XXIII Novela negra
«Con semejante atuendo, el sujeto pasaba
inadvertido, tanto como una tarántula sobre un pastel de
crema»
Adiós, muñeca (Raymond
Chandler)
La cafetería El Viejo Café, fundada en 2004,
estaba ubicada en la calle Emilio Tuya, en el barrio de La Arena,
muy próxima al parque de Isabel La Católica y al estadio de fútbol
de El Molinón, y a menos de cinco minutos de la playa de San
Lorenzo. Además de todo tipo de cafés y refrescos, contaba con una
variada oferta de comida, desde bocadillos hasta platos combinados,
pero lo más destacable eran, sin duda, los pinchos gratuitos que
acompañaban a las consumiciones, variados, sabrosos y muy
abundantes. Huelga decir, por ende, que era uno de los bares
preferidos por Lorenzo y Sara, conque no era de extrañar que fuese
el lugar elegido por el joven detective para citarse con su amigo
Miguel en la tarde del martes.
Lorenzo fue el primero en llegar, vistiendo
una colorida, aunque aun así discreta, camisa de cuadros azules y
amarillos y un pantalón vaquero azul. El local, como de costumbre,
tenía algunos clientes, pero había unas cuantas mesas libres, así
que no se molestó en entrar a coger sitio. Miguel llegó poco
después, con una camiseta azul cobalto y un pantalón de loneta
blanco.
—¿Llevas mucho esperando?
—No, no, acabo de llegar.
La cafetería tenía su entrada haciendo
esquina entre las calles Marqués de Urquijo y Emilio Tuya. Estaba
distribuida con mesas de idéntico tamaño, de imitación de mármol
blanco y con cuatro sillas de madera, colocadas a izquierda y
derecha de la puerta, así como unas pocas en la zona central del
local. Sobre la puerta, tres televisiones de pantalla plana,
orientadas hacia cada una de las partes del bar, solían emitir
transmisiones deportivas, especialmente fútbol.
Lorenzo y Miguel entraron y se sentaron en
la penúltima mesa de la derecha, una de las tres que quedaban
libres de ese lado, Miguel de espaldas a la única tele encendida en
ese momento y Lorenzo de cara. En seguida una camarera sudamericana
se acercó a preguntarles qué tomaban.
—Un Trina manzana —pidió Lorenzo.
—Yo un Nestea.
En la tele estaba puesto un canal de fútbol,
que en esos momentos emitía, sin volumen, resúmenes de partidos de
alguna liga europea poco conocida. En la radio sonaban las
canciones de la emisora Kiss FM.
—¿Qué tal Sara?
—Bien, mejor dicho genial. ¿Sabes que ayer
la llamaron de una editorial para contratarla para traducir una
novela?
—Anda, ¡cuánto me alegro!
—Sí, está supercontenta. En realidad son dos
novelas, primero una rosa y luego, sólo con que cumpla los plazos
que le vayan marcando, le conceden la traducción de otra, una
policiaca.
—Joder, vaya guay. Felicítala de mi
parte.
—Descuida.
La conversación se vio interrumpida cuando
llegó la camarera con una bandeja repleta de cosas: los dos
refrescos, un platito con sendos trozos de tortilla, dos panecillos
con jamón serrano y dos empanadillas, así como un generoso cuenco
de frutos secos.
—Si hay algo que admire de ti —confesó entre
risas Miguel— es tu especial habilidad para localizar chollos de
cualquier tipo. Vaya banquete que nos han puesto...
—Sí, supongo que tengo un marcado sentido
del pragmatismo a la hora de tomar decisiones, como por ejemplo
dónde ir a tomar algo y que te den el pincho más grande del mundo.
Llamémoslo instinto de supervivencia.
—Llamémoslo como te dé la gana. —Miguel
cogió uno de los trozos de tortilla—. Joder, encima está recién
hecha, qué rica.
—¿Qué tal va el libro?
—¡¡Terminado!!
Lorenzo abrió los ojos como un búho.
—¿Terminado?
Miguel se dio cuenta en seguida del
malentendido.
—El de Ross Macdonald, decía, no el que
estoy escribiendo yo, ¿eh?
—Ah, ya, claro. Me habías dejado flipado del
todo. Bueno, ¿y qué tal?
—Genial. Me encantó. De hecho una de las
cosas de las que quería hablar contigo era de eso, quería que me
recomendases más autores parecidos a él.
—Bueno, déjame pensar... —Lorenzo cogió el
panecillo con el jamón y lo comió sin ninguna prisa mientras miraba
al infinito. Miguel aprovechó para su sacar su pequeña libreta del
bolsillo de atrás del pantalón y un boli BIC azul. Lorenzo terminó
el bocado y comenzó a decir—: Hombre, parecidos parecidos, aparte
de Dashiell Hammett y Raymond Chandler, que me decías que ya
conocías...
