IV Tres son compañía

 

 

«Down at our rendezvous, three’s company too»
Apartamento para tres (Serie de televisión)

 

Sara Paredes tenía veinticinco años y, aunque nunca se había considerado especialmente guapa, lo cierto es que lo era. Tenías unas facciones suaves y agradables y su sonrisa era muy contagiosa. Su pelo, largo y ligeramente ondulado, era de un tono castaño muy oscuro y sus ojos, verdes y vivarachos, parecían estar siempre alerta ante cualquier tipo de situación. De estatura media, posiblemente lo que más destacase de su figura eran sus muy pronunciadas curvas que le conferían un innegable atractivo. Entró en la sala de estar subrepticiamente, mientras Lorenzo Blanco se encontraba de espaldas reordenando sus últimas adquisiciones literarias en las estanterías. Lorenzo, dos años mayor que la chica, tenía el pelo castaño claro y los ojos, grandes y expresivos, de un marrón que algunas personas denominaban «miel», aunque a él siempre le había parecido una estupidez. Tenía un rostro armonioso, de nariz chata, orejas pequeñas y sonrisa agradable, formando un conjunto bastante atractivo aunque él tampoco se consideraba particularmente guapo. Más bien flaco en su adolescencia, en la actualidad se había quedado estancado en una complexión estándar, ni gorda ni delgada, y su estatura, aunque claramente superior a la de la chica, no dejaba de ser considerada media.
Sara iba ataviada con un escueto top de tirantes de color rosa muy escotado que facilitaba la visión de sus extraordinarios pechos, y unos ceñidos y minúsculos shorts vaqueros que apenas cubrían sus exuberantes muslos. Caminó por la sala de estar, esmerándose en hacer el menor ruido posible y se quedó quieta, colocándose detrás de él y aguantando con esfuerzos la risa, esperando a que se diese cuenta de su presencia. Apenas unos segundos después, Lorenzo, que acababa de intercambiar el orden de un par de novelas de Michael Connelly, se giró y la vio.
—¿Llevas mucho tiempo ahí? —preguntó inicialmente distraído, mientras cogía otro par de libros de la estantería. Ella se limitó a sonreír mientras le clavaba la mirada. En ese momento fue cuando él la miró de arriba abajo—. ¡Joder! —exclamó con una mezcla de admiración y lascivia—. No sé qué se celebra hoy pero me parece una gran idea —profirió al tiempo que colocaba las manos en su cintura.
—Había pensado que quizá podíamos... —comenzó ella con voz deliberadamente inocente—. Aunque bueno, me parece que tienes bastante trabajo que hacer... —Y señaló a la pila de libros desordenada sobre los estantes.
—Mmmm, sí, esto. —Él también los señaló mientras apretujaba con firmeza el cuerpo de ella contra el suyo—. Creo que puede esperar unos cuantos...
—¿Minutos? —suspiró ella mientras sus labios se encontraban.
—¡Eones! —exclamó triunfal él y, sin soltar su cintura, la hizo retroceder unos pasos y la tumbó sobre el sofá, fundiéndose en un solo cuerpo.

 

Lorenzo regresó a la sala de estar para continuar, ahora sí, su labor de ordenar sus novelas en la estantería. Entretanto, Sara terminaba de secarse el pelo, tras haberse duchado por segunda vez ese día. Con una toalla aún en el pelo, apareció de nuevo en la sala de estar y se encontró a Lorenzo prácticamente en la misma posición en la que lo había encontrado un rato antes.
—¿Quieres que te ayude? —preguntó por empatía, pues sabía lo maniático que era a la hora de ordenar sus cosas.
—No, gracias. —Se giró y la besó en la frente, procurando no tirarle la toalla del pelo—. Ya sabes que me gusta hacerlo a mi manera.
—¿Cuál es el plan de hoy?
—Mmm... veamos. Antes de comer y durante la comida, ver los entrenamientos de Fórmula 1. Después de comer, quizá vea el Tour porque hoy empiezan las etapas de montaña, y por la noche hay Mundial. Entremedias y después, lo que tú quieras.
—¿No querías ir hoy a la Semana Negra?
—El partido acabará hacia las diez y veinte, siempre que no haya prórroga. Si quieres que nos acerquemos por allí, ya sabes que por mí no hay problema.
—Vale, por mí tampoco. Te dejo que sigas ordenando eso, voy a ver si veo un poco la tele.
—Muy bien.

