XLIV Control de tierra llamando al Comandante Tom

 

 

«Ground control to Major Tom. / Ground control to Major Tom. / Take your protein pills / and put your helmet on»
Space oddity (David Bowie)

 

Pasaba de las nueve cuando Lorenzo se presentó en casa de Miguel, presto y dispuesto para debatir con él los pormenores del caso. Sara tenía que madrugar bastante al día siguiente para una reunión con los de la editorial del libro que iba a traducir, así que Lorenzo había preguntado a su amigo si podían reunirse en su casa, para no molestar a la chica, y éste, encantado de poder contribuir a la investigación, había aceptado de muy buena gana. Llevaban sin verse desde el domingo y había mucho que contar.
—En estos cuatro días han pasado un montón de cosas —comenzó el detective—. Espero que no tengas mucha prisa por irte a dormir —dijo, mientras posaba una bolsa de plástico sobre un sillón.
—Ninguna. —Miguel también tenía que madrugar al día siguiente pero no parecía importarle gran cosa—. A ver, desembucha, que yo también tengo mucho que contarte.
Lorenzo llevaba una libretina en la que había ido apuntando todos los datos relacionados con la investigación, pero de momento no hizo uso de ella y habló de memoria.
—Bueno, te hice caso y cambié de prisma a la hora de enfocar el caso. Estuve buscando información sobre el entorno de Ricardo, al margen de su viuda; parece que, amantes al margen, sólo se relacionaba con gente de su trabajo, así que elaboré una lista y he logrado entrevistarme con los tres mejores candidatos a saber algo o tener algo que ver con su muerte.
—Genial. ¿Y bien?
—El primero, Felipe Pastor, un tío con un bigote a lo Miguel de la Quadra-Salcedo, va siempre al mismo bar a la salida del trabajo, así que me lo encontré allí «casualmente».
Miguel estaba visiblemente intrigado.
—¿Y qué tal fue la cosa?
—Bien, al margen de que me tuve que tomar una cerveza. No entiendo cómo a la gente le gusta tanto, con lo amarga que está. —Miguel sonrió sin interrumpirle—. Sea como fuere, conseguí empatizar con él. Me confirmó lo que ya sabíamos: que Ricardo era un triunfador nato, le iba muy bien en los negocios... y también con las mujeres. Dio a entender que era un mujeriego empedernido. Y... —hizo una pequeña pausa para añadir dramatismo— ... también me dijo que un compañero de trabajo de ambos, Esteban, otro de los de mi lista, albergaba sospechas sobre su muerte.
—Y entonces fuiste a hablar con él.
—No te aceleres. Paso a paso. Primero hablé con el segundo de mi lista: Luis Carrera.
—¿En otro bar?
—No. Luis, para que te hagas una idea: una especie de Niles Crane tanto de físico como de modales, tiene por costumbre visitar un par de veces por semana a su padre, que está ingresado en una residencia porque tiene Alzheimer, y le suele sacar a dar un paseo por los alrededores.
—Así que te personaste por los alrededores de la residencia a la hora señalada.
—Exacto.
—¿Y cómo demonios abordas a alguien que no te conoce y encima por la calle?
—Llamándole por el nombre e identificándome como detective privado.
—Anda, coño. ¿Para eso me pediste todas esas tarjetas, eh? —Lorenzo sonrió—. ¿Y bien? ¿Cómo reaccionó?
—Se puso de los nervios en cuanto mencioné a Ricardo. Encima le dije que me había contratado porque temía por su vida, y que tenía serios motivos para sospechar que no había sido un suicidio. No era capaz de hablar, balbuceaba que no sabía nada y que estaba muy consternado por su pérdida. Ya sabes, todo ese rollo.
—¿Gesticulando como Niles?
—Tal cual.
—Sin duda tuvo que ser algo digno de ver.
—Ya lo creo. De todos modos, viendo su reacción sólo con hablar del tema no me lo imagino siendo capaz de matar a nadie.
—Yo no lo descartaría tan rápido. ¿Podría ser un actor genial?
Lorenzo negó rotundamente:
—Ni de coña. Es imposible fingir tan bien. O eso creo.
—Puede estar en shock por habérselo cargado y eso le hace reaccionar así.
—Vale, de acuerdo. Lo dejamos en poco probable pero no imposible por el momento.
Miguel se mostró conforme.
—Vale, ahora cuéntame lo del tercero, el que pensaba que había gato encerrado.
—Esteban Zúñiga: ése ha sido el más jugoso. Es un paranoico, uno de esos locos, o no tan locos —se autocorrigió—, obsesionados con las teorías de la conspiración, así que, para poder citarme con él, le dejé una nota en el buzón.
Sacó un papel del bolsillo con una copia de la nota. Miguel la leyó y soltó una carcajada.
—¿Conspiración? ¿Le dejas a un tío amante de las teorías de la conspiración una nota con una referencia a una película sobre esa temática?
El detective se encogió de hombros, sonriente.
—Y, por lo que veo, funcionó.
—Pues sí. Me cité ayer con él.
—¿Y cómo era? ¿Como Hodgins el de Bones?
—No, era más mayor y más cínico, más de vuelta de todo. Algo así como... como el detective John Munch.
