hizo un gesto con la mano, como quitándose importancia— me dio un gran consejo: en vez de ver las cosas desde el punto de vista de la viuda, con la que hablaba regularmente, debería tratar de verlas desde el prisma del propio Ricardo. Averiguar quién era cuando estaba vivo, qué amistades tenía o qué lugares frecuentaba, y a partir de ahí extraer conclusiones. Y eso hice. Gracias nuevamente a Miguel y a Roberto, obtuve datos de la gente de su entorno, que se reducía básicamente a su trabajo y a sus líos de faldas, y conseguí tres nombres más para añadir a la lista de sospechosos, en la que también se encontraban el corredor, las dos amantes y la propia viuda, si bien esta opción nunca me pareció que tuviese mucho sentido.
—¿Para qué te iba a contratar si ella era culpable?
—Cosas más raras se han visto —replicó Miguel—. Quizá no confiase en los superpoderes de nuestro detective preferido —dijo no exento de ironía.
—Sí, quizá no confiase en mis superpoderes, o quizá sí. El caso es que en sólo dos días conseguí entrevistarme con los tres sospechosos: Felipe Pastor, Luis Carrera y Esteban Zúñiga. —Dio una somera descripción de cada uno—. Después me volví a reunir con Watson, aquí presente, y hablamos largo y tendido sobre las múltiples posibilidades del caso.
—Te faltó añadir, si me lo permites, Sherlock —repuso Miguel con sorna—, que también teníamos una octava opción: que alguno de los sospechosos hubiese contratado a un sicario, teoría que se vio reforzada tras tu entrevista con Esteban, el amante de las conspiraciones.
—Sí, era un posibilidad. Algo más remota que las otras siete, para mi gusto, pero una posibilidad al fin y al cabo. En este punto se introduce una nueva variable: se anuncia en la prensa que la policía reabre el caso de Moreda.
—Madre mía, qué de cosas —dijo con admiración Carolina.
—Pues no te queda nada por oír —sonrió Lorenzo—. Este anuncio coincide en el tiempo, aunque en aquel momento ignoraba el motivo, con la amenaza a la madre de Ana.
—¿Amenazaron a tu madre? —preguntó Carolina, que descruzó las piernas para acto seguido volver a cruzarlas, esta vez la izquierda sobre la derecha.
Miguel se dio cuenta en ese momento que Ana también estaba sentada en esa postura. Llevaba unos shorts vaqueros pero sus piernas eran más delgadas que las de Carolina e, indiscutiblemente, menos sensuales. El detective echaba fugaces miradas a Miguel. Conocía lo suficiente a su amigo como para saber de antemano que iba a quedar prendado de la belleza de la chica en cuanto la viese. No se había equivocado ni lo más mínimo.
—Sí, de hecho —tragó saliva, aún le costaba hablar de ello— intentaron matarla incluso.
—¡Dios mío! —Carolina le hizo una caricia en el brazo a modo de consuelo.
Lorenzo habló de nuevo para Carolina, la única que no conocía aquellos detalles, y la puso al corriente de la amenaza a la madre de Ana, su decisión de ignorarla y el intento de atropello.
—Por fortuna —concluyó—, el coche consiguió dar un volantazo y no atropellarla, aunque el pobre conductor quedó muy malherido y murió al poco rato en el hospital. Siento mucho haberos puesto en peligro, Ana —dijo con total sinceridad.
—No fue culpa tuya. Tú no podías saber si iban en serio o no, y tampoco podías pasar del caso.
—Sí podía...
—Bueno, lo importante es que al final conseguiste resolverlo y mi madre y yo estamos bien. Aún no me has dicho quién fue el... hijo de puta que escribió la carta y que empujó a mi madre.
—Ahora voy, déjame que siga por orden, por favor. Os lo voy a explicar todo.
Ana tomó un sorbo de su refresco para serenarse. Lorenzo le hizo una carantoña a Sara, que sentía algo de celos de la indudable belleza de Carolina. Miguel aprovechó para meter cizaña:
—A ser posible, explícanoslo durante el día de hoy. Algunos tenemos un trabajo convencional y mañana madrugamos para ir a trabajar y esas cosas, ¿lo sabías?
Lorenzo no se lo tuvo muy en cuenta, sabía que estaba algo nervioso en presencia de dos chicas a las que no conocía y una de las cuales le resultaba sumamente atractiva, y esto le hacía hablar sin pensar demasiado.