 

Descolgó el teléfono al tercer tono.
—¿Diga?
—Hola, Sara. ¿Está Loren?
—Hola Miguel. Sí, ahora te lo paso. —Y tapó el altavoz para llamarle—. Aquí lo tienes.
—¿Qué tal, Migue?
—Bien, tirando, como siempre. Oye, ¿tenéis planes para esta tarde?
—Mmmm... —Se frotó la mejilla con la mano izquierda mientras se miraba en el espejo—. Bueno, después de comer iba a ver la etapa del Tour y supongo que no hace falta que te recuerde que a las ocho y media juegan Alemania y Uruguay.
—Sí, sí, contaba con eso. Yo también voy a verlo. El caso es que quería quedar contigo para consultarte tu opinión sobre un tema al que le llevo dando vueltas bastante tiempo.
—¿Sí?
—No quería contártelo por teléfono.
—Ah, vale, alto secreto —dijo con sorna en un susurro—. ¿Y no me puedes adelantar nada o si lo haces tendrías que matarme?
—Muy gracioso. Es una idea sobre un libro. Quería pedirte consejo.
—¿Por fin te has decidido a escribir una novela?
—Sí... bueno, eso creo. Pero necesitaba algo de asesoramiento, como tú controlas del tema y eso...
—Bueno, no sé. ¿De cuánto dinero estamos hablando? —preguntó entre risas.
—Tú ríete si quieres, pero si luego me hago famoso y rico, ya veremos quién es el que se ríe.
—Vale, a ver... Un segundo. —Tapó el auricular—. Sara, Miguel quiere quedar un rato por la tarde, ¿cómo lo ves?
—Tú eres el que quiere ver los deportes. Como tú quieras.
—Migue.
—Dime.
—Que sí, que podemos vernos esta tarde un rato. Podemos quedar al acabar la etapa del Tour. No sé exactamente a qué hora será.
—Da igual, estaré viéndolo yo también.
—¿Oye, y el torneo?
—Eso ya te lo cuento luego.
—Vale, pues podemos vernos quince o veinte minutos después de la etapa, en el Enol por ejemplo.
—Dile a Sara que venga también si quiere, dos opiniones son mejor que una.
—Vale, contaba con ello.
—Perfecto. Hasta luego, Loren.
—Hasta luego.

 