Miguel tardó unos segundos en localizar la información en su cerebro.
—¿El de Ley y Orden: UVE14?
—Sí, ése. Tuvimos una conversación que parecía sacada de una peli de espías.
—Flipo contigo. Cuenta, cuenta, que me tienes en ascuas.
—Me corroboró lo dicho por Felipe: Ricardo era un mujeriego y un triunfador en los negocios, pero además me contó que era el típico que está dispuesto a pasar por encima de quien sea para conseguir sus objetivos, sean un acuerdo comercial, una mejor comisión, una tía más buena... Engatusa a la gente con su labia y obtiene lo que quiere, proyectando una imagen distorsionada de la realidad para lograrlo.
—Joder, menudo pájaro. ¿La viuda sabe esto?
—Pues yo diría que sí. En realidad... —abrió por vez primera su bloc de notas para buscar el dato concreto— ... sí, aquí está. En una de mis primeras entrevistas con Isabel me dijo que su marido «te conquistaba por su labia. Podía hacer que te creyeses casi cualquier cosa». Creo que ésas fueron sus palabras exactas, si no lo apunté mal.
—¿Munch nombró a alguien en concreto de quien sospechase?
—No. A nadie. Pero me recomendó que investigase bien a sus amantes, que los tiros podían ir por ahí. Nombró a Patricia Cornejo, la amante oficial que también conoce la viuda, y le pregunté por la otra, Diana Zamora. A ésa no la conoce de nombre, pero sabe que llevaba algún tiempo liado con otra, y que no era de aquí, que vivía fuera, así que bien puede ser ella.
—O que haya una tercera.
—Tampoco lo descarto, visto lo visto.
—Madre mía. Pues sí que tenías cosas que contarme —exclamó Miguel, visiblemente complacido.
—¡Espera, espera, que todavía tengo otra cosa más importante! De hecho, es el motivo principal por el que he venido a molestarte a estas horas.
Extrajo de la bolsa de plástico que había dejado minutos antes sobre el sillón el sobre que había recibido Margarita Morán, sacó la carta del sobre y se la tendió a Miguel. Éste la leyó con avidez.
—No fastidies. ¿Y esto?
—Se lo dejaron en el buzón a Margarita, la madre de Ana.
—¿Crees que es real?
—Ufff, no sé qué decirte. Pero ya ves que mencionan a Ana, y también a mí, y saben que estoy investigando lo de Ricardo. Cuando menos, es inquietante.
—Ya te digo. ¿Y ahora?
—Le mandé a Ana que ella y su madre registrasen toda la casa por si había algún micro o cámara oculta, y que no usasen el teléfono fijo por si acaso estuviese pinchado. Hablé con ella justo antes de llegar aquí y me dijo que no encontraron nada raro.
—¿Crees que las están espiando?
—No lo sé... Alguien debe tener controlada a su madre, lo suficiente como para conocer las cosas que pone en la amenaza, pero dudo mucho que esté siendo sometida a vigilancia las veinticuatro horas. La verdad es que no tengo ni idea, me ha dejado bastante fuera de juego esta carta.
—Yo estoy flipando. ¿Y qué vamos a hacer ahora?
Lorenzo se alegró de lo fácilmente que se implicaba su amigo en el caso.
—De entrada, me he traído una cosa para hacer una prueba. Vamos a necesitar unas tijeras, si tuvieses dos mejor que mejor. —Mientras Miguel las buscaba, Lorenzo volvió a coger la bolsa de plástico, esta vez para sacar unos cuantos catálogos recientes de supermercados—. Me gustaría tratar de encontrar las letras concretas que componen el mensaje. Si me ayudas, acabaremos antes.
Se dividieron el trabajo, repartiendo un número equitativo de folletos para cada uno, y fueron comparando el tamaño, color y tipografía de las letras de los catálogos de publicidad con la carta amenazante, recortando las letras que más parecían asemejarse. Les llevó algo de tiempo pero lograron confeccionar un mensaje en el que sólo diferían en tamaño, color o estilo cuatro letras de las veintisiete palabras utilizadas en la amenaza.
—Bueno, ya sabemos algo —dijo, contemplando el duplicado del mensaje—. Todos estos folletos son de esta última semana, alguno incluso lo he cogido esta tarde, con lo cual podemos afirmar que el mensaje lo han creado sobre la marcha, no lo habían preparado tiempo atrás. Ha sido una decisión repentina. Han cogido catálogos de 1, 2... —contó en voz alta— ... 3, 4. De cuatro supermercados —tres de sus folletos no habían sido utilizados—, y han recortado las letras sin más criterio que el ir alternando entre uno y otro folleto. Margarita vio la carta esta mañana, pero llevaba un par de días sin mirar el buzón. Eso nos deja un margen de tres días como mucho. El mensaje no pudo ser escrito, o mandado mejor dicho, antes del lunes por la tarde, ni más tarde de hoy jueves a primerísima hora de la mañana.
—De lo cual se infiere que, hasta ahora, no creían que tú fueses peligroso para sus objetivos, sean cuales sean.
—Eso parece.