—Está bien, Míster Ocupado. Sigo: voy a casa de este menda —señaló a Miguel— y, con todos los datos que tenemos hasta ahora, elaboramos una tabla de sospechosos, añadiendo una columna para el móvil del crimen y otra para la oportunidad de cometerlo. Agotamos todas las opciones que se nos ocurren, pero falta algo, hay alguna cosa que no encaja, aunque no sabemos qué es. Entonces tengo el sueño. Esta parte os podrá parecer una chorrada pero es la que realmente me sirve para ponerme sobre la pista buena. Bueno, no voy a entrar en detalles sobre mi sueño...
—... porque le da vergüenza contarlo —le picó Miguel.
—Vale, está bien. Soñé que estaba jugando al poker con Castle...
Ana soltó una risotada.
—¿Con Castle? ¿El de la serie?
—Sí, con él y con otros dos escritores, Michael Connelly y James Patterson, como hace él a veces en la serie. Se supone que yo debía ser escritor también y amigo de ellos. Sea como fuere, les cuento el asunto y me sugieren que no lo ha hecho una sola persona, sino dos o incluso más compinchadas. Esto fue justo antes de que intentaran atropellar a su madre —dijo mirando a Ana—, así que no me quedó otra que acompañarlas a la comisaría a poner una denuncia y pedir que le pusieran protección policial. Y ahí entra el otro factor clave en la investigación: conozco a los dos polis que llevan ambos casos, el de Moreda, recién reabierto, y el de la Semana Negra. Uno, Maxi, es un poli viejo y amargado, el típico cascarrabias escéptico y cansado de todo. Su compañero, Daniel, es de nuestra edad y ve las cosas de forma mucho más parecida a nosotros. Conectamos al instante.
—Sara, ¿tú sabías eso? —preguntó maliciosamente Miguel.
—Sí, pero somos muy liberales —respondió con igual sorna—. No me importa compartirlo con él. —Y subió las cejas un par de veces de una forma muy sugerente.
—Bien, desvelado el misterio de mi ilícita relación con Daniel, sigo. Me veo obligado a confesarles que estoy investigando lo de Ricardo, contratado por la viuda, y les doy los nombres de los tres excompañeros de trabajo que tengo como sospechosos. Me guardo bajo la manga lo de las dos amantes, aunque ellos ya saben de su existencia.
—Y también les dijiste lo de Jorge —apuntó Sara.
—Ah, sí, es cierto. También les hablo de Jorge, el corredor —aclaró—. Para su desgracia, porque lo interrogan pero bueno, supongo que era inevitable y formaba parte de la investigación.
—¿Pero tú ya dabas por hecho que era inocente, no?
—Sí. Era, junto a la viuda, mi candidato menos probable. No tenía ninguna relación aparente con el muerto y además yo había hablado con él varias veces. Se encontró el cadáver, no supo cómo reaccionar y se marchó cagando leches... con tan mala suerte que fue observado por Luisa, «la mirona». Si no, ni siquiera hubiese formado parte de esta historia. Mmm, ¿qué viene luego?
—Cuando vuelves a hablar con los polis —sugirió Miguel.
—No, me parece que hay algo antes.
—Creo que fue cuando hablaste con Tino Casal —sugirió Sara.
—Cierto. Miguel tiene un amigo que a su vez tiene un amigo, peluquero, que se sabe todos los cotilleos de Gijón. Es un tío superexcéntrico pero no es mala gente. Y se parece un montón a Tino Casal —explicó—. Hablé con él un par de veces y me dio algunas ideas interesantes. Me habló entre otros de un pariente del jefe de policía, un primo lejano o algo así... es ese tío que salió hace poco en el periódico porque se había peleado con alguien y había acabado dentro de la fuente donde Pelayo.
El resto del grupo asintió. Todos sabían de qué hablaba. Las noticias sensacionalistas siempre encontraban su forma de ver la luz y llegar a todo tipo de públicos.
—¿Ese tío está relacionado con el crimen? —preguntó Carolina.
—No. O mejor dicho, no de forma directa, digamos que sólo tangencialmente. Lo usaron para presionar al jefe de policía para que no removiese mucho las cosas en las investigaciones de ambos casos.
—¿Quién? ¿El entorno del asesino estaba en el ajo?
Esta vez fue Ana la que preguntó. Entre ella y Carolina, no dejaban de interrumpir a Lorenzo con sus constantes dudas. Miguel y Sara, sin embargo, se mantenían en silencio, pues ya conocían gran parte de la historia. El detective no tenía especial prisa por llegar al final, así que contestó pacientemente:
—Este dato no lo sé con absoluta certeza, pero creo que los más interesados en frenar las investigaciones y evitar que los medios hablasen de estos dos asesinatos eran los políticos. Se acercan las elecciones y no quieren mala prensa.