El francés Sylvain Chavanel se impuso en solitario en la primera etapa de montaña del Tour. El grupo del maillot amarillo, Fabian Cancellara, entró a más de diez minutos del ganador, con lo cual Chavanel se colocó también como líder de la clasificación general. Miguel Canales apagó la televisión antes de la ceremonia del pódium y de que Carlos de Andrés y Perico Delgado pudiesen despedirse de los telespectadores. Fue al baño rápidamente, se mojó un poco su corto pero ensortijado pelo negro, buscó un boli y una libreta y salió por la puerta en dirección a la cafetería donde se había citado con sus amigos. A sus veintisiete años, de estatura y complexión media, aunque con cierta tendencia a coger kilos en los últimos tiempos, Miguel era amigo de Lorenzo desde el colegio y siempre habían sido como uña y carne. Se había matriculado inicialmente en Ingeniería Industrial aunque, tras un par de años bastante aciagos, había optado por cambiarse a Ingeniería de Telecomunicaciones, aprovechándose de la convalidación de algunas de las asignaturas, y había logrado finalizar con éxito la carrera, presentando el Proyecto Fin de Carrera un par de años atrás. Desde entonces, había disfrutado —es un decir— de un par de becas y en la actualidad había comenzado a trabajar en una empresa del Parque Científico Tecnológico de Gijón, aunque no estaba del todo conforme con la gran cantidad y complejidad del trabajo a realizar y mucho menos con el exiguo sueldo a cobrar.
Tras caminar unos quince minutos, Miguel apareció por la puerta de la cafetería Enol, ubicada en la avenida de Pablo Iglesias. Lorenzo y Sara ya le esperaban dentro en una mesa. Habían pedidos sendos biosolanes, ella de manzana y él de naranja, que habían venido, como era habitual en ese local, acompañados de un abundante pincho consistente en un plato de frutos secos, compuesto por almendras y cacahuetes, dos mini-triángulos de sándwich mixto y otro plato con aceitunas. En el hilo musical la sempiterna cinta de canciones pachangueras y mezclas varias arremetía con un remix inaguantable que despedazaba la canción de la película Desperado. Soy un hombre muy honrado, que le gusta lo mejor, a mujeres no me faltan ni el dinero ni el amor...
—Diez a uno a que nos saluda llamándonos «pareja» —espetó Lorenzo mientras cogía un cacahuete. Sara asintió sonriendo.
Miguel echó un vistazo hacia el interior de la cafetería y localizó rápidamente a sus amigos.
—¿Qué pasa, pareja? Espero que no llevéis mucho esperando. —Lorenzo y Sara intercambiaron en silencio una mirada de complicidad.
Tras darles la mano y un par de besos, respectivamente, se sentó con ellos. En seguida llegó un camarero a atenderle. Se trataba de un senegalés de mediana estatura y un pelo negro muy enmarañado que le confería una apariencia ligeramente artificial.
—Una Coca-cola, gracias.
—Bueno, ¿qué tal todo? Estabas muy misterioso por teléfono.
—Sí, bueno, es que prefería preguntarte... preguntaros en persona. No conozco a nadie cercano que lea más que vosotros y eso, sin duda, es un buen aval para asesorarme con el libro. Así que gracias por adelantado.
You’re welcome —contestó Lorenzo sonriente mientras seguía dando cuenta de los frutos secos.
El camarero vino con la bebida y otro pincho. En este caso, un plato de coloridas gominolas con formas de frutas diversas.
—No me extraña que vengáis tanto a este sitio —dijo Miguel—. Un día que no me apetezca cocinar vendré aquí y pediré un café o un refresco cada media hora. —Todos se rieron.
—¿Qué tienes ahí? —intervino Sara, que hasta el momento había permanecido callada, señalando un lamparón en la camisa de Miguel. Éste también se miró la camisa y puso gesto de contrariedad al observar la mancha.
—Mmm, vaya. Me lo debí hacer con el zumo que me tomé después del partido. —Cogió una servilleta y se la pasó ineficazmente por la zona manchada.
—Ah, es verdad —recordó Lorenzo—. ¿Qué tal el torneo?
—Genial. —La sonrisa volvió a su cara—. En los dos primeros tiempos me impuse con claridad, pero en el tercero me apretaron mucho.
—¿Cómo quedasteis?
—Gané 5-3, pero iba 3-0 hasta la mitad.
—Guay. Sigues jugando con los Boston Bruins, ¿no?
—No, qué va. Al final cogí a tus Calgary Flames.
—Ya sabía yo que acabarías claudicando.
—No, no, yo sigo diciendo que en la vida real son mejores los Bruins.
—¡Tú qué sabrás si ni tú ni yo hemos visto un partido de hockey en la vida!
—La Wikipedia...
—Bueno, anda. Me alegro de que hayas ganado.
—¿Y cuántos partidos te quedan? —volvió a intervenir Sara.
—Ya estoy en octavos de final, así que si todo sale bien... octavos, cuartos, semis y final. Cuatro. —Y dirigiéndose a Lorenzo añadió—: Deberías haberte apuntado. Se sale.
Éste no lo veía tan claro.