—La pregunta, entonces, es: ¿qué has estado haciendo estos últimos tres días que ha incomodado tanto a alguien como para necesitar amenazar a la... vecina y amiga de tu cliente? ¿Crees que ha podido ser alguno de los tres excompañeros de Ricardo con los que has hablado?
—Descartaría a Felipe, el del mostacho a lo de la Quadra-Salcedo. Yo diría que se tragó mi tapadera como agente de seguros.
—Vale, nos quedan dos. ¿Qué me dices de Niles? Aunque sea un blando para la violencia física, una nota con recortes sí la puede hacer.
—Mmm, sí, podría ser. Pero no me encaja, no sé, no lo veo.
—Míster-Veo-Conspiraciones-Por-Todos-Lados es nuestro mejor candidato entonces.
—Si no fuese porque casi no tuvo tiempo. Hablé con él ayer por la tarde. De haber sido él, tuvo que escribir el mensaje después de hablar conmigo, y ya hemos visto que lleva un tiempo hacerlo, ir a casa de Margarita a dejárselo en el buzón... y tenemos cuatro letras que no encajan, lo que me hace pensar que puedan ser de algún catálogo más antiguo...
—O de algún folleto de alguna otra tienda más minoritaria.
—Ya... ésa es otra posibilidad. Pero no dio la impresión de que le molestase que yo investigue la muerte de su compañero. Sinceramente, no tengo ni idea.
Se quedaron callados, con el ceño fruncido, tratando de estrujar sus «pequeñas células grises». Fue Lorenzo el que rompió el silencio para decir:
—Me acabo de dar cuenta de que no te he contado una cosa.
—¿Otra más?
—Sí, es que con todo este lío que tengo entre manos se me pasó. Y además puede tener relación con la amenaza.
—¿Me lo vas a contar o tengo que adivinarlo?
—Ya va, ya va. Resulta que Munch me sugirió que, si fuese él el culpable, no se ensuciaría las manos. Contrataría a alguien para hacer el trabajo sucio.
—No estamos en Nueva York ni en Rusia ni en Sicilia... —objetó Miguel.
—Eso le dije yo. Pero dice que pasa más de lo que puedas pensar, no sólo en las grandes ciudades.
—Joder, ese tío sí que adora las conspiraciones.
Nuevamente se quedaron callados. Esta vez fue Miguel el que retomó la conversación:
—La verdad es que no es tan descabellado.
—No, ¿verdad? Y te decía que puede tener que ver con la amenaza. Podemos tener dos criminales: el que organiza, paga y decide quién muere. Y el que lo ejecuta. El de la amenaza bien podría ser el «cerebro». No hace falta que un asesino a sueldo se arriesgue a ser visto para dejar un mensaje de recortes de supermercado. Puede hacerlo cualquiera.
—Cierto.
—Ahora sí que te lo he contado todo.
—Y se supone que tengo que ayudarte...
—Eso esperaba.
—No es que no quiera, es que realmente yo tampoco sé por dónde empezar.
Lorenzo miró la hora.
—Abusando de tu generosidad, ¿no tendrás alguna cosa para comer? Es que no me ha dado tiempo a cenar antes de venir, para que no se hiciese demasiado tarde, y...
—Me alegro de que me hagas esa pregunta. —Lorenzo sonrió a la espera de la explicación de su amigo—. No, en serio, porque no quería interrumpirte mientras me contabas todas estas fantásticas aventuras en las que se ha convertido tu vida últimamente, pero me llevan rugiendo las tripas un rato. Yo tampoco he cenado. Vamos a la cocina a ver qué podemos hacer.
Miguel abrió el frigorífico y sacó la primera bandeja del congelador, lo que él denominaba para sus adentros «el cajón de las pizzas».
—¿Cómo ves una pizza?
—Cojonudo. Forma parte de las cosas gastronómicas a las que nunca me niego, igual que las patatas fritas, los huevos fritos, la carne poco hecha, cualquier clase de pasta...
—... y todos los postres del mundo, como si lo viese.
—¡Exacto! ¿Cómo lo has sabido? ¿Aquí cuál de los dos es el detective?
Entre risas, Miguel posó sobre la encimera cuatro cajas de pizzas de diferentes sabores: pollo y bacon, boloñesa, champiñones con jamón y carbonara.
—Escoge.
—¿Una distinta para cada uno o cogemos dos y las tomamos a medias?
—Como quieras, me da igual. Venga, comemos dos a medias.
Lorenzo seleccionó la boloñesa y la carbonara. Miguel iba a meterlas directamente pero su amigo se lo impidió.
—Espera, ¿no precalientas el horno?
—Mmm, cuando me estoy muriendo de hambre no.
—Ponlo aunque sea cinco minutos a calentar a tope, que luego tarda menos y sabe mejor.
El ingeniero hizo caso y volvieron a la sala de estar.
—¿Tomas notas de todo lo que haces? ¿De todas tus entrevistas con los sospechosos, testigos, etcétera?
—Sí, claro.
—¿Están todas en la libreta?
—Las notas, sí. Mis reflexiones sobre ellas, no; bueno, no todas, sólo algunas.
—¿Sabes qué nos hacía falta? Una pizarra.
—Mmm, nunca lo había pensado.