—No creo que vayan a salir reelegidos de todos modos. No han hecho más que meter la pata todo el rato y robar a manos llenas —dijo Miguel, a quien el tema de la política le desagradaba visiblemente.
—¿Qué más da? Gobiernen unos u otros, apenas hay diferencia. Son todos iguales. —Sara compartía la opinión del «teleco». En realidad los cinco estaban de acuerdo. Y no sólo ellos, posiblemente la inmensa mayoría de la población con un mínimo de estudios y de cultura.
—Bueno, continúo, que luego dice Miguel que tardo mucho. Un par de días después de mi primer contacto con la pareja de polis, me llaman de comisaría. Quieren volver a hablar conmigo. Voy para allá y me encuentro lo mismo que la otra vez: Maxi muy hostil y Daniel bastante dialogante. De la que me marcho, Daniel me pasa una tarjeta: me dice que lo llame a las dos.
—Y lo llamaste, porque seguro que si no no estaríamos ahora aquí —sentenció Carolina.
—Exacto. Lo llamé, pese a que alguno —miró a Miguel— pensaba que podía ser una trampa.
—Podía serlo.
—Sí, pero tenía que arriesgarme. Quería hablar conmigo en privado, sin su compañero. Quedamos donde El Muelle. Y esta conversación fue, sin duda, el punto de inflexión de la historia. Él quería sacarme información a mí y yo a él. «Compartir», lo llaman los polis. Jugamos a las preguntas y respuestas: cada uno formulaba una pregunta que el otro tenía que responder sinceramente. Los dos jugamos limpio. Le expuse mi teoría de los cómplices y le conté las cábalas que habíamos hecho Miguel y yo.
—¿Y su compañero?
—Bueno, Daniel inicialmente le mintió: le hizo creer que mis... nuestras teorías eran idea suya. Maxi se lo tragó y transigió en usar los recursos policiales para relacionar a todos los sospechosos entre sí hasta dar con algo.
Miguel bostezó o, mejor dicho, fingió hacerlo de una forma muy ostensible.
—Ya va, ya va... Estoy a punto de llegar al meollo de la cuestión. Total, que ese mismo día por la tarde les dieron un ultimátum en comisaría, según me contó después. Tenían que resolver ambos crímenes antes de la Semana Grande, es decir, antes de hoy o dejarlos inconclusos para siempre. Esto desemboca en que el viernes por la tarde recibo una llamada de Daniel: que le ha confesado mi participación a Maxi y que están de acuerdo en que vaya a ayudarles a ver si entre todos somos capaces de llegar a alguna conclusión.
—Y otra vez a comisaría —afirmó, más que preguntó, Ana.
—Exacto. El sábado, es decir, antes de ayer, a primera hora de la mañana estaba por tercera y, toquemos madera, última vez en comisaría. Estuve todo el rato supervisado por ellos y estuvimos buscando datos tanto en papel como en el ordenador que pudiesen relacionar a los sospechosos... Después de unas cuantas horas perdidas en vano, se me ocurrió la idea que, a la postre, nos serviría para resolver ambos casos: buscar las relaciones entre los sospechosos de uno y otro caso.
—¿Cómo? —preguntó Carolina, que se había perdido en la disertación del detective.
—Al principio de esta... larga y aburrida narración —Lorenzo miró hacia Miguel y éste sonrió socarronamente— os dije que había dos casos aparentemente inconexos. Pues les propuse a los polis, dado el aciago éxito que habíamos obtenido hasta el momento, que intentásemos buscar si los sospechosos del crimen de Moreda tenían coartada para el crimen de la Semana Negra y viceversa.
—¿Cómo se te ocurrió eso? —preguntó Ana asombrada.
—Suena como a película, ¿no? —expresó Carolina.
Extraños en un tren —intervino Miguel—. 1951, Alfred Hitchcock, basada en la novela de...
—... Patricia Highsmith —ayudó Lorenzo—, aunque en el guión participó Raymond Chandler.
—Madre mía, sois como una enciclopedia andante —dijo Carolina maravillada.
—No conozco a nadie más, aparte de ellos dos, que se sepa de memoria tantos datos inútiles sobre series, películas y libros —dijo Sara para evitar que se les subiesen los humos.
—Lo tomaré como un cumplido —replicó Miguel.
—Además, en este caso concreto, nos sirvió para resolver los crímenes —dijo Lorenzo, añadiendo con fingida seriedad—: así que no veo la lógica de tu pulla. Son conocimientos útiles y muy necesarios.