—Sí, sí, incluso he visto las pelis.
El halcón maltés, varias de Philip
Marlowe... Pero no tiene por qué ser de idéntica estructura ni
nada, ¿eh?, sólo que tenga un aire, que escriban historias
similares, no sé, ese rollo, ya sabes.
—Con el mismo regustillo clásico y esa
mezcla de sarcasmo, elegancia y chulería en los protas, ¿no?
—Exactamente.
—Bueno, yo creo que de los más parecidos en
la manera de escribir, y que yo conozca, claro, podría estar por
ejemplo Donald Westlake. Tiene alguna saga, de ladrones sobre todo,
pero también escribe cosas sueltas. Quizá te recomendaría que
empezases primero por alguna novela suelta, por si acaso.
Miguel anotó el nombre.
—También está Chester Himes. Éste escribe
unas cosas muy sui géneris, tiene una serie de un par de detectives
negros de la policía de Harlem, Ataúd Ed y Sepulturero Jones, y es
una saga muy divertida. Tienen que tratar con gente de la peor
calaña y no tienen ningún miramiento a la hora de lidiar con los
criminales, aunque eso suponga saltarse a la torera la ley.
—Suena cojonudo.
—Sí, sí, está muy bien. Se me ocurre también
que te podría gustar Stuart Kaminsky. Éste es bastante difícil de
encontrar, aunque por ejemplo en la Semana Negra siempre tienen
novelas de él. Tiene varias sagas pero la que yo conozco es de un
investigador privado, en los años cuarenta-cincuenta, que se llama
Toby Peters y es el «detective de los famosos». Le contrata alguna
celebrity de la época y él tiene que
hacer de guardaespaldas, o resolver un crimen, un asesinato, un
secuestro, un chantaje, algo relacionado con el famoso de turno. Yo
he leído uno en el que el prota era Errol Flynn, otro con Albert
Einstein y otro con Joe Louis, el boxeador. Tiene también de los
Hermanos Marx, de Judy Garland...
Miguel no dejaba de tomar nota de las
recomendaciones de su amigo.
—Joder, qué buena pinta tiene.
—Sí, es muy entretenido. Mola mucho el que
mezcle a los famosos con la clásica trama criminal. Y por si te
quedabas con ganas de más, te voy a recomendar otros dos, bastante
parecidos entre sí y un poco más recientes que éstos. Uno es Robert
B. Parker; lo conocí porque se encargó de terminar la obra póstuma
de Raymond Chandler cuando éste murió, y luego he leído una obra
suya en solitario. La saga que yo conozco de él empieza en los
setenta pero llega hasta nuestros días. Tuvo serie de televisión y
todo, aunque no recuerdo haberla visto nunca. El detective se llama
Spenser, con s las dos veces, como el propio prota se encarga de
repetir constantemente, y es el típico detective privado,
ex-policía y ex-boxeador, de Boston si no me equivoco, que lleva
los casos a su manera, muchas veces solucionando las cosas de forma
muy poco ortodoxa, muy en la línea de Hammett, Chandler, Macdonald
o Himes.
—Se me está haciendo la boca agua con todo
lo que me cuentas.
Lorenzo se tomó un respiro para comer unos
cuantos frutos secos.
—Y por último, o como dicen en Estados
Unidos, last but not least, otro autor
que he descubierto recientemente y que ha sido amor (literario) a
primera vista: Lawrence Block.
—¿Son contemporáneos estos últimos?
—¿Entre ellos o nuestros? En realidad... sí
y sí, respectivamente. Lo malo es que Parker murió a principios de
este año, si mal no recuerdo. Y Westlake y Kaminsky también
fallecieron en estos dos o tres últimos años. El único que sigue
vivito y coleando de los que te he recomendado es el de ahora,
Lawrence Block —repitió—. Como casi todos, también tiene varios
personajes con saga propia pero, como siempre, yo te hablo de la
que yo he leído. —Miguel asintió en silencio, nuevamente boli en
mano—. El prota es casi clavadito al personaje de Parker, es un
ex-policía, de Nueva York, que ahora trabaja como detective
privado, entre comillas, porque en realidad no tiene licencia. Él
dice que «hace favores y a cambio recibe una recompensa».
—¿Cómo se llama? —interrumpió Miguel por vez
primera.
—¿El prota? Matthew Scudder. Puedes poner
Matt Scudder, s-c-u-d-d-e-r. Éste para más inri es también
ex-alcohólico, bueno, en alguna de las novelas bebe como una cuba
pero parece aguantar bien el tipo. Luego, de un punto en adelante
deja de beber por completo, aunque su trabajo le cuesta.
—¿Y le contratan para que resuelva casos de
ésos que la poli deja correr? ¿De qué me sonará eso?