—Para ir recopilando todos los datos que tienes y tener una mejor visión de conjunto.
—Joder, los ingenieros sois la leche. —Al ver que Miguel ponía cara de extrañeza, aclaró—: En el buen sentido decía. No se me había ocurrido, pero es cierto que en la mayoría de las series policiacas que veo, y tú seguro que también, la poli utiliza pizarras donde apuntan toda la información. O —miró hacia un panel de corcho, al lado de las estanterías, que tenía múltiples post-its y anotaciones—, en su defecto, llenan un tablón con fotos y apuntes. De momento me conformaría con que organizásemos todo este galimatías que tengo aquí montado, dando prioridad a lo de la amenaza a la madre de Ana.
Miguel consultó el reloj.
—Creo que ya han pasado los cinco minutos, voy a ver si voy metiendo las pizzas en el horno.
—Genial. A todas estas —dijo Lorenzo, mientras Miguel desaparecía por la puerta que daba a la cocina—, no te he preguntado qué era lo que querías contarme tú... —Miguel ya no estaba escuchando. Entretanto, Lorenzo se entretuvo ojeando las estanterías, bastante llenas de libros, aunque no tanto como las de su casa. Tres de las novelas estaban posadas en diagonal, separadas del resto. Tenían en el lateral del lomo la clásica etiqueta de la biblioteca de turno. El detective las sostenía entre sus manos justo cuando Miguel regresaba a la sala—. Así que, de mis recomendaciones, veo que te has decantado por Lawrence Block y Raymond Chandler.
—¿Buena elección?
—Yo diría que estupenda. No creo que te defrauden.
—También he cogido uno de un tío italiano, ¿lo conoces?
—¿A Camilleri? Coño, claro. Un fenómeno. Muy acertada decisión también. Ésta en concreto no la he leído, pero las de esta saga son todas por el estilo. Si te gusta una, te gustan todas.
—Guay. Tienes que recomendarme algún otro autor pero contemporáneo, porque los otros que me dijiste, aunque estén muy bien, he comprobado que son más difíciles de encontrar en las bibliotecas.
—Vale. Veamos, alguno contemporáneo... —Se rascó la barbilla, bastante áspera, pues llevaba varios días sin afeitarse. Miguel le tendió una hoja y un boli. Sabía que cuando le pedía recomendaciones a Lorenzo, la lista siempre era larga y detallada—. Eeeh, americanos, sin duda, Michael Connelly —escribió su nombre en el papel—: muy rollo hollywoodiense, como las típicas pelis de acción, con tiroteos, secuestros, asesinatos, persecuciones, giros inesperados... A mí personalmente me encanta. También está bien Patricia Cornwell —también anotó su nombre—, tiene una serie protagonizada por una forense.
—¿Tipo Bones?
—Sí, aunque la prota es menos antipática que Huesos. Un poco menos.
—Era complicado lo contrario.
—Ya. Los primeros casos están muy bien, luego va decayendo un poco. Bueno, de trama judicial está John Grisham, pero ya lo conoces.
—Sí. El jurado por ejemplo me encantó.
—Y por decirte algunos autores europeos... Mira, si te gusta éste que has cogido de Camilleri, te diría que leyeses a Petros Márkaris, uno griego que escribe muy parecido al italiano, con mucha crítica social e ironía a raudales. Muy entretenido e interesante. Y a Manuel Vázquez Montalbán; de hecho, Camilleri apellidó a su personaje Montalbano por él. Y Andreu Martín, mi preferido de los policiacos españoles —anotó los tres nombres en la hoja—. Eso en cuanto a novela policiaca barra negra de la que denominan «mediterránea». Luego también estarían los británicos. Y los nórdicos, claro...
—Todos ésos vamos a dejarlos para otro momento, que si me recomiendas muchísimos, luego me vuelvo loco y no sé por dónde empezar.
—Está bien.
—Y muchas gracias.
—No hay de qué. —Lorenzo le devolvió la hoja con los nombres de los escritores—. Te estaba diciendo antes que qué era lo que me querías contar. ¿O era sólo enseñarme lo que cogiste en la biblioteca?
—No, no. Esto era una cosa pero hay más. Lo que pasa que, en comparación con lo tuyo, te va a parecer una birria.
—Seguro que no. A ver, sorpréndeme.
—¿Te acuerdas cuando te dije, hace un par de semanas, medio en broma, medio en serio, que en vez de escribir una novela totalmente inventada podía inspirarme en un caso real, concretamente en el tuyo?
—Nunca pensé que lo dijeses medio en broma, medio en serio. Daba por hecho que era totalmente en serio.
—Vale pues... entre lo que estoy leyendo últimamente, las series, las pelis y, cómo no, tu investigación, la verdad es que he tenido muchas ideas y... Bueno, tengo el principio del libro. Es muy poco todavía, pero si quieres echarle un ojo...
—Por descontado.
Miguel se sentó delante de su ordenador, permanentemente encendido, y movió el ratón para activar la pantalla, donde apareció una imagen en primer plano de Scarlett Johansson, tomada sólo de cintura para arriba, con un apretado y muy escotado vestido rojo que hacía resaltar su imponente busto.
—Menudo wallpaper...
—¿Algo que objetar?