—Vale, vale, en este caso sí —rectificó la chica—, pero no me refería sólo a esto, sino a cuando os da por poneros a hablar de... qué sé yo... de actores y actrices que son zurdos por ejemplo.
Lorenzo saltó como un resorte:
—Bruce Willis.
—Robert De Niro —apuntó su amigo.
—Tom Cruise —replicó el detective.
—¡Scarlett Johansson! —dijeron ambos al alimón.
—¿Os traigo un babero? —dijo Sara con una sonrisa maliciosa mientras las otras dos chicas se partían de risa.
Lorenzo continuó:
—Bueno, a lo que iba. Tuve esa idea, realmente no gracias a la novela sino a las teorías que habíamos conjeturado Miguel y yo, y al sueño de la partida de poker. Nos pusimos a ello et voilá, encontramos varias coincidencias que nos permitieron estrechar el cerco en torno a sólo cinco personas sospechosas de haber cometido alguno de los dos crímenes: las dos amantes de Ricardo, la viuda (y luego os explicaré por qué), su excompañero de trabajo el «conspiranoico» y un periodista de El Comercio, que había trabajado en León, y éste es un dato importante, hace unos años, cuando por allí andaba un pederasta que acabó muriendo ajusticiado y que era amigo de Marcos Tuero, el segundo muerto. Al parecer, Diana, la digamos «segunda amante» de Ricardo no vive en Gijón y no estaba aquí este fin de semana, con lo cual nos quedamos sólo con cuatro sospechosos. Realmente eso simplificó algo las cosas. Total, que citamos a los otros cuatro sospechosos para ese mismo sábado por la tarde para que no tuviesen tiempo de reacción y jugamos con ellos al dilema del prisionero. —Hizo una pequeña pausa para pegar un gran trago de refresco, amén de para darle emoción al relato.
Carolina no esperó para preguntar:
—Supongo que ahora nos explicarás qué es eso del dilema del prisionero.
Miguel tomó la palabra mientras su amigo bebía:
—Es un problema clásico perteneciente a la teoría de juegos —aclaró— y básicamente consiste en que la policía trinca a dos personas sospechosas de un crimen, pero sin tener pruebas suficientes para poder condenarles, así que les interroga por separado y les ofrece un mismo trato a ver cuál de los dos canta. —Lorenzo ya estaba libre para hablar pero le indicó a Miguel que continuase. Éste siguió con su explicación—: Hay cuatro situaciones posibles: si uno de los dos confiesa y el otro no, el chivato consigue una condena pequeña o incluso sale libre y al otro le cargan todo el muerto, nunca mejor dicho; si ninguno de los dos habla, ambos obtienen una condena pequeña, dado que no hay suficientes pruebas para incriminarlos más; pero si ambos confiesan... entonces a los dos se les cae el pelo. ¿Quieres seguir, Loren?
—Básicamente lo que hicimos fue ponerles nerviosos: provocamos deliberadamente que hubiese un careo entre la viuda y la amante «número 1» (de ahora en adelante amante a secas), y luego entre la amante y el excompañero de trabajo del muerto. Por último llegó el periodista, sin que los otros tres lo supiesen. Fuimos interrogándolos uno por uno: Esteban sólo era «culpable» de tener licencia de armas y no haberlo dicho, pero su licencia no era del calibre del arma usada en el asesinato de la Semana Negra, así que hicimos un trato con él: conseguimos que nos dejase registrar su casa, en su presencia, y le prometimos dejarle libre sin cargos y sin marearle nunca más con el asunto.
—Supongo que costó convencerle —intervino Miguel.
—Sí, un poco. Pero se fiaba más de mí que de los polis, así que acabó accediendo. Él sólo era un gancho, uno de los dos ganchos. —Salvo Sara, que ya sabía esta parte de la historia, los otros tres miraban a Lorenzo sin pestañear—. El otro era la viuda.
—Me alegra saber que la vecina de mi madre no es una asesina —confesó con sinceridad Ana.
—Pero no entiendo una cosa —dijo Carolina, aprovechando la interrupción—: ¿ya sabíais de antemano quiénes eran culpables y quiénes inocentes? ¿Qué papel juegan Esteban e Isabel entonces?
—Tu pregunta tiene todo el sentido del mundo. Hay algo que no os he dicho: efectivamente, sabíamos, o al menos intuíamos, de antemano quiénes eran los dos verdaderos culpables, pero sólo había pruebas circunstanciales, de ahí que montásemos todo el numerito de los careos con los otros dos sospechosos de pega, más lo del dilema del prisionero. Necesitábamos su confesión, de lo contrario no tendríamos ninguna prueba fehaciente para poder condenarles. Hicimos creer a Patricia, la más astuta de los cuatro, que tanto Esteban como Isabel también estaban acusados, como ella, y que, mientras hablábamos con ella en una sala, en la de al lado estaba Esteban, a quien ella sólo conoce de vista porque trabajaba con Ricardo, y que no tiene nada que ver realmente en la trama.