Ambos se rieron y Lorenzo contestó:
—No tengo ni la más remota idea de de qué te
puede sonar. Y sí, es algo así, algún amigo barra conocido barra
amigo de amigo o conocido de conocido tiene algún problema. Le
robaron en casa o en su negocio, mataron a su amante, lo acusan del
asesinato de su mujer... Y él accede a ayudarle a solucionar el
tema. El otro le da la pasta, éste nunca sabe bien cuánto pedir,
así que acepta más o menos cualquier cosa que le ofrezcan, y ale, a
investigar se ha dicho. Es un tipo muy carismático su prota,
nostálgico, irónico, heterodoxo, pero con principios. Me gusta
mucho.
—Perfecto. ¿Alguno más?
Lorenzo miró hacia arriba con esa expresión
que la gente suele emplear para hacer memoria. Después pareció
desistir.
—No, yo creo que con eso vas tirando por el
momento. Te estoy desvelando autores y sagas muy interesantes. No
sé si tendré que empezar a cobrarte por tan privilegiada
información.
—Bueno, mientras no me digas que ahora te
ves obligado a matarme por haberme revelado todos estos
datos...
—Creo que te dejaré con vida de momento.
Quién sabe si me podrás ser útil en algún intercambio con algún
asesino o criminal de ésos con los que trato habitualmente.
—A propósito de eso...
—Sí, ahora iba a entrar en materia... —Tomó
un sorbo de su refresco y continuó—: Supongo que querrás saber qué
tal me va con lo de... Moreda. ¿Me equivoco?
—No, no te equivocas.
—Pues... lo cierto es que no he hecho
grandes avances. Aunque estoy en ello. De hecho... —Se quedó
pensando unos segundos, se giró hacia la barra y luego su vista
regresó hacia las mesas hasta localizar el lugar donde estaba
almacenada la prensa—. Un segundo. —Se levantó y cogió El Comercio. Volvió a su mesa y abrió el periódico
por la sección de anuncios por palabras—. Mira —dijo, señalando un
anuncio en concreto. Miguel cogió el diario y leyó el
anuncio.
—No entiendo nada.
Lorenzo se lo explicó.
—Vale, sólo que le encuentro un problema a
tu plan.
—Joder, así da gusto. Sara me dijo lo mismo
en cuanto se lo empecé a contar. A ver, dispara.
—Oye, que son críticas constructivas, ¿eh?
—Lorenzo hizo un significativo gesto con las manos para que el
ingeniero siguiese hablando—. Aun contando con que alguien haya
visto un perro así...
—... lo cual es bastante probable porque hay
un montón de esa raza.
—Sí, ahí te doy la razón. Pero eso, aun
contando con que alguien se ponga en contacto contigo, ¿pretendes
que ese alguien sea el —como siempre que hablaban de temas
críticos, bajó la voz hasta convertirla en un susurro— asesino en
persona? ¿Esperas que él venga a hablar contigo?
—No, hombre, no soy tan iluso. El tema es el
siguiente: a ese parque va infinidad de gente, el sábado pasado yo
tomé notas sobre un extracto medianamente significativo de ellos
pero tengo dos problemas: a) son muchos más de la cuenta, y b) no
tengo forma de contactar con ellos hasta el sábado, donde podría
abordarlos en el propio parque, en el caso de que tengan el hábito
de ir allí. Entonces —bebió un largo trago antes de proseguir;
entre tanto, Miguel seguía dando cuenta de los frutos secos—, se me
ocurrió recurrir a la fibra sensible de la gente con los animales.
Como mi causa es en apariencia noble, es bastante probable que haya
gente que me llame para darme algún tipo de información con toda la
buena intención del mundo. Yo lo que haré, o al menos eso pretendo,
será quedar con ellos físicamente e interrogarlos de forma
discreta, escudándome en la desesperada búsqueda de mi mascota,
para tratar de localizar a alguien que responda a la descripción
que dio la presunta testigo ocular.
—No me contaste cómo supiste lo de la
testigo.
—Tengo mis fuentes. No preguntes tanto y
escucha lo que te digo, hombre.
—Vale, vale, Míster Enigmático.
—Pues eso, es la única testigo que hay, para
bien o para mal, así que de momento estoy centrándome sólo en la
descripción que dio ella del «sudes», digo, del sujeto.
—Tanto ver Mentes Criminales te está
afectando...
—Pues bien que sabías lo que era el
«sudes».
—Coño, porque yo también veo esas series. Y
antes de que me lo eches en cara, sí, a mí también me
encantan.
—Tú luego pídeme consejo sobre libros y
escritores, que ya verás...
—Sus órdenes, mi sargento.
—Así que por un lado tengo el anuncio. Y
luego está lo de los teléfonos.