—Dios me libre...
Miguel buceó entre las carpetas de archivos y abrió el correspondiente a su novela. Luego le cedió el asiento a Lorenzo para que leyese cómodamente.

 

Tras el largo y gris invierno, que se había extendido en forma de frío y, sobre todo, lluvia durante toda la primavera, el verano había llegado finalmente a Gijón en la primera semana de julio. Tanto lugareños como veraneantes llenaban bares y terrazas, calles y comercios, y las tres playas estaban a rebosar de gente, ávida de buen tiempo, que había tenido que esperar aún más de lo habitual para poder disfrutar del sol. Hay quien argumentaba que el clima era el único punto débil de la Tierrina. Otros, sin embargo, esgrimían que en Asturias llovía lo justo para que los turistas no se quedasen a vivir. Cuestión de puntos de vista. Lo que estaba claro es que aquel sábado 10 de julio no iba a ser un día como otro cualquiera en la bella ciudad costera, y el parque de Moreda tenía la culpa.
Un corredor anónimo —había mucho runner últimamente— había descubierto a primera hora de la mañana el cuerpo sin vida de un hombre, cuarentón, trajeado, con abundantes contusiones por todo el cuerpo, que parecía haberse precipitado al vacío bajo el grande y anaranjado puente del parque. La policía había sido alertada del hallazgo del cadáver por un anciano y su nieto, dado que el corredor parecía haberse dado a la fuga, lo cual le convertía, por el momento, en el principal sospechoso. Al menos, a los ojos de los agentes de policía, que ya habían abandonado la zona.
Detective, un joven y bien parecido detective privado, con un significativo aire a Pierce Brosnan en su época de Remington Steele, se había personado en el lugar de los hechos tan sólo unas horas después. Acostumbrado a trabajar por libre, en esta ocasión había sido requerido por una vecina de la viuda de la víctima, dado que la viuda parecía albergar ciertas suspicacias respecto a la eficiencia del trabajo policial.
Siempre acompañado de su fiel cuaderno de notas, había apuntado todo cuanto le había parecido pertinente y posteriormente había intercambiado opiniones con Chica, su dulce e inteligente mujer, una chica morena de mirada vivaracha y muy generosas curvas, una especie de mezcla entre las versiones juveniles de Salma Hayek y Monica Bellucci, que se ganaba la vida como traductora.
Apenas un par de días después, la policía parecía haber dado el asunto por zanjado: suicidio y punto pelota. La viuda no había quedado en absoluto conforme con aquel precipitado diagnóstico, dado que tanto el móvil (en apariencia inexistente) como la posibilidad física de cometer el suicidio planteaban serias dudas, con lo que le había encargado a Detective que siguiese adelante con la investigación; extraoficialmente, claro está. Aunque aún era pronto para sacar conclusiones, estaba claro que aquel hipotético suicidio iba a traer cola.

 

—¿Y bien?
—Está genial. En serio, me encanta. Directo al grano, sin paja, sin chorradas. Y se adivina un tono mordaz, una especie de socarronería inherente a la historia que me resulta muy interesante... a la par que familiar.
—¿Irónico? ¿Yo? Qué cosas tienes...
—De hecho, ahora que lo pienso, me recuerda al borrador de una novela que leí hace unos años. Era de un escritor novel y se titulaba Objetivo Shelman si mal no recuerdo... De aquélla, el autor no tenía pensado publicarla. Espero que cambiase de opinión, porque creo que merecía la pena.
—¿Entonces realmente te gusta? Puedes ser sincero.
—Sí, sí, me gusta mucho. Te recomendaría, si me lo permites, que aproveches para incluir pequeñas descripciones de sitios míticos de Gijón. A cualquiera que sea de aquí seguro que le presta leerlo.
—Ya lo tenía pensado hacer, pero gracias.
—¿Y piensas incluir crítica social?
—¿Cuestionar el orden establecido? ¿Llamar a las cosas por su nombre? ¿Despotricar de todo?
—Sí. Pero con elegancia. Piensas hacerlo, ¿no?
—¡A saco!
—Cojonudo. Tienes mi bendición.
—Bueno, habrá que comerse esas pizzas, que tengo un hambre que no veo. —Entraron en la cocina y Miguel preguntó:— ¿Qué bebes? Coca-cola ni te la ofrezco... ¿Trina, Fanta?
—Agua. Con comida casi siempre bebo agua.
—Me sales barato...
Mientras daban cuenta de las pizzas, dejaron momentáneamente aparcada la investigación para dedicarse a temas más mundanos, como los videojuegos online de Miguel. Al parecer, ya había sido eliminado del torneo de fútbol americano de la NFL, tras perder los tres primeros encuentros y ganar, milagrosamente, el último, aunque ya no sirviese de nada. En los deportes de motor, MotoGP y Fórmula 1, la cosa marchaba razonablemente mejor. Con seis y siete carreras disputadas, respectivamente, iba en el puesto séptimo en el campeonato de motos y en el noveno en el de automovilismo.
—¿Piensas apuntarte a algún otro torneo?
—No, qué va. No tengo tiempo, entre el curro, las series, las pelis, las novelas, mi libro...