—¡Qué astuto por vuestra parte! —no había ironía sino admiración por parte de Carolina.
—Y ahora, si me lo permitís, voy a contaros por fin la resolución del caso, así que os pediría que no me interrumpieseis porque si no, esto se va a hacer eterno, cosa que nadie desea, ¿no es así? —Miguel farfulló que no, las chicas asintieron en silencio—. Como os decía, le hicimos creer a Patricia que al lado estaba Esteban, lo cual era cierto al principio, pero después fue cuando le propusimos el trato, aceptó y se fue a su casa, acompañado por un par de agentes, eso sí. Al poco fue Arturo Doriga, el periodista de El Comercio, el que ocupaba la sala de interrogatorios contigua. Patricia no estaba por la labor de confesar nada, y mucho menos creyéndose muy segura con el semi-desconocido Esteban al lado, que no podía saber nada ni sobre el crimen ni sobre la participación de ella en el mismo. Total, que hicimos el amago de dejarla marcharse pero la llevamos por delante de la otra sala y provocamos que Arturo y ella se viesen: ella soltó una exclamación de sorpresa y él la nombró extrañado. A partir de ahí, ya teníamos la prueba de que se conocían. Les propusimos un trato a cada uno, les dejamos a solas un rato en cada sala, subimos el climatizador para que sudasen como pollos y les mentimos, haciéndoles creer que uno estaba acusando al otro con algún que otro ardid como llamadas de teléfono de una sala a otra y órdagos varios. Se lo acabaron tragando y terminaron por confesar. Ambos. —Volvió a adoptar la voz de locutor radiofónico con la que había comenzado la narración para decir—: Como diría mi admirado Adrian Monk, «esto fue lo que pasó»: Patricia descubrió que no era la única amante de Ricardo, sino que había al menos otra, Diana, más reciente que ella y con quien compartía bastantes cosas: eran más o menos de la misma edad, tenían un físico parecido, trabajaban en el mismo campo, habían conocido a Ricardo en circunstancias similares... El tío debía ser una especie de seductor, al parecer, de los que tienen mucha labia y logran engatusar a cierto tipo de mujeres, que no a todas, claro está. Tanto Patricia como Diana, en realidad incluso Isabel, pertenecían a este tipo, así que quedaron prendadas de él. Patricia podía tolerar que Ricardo tuviese esposa, pero que tuviese otra amante, posterior a ella en el tiempo, y que no era mucho mejor que ella en nada... eso fue demasiado para ella. Se volvió completamente loca con ese tema. Esto propició que sacase lo peor de ella misma para urdir un plan, un plan perfecto para acabar con él y salir impune. Seguramente conocería la novela de su tocaya, Patricia Highsmith, y sabía cómo agenciarse una extraordinaria coartada pero para ello necesitaba un cómplice, alguien sin ninguna conexión anterior con ella. Estaba dispuesta, sin duda, a cometer ella misma otro crimen si él se cargaba a Ricardo. La clave que realmente nos puso sobre la pista y nos permitió poner en práctica el juego en comisaría fue el gimnasio. De todas las personas implicadas en uno u otro crimen, Arturo era el único que iba al mismo gimnasio que Patricia. En términos criminales, las coincidencias no existen, así que teníamos que explotar esa opción y eso fue lo que hicimos. Se conocieron en el gimnasio, como imaginábamos. Son de mundillos diferentes y difícilmente se hubiesen cruzado sus caminos si no. Él es un ligón nato, pero no como Ricardo, sino en plan «aquí te pillo, aquí te mato», de rollos de una noche básicamente. Había intentado ligotear con ella alguna vez, cuando ella aún quería a Ricardo, y por tanto lo había rechazado, pero una tarde que estaba especialmente quemada con el tema, porque a todas estas, no os lo he dicho, pero ella llevó una doble vida desde que urdió el crimen hasta que lo cometió, con lo cual Ricardo muy posiblemente ni se había dado cuenta de lo que ella tramaba. Pues una tarde, decía, accedió a tomar unas copas con él, hablaron largo y tendido, y posiblemente tendidos también —su audiencia sonrió y Lorenzo continuó, ahora ya con más seriedad—, y descubrió que era el candidato perfecto: no tenía muchos escrúpulos y también deseaba la muerte de alguien. Cuando trabajaba en León, se vio envuelto en el asunto del pederasta que os he comentado antes. Resulta que el pedófilo en cuestión había abusado de varios niños de la zona, uno de los cuales era el hijo de uno de los mejores amigos de Arturo. Aunque el criminal había sido ajusticiado (apareció muerto a cuchilladas, según me explicó Daniel), se sospechaba que Marcos, además de ser su socio en algunos negocios, también había tomado parte activa en los delitos. Y además había declarado a favor del pederasta en el juicio. Vamos, que Arturo se la tenía jurada, para vengar al hijo de su amigo y, dado que ahora Marcos también se encontraba en Gijón, le debió parecer perfecto el plan de Patricia. Cuando nos confesaron todo esto, ella siempre dijo que el plan había sido idea de él mientras que él decía que el cerebro era ella pero, a tenor del carácter de ambos, y de cómo se derrumbó él, creemos que fue todo idea de ella, como os he contado. Supongo que nunca lo sabremos al cien por cien.