—A ver, el juego mola pero no sé, eso de los torneos online... La gente se flipa mucho, se lo toma muy a pecho; aparte, ya sabes que yo siempre jugaba en modo beginner y ahí cosas como andar a tus anchas por detrás de las porterías son legales, no como en el torneo.
—Sí, por eso me ganabas.
—Exacto.
—Bueno, habíamos quedado para darte sabios y eficientes consejos sobre cómo convertirte en un autor de best sellers, ¿no?
—Sí, sí. Me he traído una libretina y todo para apuntar. —Y la sacó del bolsillo trasero de su pantalón.
—Bueno, lo primero y más importante de todo. ¿Tienes claro el género o tipo de historia? ¿Tienes alguna idea concreta sobre lo que quieres contar?
—Sí, sí, es lo que más claro tengo. Quiero escribir novela negra.
—¿Negra-negra o policiaca?
Los ojos de Miguel se abrieron como platos.
—¿Cuál es la diferencia?
—Esto va a ser más duro de lo que pensaba —ironizó Lorenzo—. Veamos, hay muchos estudios al respecto pero bueno, en realidad da igual. Sólo lo decía por torearte un poco. —Miguel suspiró aliviado—. Hay sutiles diferencias en cuanto a qué es lo importante, la novela negra se centra menos en la resolución del crimen y más en denunciar aspectos sociales, las motivaciones de los criminales y ese tipo de cosas. Los personajes suelen ser más oscuros, los ambientes más sórdidos y violentos, la línea que separa a los buenos de los malos es muy tenue...
—Como en The Shield: Al Margen de la Ley.
—Exacto. No me acordaba de que la veías.
—Estoy en la quinta temporada todavía.
—Yo aún no he acabado la tercera así que ya ves...
—Así que si quiero escribir novela negra tengo que incluir personajes como los que salen en The Shield.
—Eso es. Apunta: Vic Mackey for president!
Ambos sonrieron.
—¿Y si quisiera escribir una novela policiaca?
—Es un poco más fácil, creo. No hace falta que los personajes estén tan perfilados psicológicamente. Hombre, ayuda, pero no es imprescindible. Ahí entrarían autores como Arthur Conan Doyle, Georges Simenon (el de Maigret) o, cómo no, Agatha Christie. Pero sobre doña Agatha creo que la que más sabe de los aquí presentes es ella.
Sara sonrió y dijo, medio disculpándose:
—Bueno, yo he leído un montón de novelas de ella, pero nunca he escrito nada...
—No importa. Recomendadme alguna novela concreta de ella. He leído alguna pero creo que tiene muchísimas, ¿no?
Ambos asintieron y Sara indicó:
—No sé, yo te diría: Diez negritos, Asesinato en el Orient Express, El asesinato de Roger Ackroyd...
Muerte bajo el sol tiene que estar bien... —contribuyó Lorenzo—. No lo he leído pero he visto la película. Y bueno, por citar alguno de Miss Marple, yo diría por ejemplo Un cadáver en la biblioteca o Se anuncia un asesinato.
Miguel se apuraba en apuntar los títulos.
—En realidad, cualquiera de ella sirve. Es un valor seguro —concluyó Lorenzo.
—Vale, ya me hago una idea. Creo que para empezar ya tengo. ¿Alguna otra consideración?
Lorenzo se comió la última almendra que quedaba. En el bar comenzaba a sonar la insufrible Dale maraca. Los tres resoplaron al oírla.
—Ya tardaba —bufó el detective—. Eeeeh, ¿alguna recomendación más decías? Pues... sí, las descripciones típicas que debes incluir.
—¿Sí?
—Ya sabes, cosas del tipo «el protagonista, enjuto y de rostro cetrino», «el sudor le perlaba el rostro», «el cementerio, de aspecto sórdido y lúgubre»...
—¿Pero eso no son clichés? —expresó Miguel, sin dejar de apuntar. La canción continuaba torpedeándoles machaconamente. Dale maraca, maraca, maraca. Y dale maraca, maraca, maraca...
—Mmm, sí y no. Es como escribían los grandes.
—¿Los grandes?
—Sí, los clásicos: Hammett, Chandler, Macdonald...
—A Hammett y Chandler los conozco pero ¿Macdonald has dicho?
Lorenzo frunció el ceño fingiendo indignación.
—¿No has leído a Ross Macdonald? Esto es más grave de lo que me temía. —Sonrió para continuar diciendo—: Apunta ahí —Miguel obedeció mansamente—: Ross Macdonald, Ross con dos eses y Macdonald con a antes de la c, y con la primera d minúscula por cierto. Hace dos o tres años, hubieses tenido que seguir en la ignorancia porque estaba totalmente descatalogado pero ahora estás de suerte. Han reeditado tres de sus obras recientemente, así que no tienes excusa para no leerlo. La próxima vez que nos veamos más te vale que me digas que ya has comprado o sacado de la biblioteca algo suyo —amenazó con gesto que pretendía ser fiero, pese al sarcasmo inherente en sus palabras.
—Señor, sí, señor.
—Bueno, si no se te ofrece nada más, casi que podemos ir pagando y marchando, que tanta maraca me está volviendo loco.
El trío se levantó entre risas y, antes de que Lorenzo tuviese tiempo de evitarlo, Miguel se acercó a la barra y abonó las consumiciones de los tres, tras lo cual abandonaron la cafetería.
Lorenzo Blanco y los crí­menes inoportunos
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