—... e incluso ayudarme a mí —bromeó Lorenzo.
—Incluso. No doy abasto. Bueno —Miguel se terminó el último trozo de pizza—, ¿volvemos al tajo?
Si las miradas matasen, sin duda el «teleco» hubiese caído fulminado en el acto.
—Vale que esté aquí «de gratis» y vale que me estés ayudando con el caso, pero... ¿cuántos años hace que me conoces? ¿En qué cabeza cabe dejarme sin postre?
—Mil perdones... Entono el mea culpa. ¿Qué desea el caballero? Ten en cuenta que este restaurante no es como a los que estás acostumbrado, no disponemos de un surtido variado en nuestra carta.
—Ya hombre, pero digo yo que algún postre tendrás, ¿no? Aunque sea un yogur o un helado...
Miguel abrió el frigorífico y localizó unos cuantos yogures, un par de natillas y una caja de helados de cucurucho. Lorenzo se agenció unas natillas.
—No son como las caseras, pero están ricas igualmente.
Miguel se quedó mirando cómo las engullía y dijo, mientras se frotaba su incipiente barriga:
—No sé cómo narices lo haces. Si yo fuese la mitad de llambión que tú, no entraba por las puertas...
Lorenzo se encogió de hombros.
—El metabolismo. El cuerpo es sabio.
—Será el tuyo...
—De todos modos, si tienes esto en la nevera, digo yo que será para comértelo, ¿no?
—Sí, pero no después de haberme zampado una pizza entera.
—Tú te lo pierdes.
Un par de minutos después, una vez recogida la mesa, volvieron al salón.
—Bueno, ¿y ahora qué? ¿Por dónde empezamos? —preguntó con notable entusiasmo Miguel.
—Eso quisiera saber yo.
—Tú eres el detective.
—No me hagas reír... Sabes tan bien como yo que ahora mismo esto me excede. No sé qué pensar. Lo que más me escama es la amenaza. ¿Quién demonios puede estar interesado en quitarme del medio?
—Necesitamos un plan.
—Nos ha jodido... A ver, pensemos.
La habitación se quedó en silencio excepto por el ruido que hacía un reloj de pared.
—Se me ocurre algo —dijo de pronto el ingeniero—. Es sólo una idea, así que no te descojones de mí.
—Vale. Dime.
—¡El método David Bowie!
—¿Cómo?
—Bueno, oficialmente se llama «técnica de recorte»... Coges un texto (o, en nuestro caso, tus notas sobre la investigación), lo recortas, lo colocas aleatoriamente y ves un texto nuevo. Así componía las letras de sus canciones.
—Eso explica muchas cosas.
—Eh, que tiene canciones muy chulas.
—Sí, sí. Tiene unas cuantas que me molan, lo cual no quita que esté un poco como una cabra. Ya, ya sé que forma parte del personaje pero no me negarás su excentricidad...
—Nadie en su sano juicio podría negártela.
—No me parece mala idea, la verdad. Puede ser un punto de partida. Pero será mejor que cojamos hojas nuevas y pongamos a los actores principales de este drama real, y los puntos más relevantes de la investigación. ¿Y luego qué hacemos exactamente con ellos?
—No sé. Supongo que esparcirlos sobre una mesa. O sobre el suelo. El caso es desordenarlos y tratar de encontrar algo nuevo gracias a ese caos momentáneo. Al menos eso creo.
Se pusieron manos a la obra, rellenando hojas en blanco con los nombres de todos los personajes implicados en la investigación y unos breves datos sobre ellos. Incluyeron también algunas deducciones y conclusiones a las que habían llegado hasta el momento. Después se quedaron los dos mirando todos los recortes que habían esparcido sobre la mesa, tratando de inferir algo nuevo.
—A Bowie le funcionaría pero lo que es a nosotros... —expresó decepcionado Lorenzo tras un rato en silencio.
—No sé, igual si probamos a decir en voz alta lo que vamos pensando, aunque sean chorradas, quizá sirva de algo.
—Bueno, por probar no se pierde nada... Yo creo que estamos enfrentándonos a, al menos, dos personas.
—El asesino y el que escribió la nota.
—Eso es. Tenemos ocho nombres ahí escritos, siete si descontamos a Luisa, «la mirona».
—Sí, descuéntala.
—Entonces nos quedan el corredor, las dos amantes, la viuda —Miguel sonrió complacido—, y los tres compañeros de trabajo con los que he hablado.
—Bien.
—Vale, expongamos los posibles motivos de cada uno, así como la oportunidad de haberlo hecho.
—OK. ¿Empiezas o empiezo?
—Venga, empiezo yo, que para algo soy el detective, ¿no? En primer lugar tenemos a Jorge. Al margen de haber ocultado que fue el que descubrió el cuerpo, cosa bastante razonable dado que la policía le hubiese estado mareando de haberlo sabido, no veo en qué puede afectarle la vida o la muerte de Ricardo. No se conocían aparentemente, ni personal ni profesionalmente, tenían vidas muy diferentes...
—Pudo hacerlo, sin embargo. Quiero decir, en la categoría —entrecomilló— «oportunidad» sí debería figurar, aunque no tenga un móvil.