Se produjo una pequeña pausa.
—¿No nos vas a contar cómo lo hicieron? —preguntó Carolina con una mezcla de curiosidad e indignación.
—Sí, claro, estaba cogiendo aire. Cada uno se procuró una coartada para el crimen que podía tener interés en cometer: no hay forma de incriminar a Patricia el día que Arturo mató a su amante, y Arturo está completamente libre de sospecha el día que ella se cargó a Marcos.
—No, pero me refería a cómo, literalmente —aclaró la chica—. Lo del veneno y todo eso.
—Ya voy, ya voy. Patricia citó a Ricardo para que quedasen la noche de autos, casi de madrugada, sólo que en vez de ella el que apareció fue Arturo. Le pilló por sorpresa, le dijo que era pariente de Patricia, le dio algún dato para que resultase creíble y le contó que ella se iba a retrasar. Lo convenció entonces para tomarse algo en su casa antes de que ella llegase. Patricia sabía perfectamente las debilidades de Ricardo en cuestión de alcohol, así que Arturo le ofreció unas copas, con el veneno ya disuelto. Debió morir casi en el acto. Luego lo llevó en coche hasta el parque de Moreda y lo arrojó desde el puente.
—¿Cómo lo transportó desde donde quiera que dejase el coche hasta el puente? —preguntó Miguel intrigado.
—En silla de ruedas. Después la plegó y se la llevó de vuelta al coche. Contaban con que, al ser de madrugada, no habría nadie por el parque.
—Era un riesgo —replicó Miguel.
—Sí, pero un riesgo calculado. Si aparecía alguien, supongo que Arturo hubiese dado una vuelta empujando la silla hasta que el puente quedase libre. Ricardo ya estaba muerto, no iba a poder quejarse ni resistirse.
—¿Y para qué este montaje? Molestarse en ir con el cadáver hasta el puente... podían haberlo dejado en cualquier otro sitio, ¿no? —apuntó Carolina.
—Supongo que esta charada —después de usar esa palabra, alzó la palma de la mano en señal de STOP antes de que Miguel pudiese lanzarse a decir la ficha técnica de la película homónima—, supongo que este engaño es principalmente decorativo. Imagino que el objetivo de Patricia, dando por hecho que fue idea de ella, era introducir confusión en la ecuación. Encuentran un cadáver, ha sido envenenado pero lo arrojan desde un puente, fingiendo un suicidio. Daba pie a múltiples interpretaciones. Realmente, sólo después de la confesión de los asesinos hemos conseguido aclararlo por completo.
—Ha sido un crimen bastante bien elaborado —reconoció Miguel.
—¿Y qué hay del otro asesinato? —cuestionó Ana.
—El otro fue más sofisticado aún, aunque no exento totalmente de riesgo. Arturo le facilitó a Patricia datos sobre Marcos relacionados con sus negocios en León y su relación con el pederasta y su presunta participación en el tema. Patricia se puso en contacto con Marcos de forma anónima, suponemos que desde una cabina telefónica, para exigirle un dinero a cambio de no entregar estos datos a la prensa. Vamos, un chantaje de toda la vida. Marcos, seguramente, tenía algo que ocultar, así que accedió a reunirse con ella, no sabemos si para negociar o qué. Ella lo citó en la zona de atracciones de la Semana Negra, junto a la noria. Sí, Miguel, como en El tercer hombre. —Éste no dijo nada, aunque sonrió evocando la musiquilla de la película—. Se debió esconder en algún pequeño recoveco, algún pasillo estrecho entre la noria y otras atracciones, y nadie reparó en ella. En cuanto llegó Marcos, le pegó tres tiros a bocajarro con una pistola con silenciador. Además...
—¿A plena luz del día? —preguntó Carolina asombrada.
—¿Nunca te acercas a la zona de atracciones de la Semana Negra?
—No soy mucho de montar en esas cosas —confesó—, pero sí me he pasado por allí, claro. ¿Lo dices por el gentío?
—No, lo digo por el ruido. Un ruido atronador que te deja completamente sordo. Es imposible oír nada allí; aunque la pistola no llevase silenciador, seguramente nadie se habría enterado igualmente. Pero es que además —continuó donde lo había dejado antes de la pregunta de la chica— tenía muy bien estudiado el asunto. Después de cargárselo, hizo —entrecomilló en el aire— «estallar» unos petardos que llevaba y comenzó a dar la voz de alarma de que había una bomba. En la escena del crimen encontraron un pequeño artilugio que simulaba ser una bomba de relojería, con cuenta atrás y toda la pesca, y que sólo era un chisme de ésos que se compran en las tiendas de artículos de broma. Al principio no sabían qué relación guardaba con el crimen, pero ahora está más que claro que fue para sembrar el caos.
—Madre mía, sí que se lo curró —dijo Miguel con cierta admiración.
—Me ha dicho Daniel que han encontrado en su casa un par de bolsas de deporte con fibras que están analizando aún... imaginamos que demostrarán que fueron las que llevó a la Semana Negra. Suponemos que iba vestida de una manera cuando llegó y de otra cuando se marchó. Y también debió ser donde llevaba escondido el artilugio ese.
—Suena totalmente a película —dijo Sara, pese a que era la segunda vez que escuchaba la historia.
—Por eso se suele decir que la realidad supera a la ficción.
—Hay un par de cosas importantes que aún no nos has aclarado —comentó Ana—. ¿Quién metió la carta en el buzón de mi madre? ¿Y cuál de los dos fue el hijo de perra que intentó matarla?
—Patricia. Arturo ni siquiera sabía de qué le hablábamos sobre ninguna de las dos cosas. Desde la muerte de Ricardo, Patricia debía vigilar de vez en cuando el edificio de tu madre, que no olvidemos que es también el edificio de Isabel, y así debió ser como se enteró de mi participación en el caso, y de ahí la amenaza, para que dejase de investigar, no vaya a ser que encontrase algo que me pudiese poner sobre su pista. Lo del intento de atropello, me temo que fue por mi culpa: como ignoramos su amenaza, decidió tomarse la justicia por su mano y tratar de hacer desaparecer también a tu madre para que yo dejase el asunto de una vez por todas. Lo único bueno de todo esto es que le pueden imputar el homicidio del pobre conductor que se mató por evitar atropellar a tu madre.
—Espero que se pudra en la cárcel —Ana no pudo contener su ira.
—Yo también lo espero, sinceramente. —Albergaba algunas dudas a este respecto, pues el órgano de justicia distaba mucho de ser tan ecuánime como la Justicia con mayúscula que requerían cierto tipo de crímenes, pero prefirió no compartir estas ideas con su amiga. Bastante susto se había llevado ya—. ¿Alguna otra cosa que no haya quedado clara?
—Yo tengo una cuestión técnica —dijo el «teleco»—. Vale, planearon ambos crímenes en el gimnasio, o en la cama o donde fuese, pero ¿luego cómo se mantenían en contacto? Porque imagino que lo suyo sería que no se les viese juntos pero tendrían que hablar de vez en cuando, ¿o no?
—Lo creas o no, esa pregunta también se la hicieron los polis. Analizaron el ordenador de ambos y no encontraron nada pero...
—¿Chat?
—Efectivamente. Arturo confesó que hablaban de vez en cuando por chat, conectándose o bien desde el trabajo o, sobre todo, desde sitios públicos: cibercafés, bibliotecas, etc. Y también se llamaban alguna vez desde cabinas o se escribían mensajes al móvil, que luego borraban pensando que así serían indetectables.
—Pero si eres la policía y te pones en contacto con la compañía con la que tienen contratado el móvil, sí que puedes acceder a esos mensajes «borrados» —concluyó Miguel, satisfecho por haber completado la respuesta sin esperar las explicaciones de Lorenzo.
—¿Y qué papel jugaba la otra amante, Diana? —preguntó Carolina.