Lorenzo cogió una nueva hoja y dibujó una tabla con tres columnas, «Nombre», «Móvil» y «Oportunidad». Escribió una X en la columna oportuna y siguió diciendo:
—Luego está la viuda. Si quieres exponerlo tú...
—Cómo no. La viuda sí tiene un móvil muy claro, ella misma lo ha dicho: el dinero. —Lo anotó en la hoja—. ¿Oportunidad? Ufff, no sé qué decirte. Parece complicado que una mujer de tamaño medio tire a un hombre de igual o mayor tamaño que ella desde un puente. —Lorenzo iba a decir algo, pero Miguel continuó—: Sin embargo, sí pudo perfectamente envenenarlo, aunque luego no fuese ella la que lo tirase desde el puente.
—En ese caso, hay que cambiar esto. —Lorenzo añadió a la columna «Oportunidad» la palabra «veneno» y añadió otra columna al lado, que etiquetó como «Oportunidad puente». Luego tomó la palabra para decir—: La primera amante, la «oficial» por así decir. ¿Móvil? Muy claro: despecho. Se entera de que, aparte de engañar a su mujer con ella, también la engaña a ella con otra, u otras. Se cabrea y corta por lo sano. A fin de cuentas, el culpable es él.
—Es una forma de verlo.
—Me estoy poniendo en su papel.
—Vale. Sigue, sigue.
—Luego «motivo»: sí, «oportunidad»: ¿sí y no, respectivamente?
—De acuerdo. Me toca: la segunda amante, la que descubriste en tu llamada telefónica. Ídem que la anterior, ¿no? Reconoció estar liada con él, y parecía disgustada por lo que contaste... A lo mejor no era tristeza, sino remordimientos por habérselo cargado.
—Respecto a ella hay algo que me choca —aclaró Lorenzo, mientras su amigo rellenaba la fila correspondiente en la tabla—. El informe policial dice que lo llamó la noche de autos. En realidad, ambas amantes lo llamaron. Tenía llamadas perdidas de las dos.
El cruce de miradas fue inmediato.
—¿Estás pensando lo mismo que yo?
—¿Que ambas amantes se pusieron de acuerdo para cargárselo, y le llamaron cuando ya estaba muerto sólo por disimular, para que pareciese que no lograban localizarlo y que esto les sirviese de coartada?
—Exacto.
—Suena plausible. Pero nos sigue fallando una cosa: tendrían que ser bastante fuertes para lanzarlo por encima del puente, salvo que...
—¡... lo hiciesen entre las dos!
—Joder. Entre las dos. Qué paradójico. Engaña a su mujer con estas dos, que sepamos, y ellas se alían para matarlo y que las sospechas, de alguna manera, puedan recaer en la viuda.
—Es maquiavélico, no te lo niego, pero suena genial.
—No te ilusiones tanto que, aun en el caso de que fuese cierto, no tenemos ninguna prueba para demostrarlo.
—Aún.
—Bueno. Vamos con los tres que nos quedan. Felipe Pastor.
—¿El del mostacho?
—Ése. Móvil: no se me ocurre. Envidia únicamente... Oportunidad: quién sabe.
—Vale. Luis Carrera, el sibarita. Decías antes que era poco probable...
—Era el jefe de Ricardo. No asciende con su muerte.
—Pero ahora ocupa su puesto.
—Provisionalmente, hasta que contraten a alguien. Esteban dijo que ya estaban entrevistando a gente para el puesto.
—Se puso muy nervioso cuando habló contigo.
—Anótalo como posible en «veneno»; no lo veo arrojando a nadie desde un puente. Ni por fuerza física ni por carácter.
—Venga, el último. Esteban Zúñiga, el «conspiranoico».
—Tu preferido.
—Como personaje de novela, sí. Como asesino, no lo tengo claro. Posible en «puente», poco probable en «veneno». ¿Motivos?
—Reconoció que Ricardo era un tío con éxito pero sin escrúpulos. Realmente a cualquiera de la empresa le podría caer mal, pero de ahí a cargárselo...
—Podríamos incluir un octavo nombre en la lista. Bueno, más que un nombre, un alias.
—¿Quién?
—Según Esteban, pudieron recurrir a un asesino a sueldo.
—Es muy peliculero pero... Sólo que el tío ya estaba muerto cuando lo tiraron del puente.
—Que sea un sicario no implica que mate a tiros... pudo envenenarlo primero y deshacerse del cuerpo después, tirándolo bajo el puente.
Lorenzo no lo veía muy claro pero transigió.
—Vale, venga, anótalo.
—Bien, pues esto ya está.
—No del todo. Nos queda añadir una quinta columna. ¡La amenaza!
—Cualquiera pudo hacerlo... salvo Esteban, por falta de tiempo.
—Jorge tampoco tiene por qué... si realmente sólo fue el que encontró el cuerpo. Y en cuanto a la viuda...
—Sería muy extraño que pidiese que no sigas adelante cuando es ella la que te ha contratado, aparte de que se me ocurren mejores maneras de hacerlo, sin tanta teatralidad ni amenazar a una de sus, en teoría, mejores amigas, ¿no?