—Ninguno. Bueno, en realidad ella fue la clave para que se produjesen los dos asesinatos, la amenaza a su madre —dijo mirando a Ana— y la muerte accidental del conductor. Fue el desencadenante: sin ella, Patricia seguramente no hubiese urdido todo ese maquiavélico plan y yo no os estaría contando todo esto... lo cual me recuerda que tengo que hacer una confesión: Miguel es un poco tímido para algunas cosas y seguro que no querría que lo dijese pero que sepáis que tiene pensado escribir una novela basada en mis, o mejor dicho, nuestras andanzas. Ya ha empezado a escribir y, lo poco que yo he podido leer, está genial.
Esta noticia produjo el efecto deseado. Tanto Ana como Carolina se interesaron de inmediato por el futuro escritor:
—¿En serio? ¡Qué guay! —dijo Carolina.
—¿Y nos la dejarás leer antes de publicarla?
—Bueno, bueno, que no panda el cúnico. El bocazas de Loren estaba en lo cierto en algo: no quería decírselo aún a nadie porque lo de escribir un libro es un proyecto ambicioso que no estoy seguro de si llegará a buen puerto o no. Tengo que ser capaz de terminarlo, escribirlo de un modo que resulte atractivo y conseguir, y esto es lo más difícil, que alguna editorial acceda a publicarlo.
—También se pueden autoeditar —sugirió Sara, que de ese tema sabía un rato largo—. Yo te puedo echar un cable con lo que quieras, salvo con la parte creativa, que no es mi fuerte. Como sabes, tengo cierta relación con el mundillo editorial y además tengo algunos contactos.
—Bueno, ya veremos. Os agradezco los ánimos y la ayuda, pero de momento os pediría que no se lo contaseis a nadie más. Este tema es bastante jugoso: una novela basada en un par de crímenes reales que han tenido lugar en tu ciudad seguro que incentiva las neuronas de más escritores, profesionales o noveles, así que prefiero mantener mi proyecto en el anonimato por el momento.
—No me preocuparía mucho en ese sentido —dijo Lorenzo—. Nadie conoce lo que pasó realmente más de primera mano que vosotros cin... cuatro. Esto me recuerda que tengo que mandarle un mensaje a Roberto.
Todos habían terminado ya sus consumiciones.
—Aprovechando que no hace sol, ¿damos una vuelta por aquí? —sugirió Lorenzo, que se apresuró a ir a pagar las bebidas antes de que nadie pudiese echar mano a la cartera—. Sara y yo venimos una vez... ¿cada dos años?
—Sí, algo así —confirmó ella.
Comenzaron a caminar por el Botánico, sin duda un pequeño paraíso para los amantes de la naturaleza. Mientras Lorenzo mandaba el SMS prometido a Roberto, Sara observó cómo Carolina y Ana interrogaban a Miguel sobre su novela:
—¿Y tienes título ya?
—No, qué va, si apenas llevo escritos tres capítulos y medio...
—¿Y vamos a salir nosotras?
—Sí, claro, los personajes van a estar basados en la gente que realmente ha tenido que ver con la historia, aunque lógicamente cambiaré los nombres para que nadie los pueda identificar... o al menos no tan fácilmente.
—¡Qué pasada! Nunca imaginé que sería un personaje de una novela —dijo Carolina que, a ojos de Miguel, era tan sensual, o más aún, caminando como cuando estaba sentada.
La chica parecía ajena a los pensamientos de Miguel. Ana, sin embargo, sí parecía haberse percatado del asunto, aunque trataba de disimular.
En la distancia, Sara y Lorenzo comentaban la jugada:
—¿Tú crees...? —insinuó Sara sin llegar a decir nada concreto.
—Si por él fuese, sin ninguna duda.
—Es muy buen tío. ¿Ella sale con alguien?
—No que yo sepa.
—¿Y Ana?
—Tampoco, pero no creo que ella esté interesada en Miguel ni viceversa.
—¿Así que la has invitado adrede para ver si Miguel se la ligaba?
—Las he invitado porque son mis amigas y porque los tres, junto a ti y a Roberto, habéis sido determinantes en algún punto de todo este lío de caso.
—Ya, ya... —replicó la chica con aquella sonrisa tan sugerente que volvía loco a Lorenzo.
Se colocó detrás de ella y la rodeó con los brazos por la cintura mientras seguían caminando, ahora al alimón.
—¿Me acusas de hacer de Celestino? ¿A mí?
—Yo no te acuso de nada... aunque, ¿y si lo hiciese qué?
Sus labios se juntaron, con algo de dificultad, debido a la postura.
—Nada —dijo entre dientes él mientras la besaba.
—Eso me parecía —replicó ella, igualmente entre dientes. Se giró para que quedasen cara a cara. Y se besaron apasionadamente.
Lorenzo Blanco y los crí­menes inoportunos
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