—Así lo veo yo también. Por tanto nos quedan como posibles amenazadores las dos amantes, siempre que Diana esté nuevamente en Gijón, Luis... y ya está. Porque Felipe yo diría que tampoco. Vamos a pasar esto a limpio, que está hecho un desastre.
En una nueva hoja, Lorenzo reescribió todo lo anterior, esta vez con todas las columnas en su sitio, sin tachones y añadiendo alguna breve explicación entre paréntesis.

 

Después reflexionó sobre los datos apuntados en la tabla.
—Según esto, las mejores candidatas son las dos amantes despechadas, trabajando de forma conjunta. No lo acabo de ver, me parece altamente improbable que colaboren si es que alguna de ellas estuviese realmente enamorada de él.
—Es improbable pero no imposible —concedió Miguel.
—Y la tercera mejor situada parece la viuda. Lo cual es igualmente chocante porque entonces, ¿para qué demonios me contrata cuando la policía ha pasado olímpicamente del tema?
—Suena raro, sí. Pero aun así es factible.
—Lo mejor será que me reúna con ella, cuanto antes mejor. Puedo decirle que hablé con excompañeros de su marido y observar sus reacciones. A ver si la llamo mañana a primera hora y puedo quedar con ella mañana mismo.
—¿Vas a quedar en su casa? Lo digo por si están vigilando ese edificio.
—No, ya lo había pensado. Tendré que decirle un sitio neutral, una cafetería o una plaza o parque público, algún sitio en el que haya más gente, de forma que estemos rodeados pero ocultos al mismo tiempo.
—Suena muy poético.
—Déjate de coñas. Vale, vamos a hacer un par de fotocopias de esto —dijo, señalando la tabla—. Te quedas una copia y me llevo el original y una copia, por si acaso.
—Mejor lo escribo en un archivo —sugirió Miguel—. Así luego podemos imprimir las copias que queramos en cualquier momento y modificarlo según vayamos descubriendo nuevas pistas.
Miguel volvió a mover el ratón y de nuevo la exuberante anatomía de Scarlett Johansson emergió en la pantalla.
—La última vez que vine no tenías a Scarlett —comentó Lorenzo.
—Ni idea. Cambio bastante el fondo de pantalla. Puede que tuviese a Elisha Cuthbert.
—Mmm, sí, puede que sí. Buena elección igualmente.
—¿Así que también te gusta? Me voy a chivar a Sara —dijo entre risas Miguel.
—Anda, calla y escribe.
—A ver, trae la hoja. —Lorenzo se la dio y su amigo comenzó a pasar los datos al ordenador.
—Deberíamos tener cuidado a la hora de mandarnos archivos por la red —expresó en voz alta el detective—. Es que me sigue escamando lo de la posible vigilancia a la madre de Ana y todo eso.
—Sí, tienes razón —Miguel copiaba y hablaba al mismo tiempo—. ¿Crees que deberíamos emplear algún sistema de encriptado de mensajes? Tengo un par de programas instalados que funcionan muy bien...
—No, yo me refería a algo más rudimentario. Simplemente proteger los archivos con contraseña o algo así.
—Ah, sí, también vale. ¿Y qué contraseña quieres usar?
—Pues... —Se tomó su tiempo pero cuando se decidió, se le iluminó el rostro—: ¡Ya sé! Psych, pero con un 1 en lugar de la y.
—¡Mola! Aunque es un poco corta...
—Añádele Gijón, con un 1 y un 0 en las vocales. Todo en minúsculas.
—De acuerdo, p-s-1-c-h-g-1-j-0-n —deletreó.
—Si te hace ilusión, puedes también añadir una marca de agua dentro del archivo que ponga «TOP SECRET» —ironizó Lorenzo.
—Muy gracioso. En fin, ya está. —Acabó de teclear los datos y le asignó al archivo la contraseña escogida por su amigo—. Imprimo un par de copias y te lo envío al mail.
—Perfecto.
Mientras esperaban que la impresora se encendiese e hiciese su trabajo, Lorenzo dijo consultando su reloj:
—Madre mía, qué tarde se nos ha hecho. Espero que mañana no te quedes dormido en el trabajo y te echen la bulla por mi culpa.
—Descuida. Además, hacía siglos que no me lo pasaba tan bien con algo. Estamos resolviendo un crimen, tío. Bueno, tú al menos. Yo colaboro en lo que puedo.
—No te quites mérito... pero tampoco esperes ir a medias, ¿eh?, que te veo venir.
Miguel, sonriente, le tendió la hoja con la tabla. El detective se la guardó en el bolsillo de la cazadora.
—Muy bien. Pues creo que por hoy no te mareo más, que bastante lata te he dado ya... aunque te hayas divertido.
—Puedes repetir cuando quieras.
—Mañana tienes torneos, ¿no?
—Sí, pero si tienes que venir otra vez, no hay problema.
—Genial.
—Si descubres alguna cosa...
—Te aviso, no te preocupes. Y lo mismo digo.
—Psych Gijón —dijo a modo de respuesta el ingeniero. Ambos sonrieron y Lorenzo se fue por fin a su casa, donde su querida Sara seguramente llevaría ya un rato durmiendo. ¡Qué noche la de aquel día!
Lorenzo Blanco y los crí­menes inoportunos
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