—Para lo cual pediste ayuda a Roberto, un
hacker auténtico, no como yo, un mero
aficionado —refunfuñó, medio en broma, medio en serio.
—Qué susceptible estás hoy, coño. ¿Estarás
ovulando?
—Pues ahora que lo dices... —Los dos
soltaron una carcajada—. Bueno, en serio, ¿qué es eso de los
teléfonos?
—Nada, que tengo un par de números de
teléfono de gente que intentó hablar la noche de autos con ya sabes
quién.
—¿Con «aquél que no puede ser
nombrado»?
—Sí, más o menos. Pero éste sí tenía nariz,
creo.
—Un detalle insignificante...
—Exacto. Minucias. En fin, como ves, tengo
dos frentes abiertos. A ver si averiguo algo en breve para poder
decírselo a la mujer de «aquél que no puede ser nombrado».
—Ya te lo dije más veces, creo, pero ya
sabes que puedes contar conmigo para lo que sea.
—Lo sé pero de momento no se me ofrece nada.
Muchas gracias anyway. Bueno, contame, decime, ¿cómo llevás el libro?
—Bueno pues... quizá te sorprenda pero el
caso que es tu querido amigo Macdonald me abrió un poco la mente.
Ya tengo el punto de partida. Va a estar inspirado en tu caso pero
con ciertas diferencias, espero que no te importe.
—Puedes tomarte las licencias poéticas que
quieras... siempre y cuando cumplas con lo pactado sobre Sara y
sobre mí. Y que al final ganemos nosotros, claro, a ver si vas a
escribir una historia tan vanguardista que al final ganan los
malos.
—No, no, descuida. Seré más clásico. Por lo
pronto de la que se encuentra el —voz de susurro— fiambre, te llaman al instante para ponerte a
investigar —vuelta al tono normal— y, aunque utilice los datos que
tú me vayas dando, es posible que modifique alguna cosa, me invente
algún sospechoso, cambie algún lugar de reunión entre los
protagonistas para mostrar sitios guapos de Gijón, cosas
así...
—Suena bien.
—También tenía pensado cambiaros los
nombres, claro.
—Evidentemente.
—Lo que pasa que aún no he pensado cuáles
poneros.
—Da lo mismo. Cuando yo hacía mis pinitos
tratando de escribir alguna cosa, casi siempre dejaba los nombres
para el final.
—Ya, pero eso me plantea una duda.
—Dime.
—¿Cómo identificas a los personajes
mientras? ¿Cómo diferencias a unos de otros?
—Les pongo como nombre temporal el de la
profesión a la que se dedican o algún rasgo característico que
tengan.
—¡Coño, qué buena idea!
Lorenzo echó una ojeada general al bar y
comenzó a decir.
—Mira, ¿ves a esos tres tíos de la barra?
—Miguel dijo que sí con la cabeza—. Si supiese sus profesiones
sería más fácil, pero como no las sé... Genéricamente podrían ser
Cervecero1, Cervecero2 y Cervecero3, pero quizá eso sea demasiado
ambiguo. Observémoslos un poco mejor. —En la barra se encontraban
tres hombres de similar edad cuya primera cifra era
indiscutiblemente un cuatro. Uno era corpulento, de espesa barba
negra y con cara de pocos amigos. A su lado se hallaba un individuo
de complexión media y un rostro anodino, donde lo único destacable
era su cuidada perilla de tono castaño oscuro. El tercer hombre era
el más alto de los tres y su delgadez era tan notable como su
estatura, confiriéndole una apariencia bastante frágil, tanto de
físico como de carácter. Con todo, parecía el más hablador del
grupo, y los otros dos escuchaban con aparente interés lo que decía
en esos momentos—. ¿Te has fijado en ellos? Mira, si yo estuviese
escribiendo una novela y aún no tuviese pensados los nombres de los
personajes, me referiría al de la izquierda como MalasPulgas, no
hay más que ver la cara que pone pese a estar con un par de amigos.
No quiero ni imaginármelo con enemigos. El del medio, ése sería el
Perillas, no veo que se le pueda llamar nada mejor. Y el de la
derecha, mmm, éste tengo mis dudas. Larguirucho... ¿o es
Larguilucho? Bueno, digamos que Escuchimizado. Sí, Escuchimizado le
sienta mejor. ¿Qué te parece?
—Ingenio no te falta, las cosas como
son.
—Hombre, dando un paso más allá y entrando
de lleno en el terreno de la fantasía, podría imaginar que el
primero es trabajador manual, pongamos que curre en la
construcción, vamos a decir genéricamente que es un obrero; lo más
probable es que los tres curren en lo mismo pero dejemos volar
nuestra imaginación y pensemos que el del medio trabaja, qué sé yo,
de electricista.
—¿Y Escuchimizado?
—Ése podría ser vendedor de seguros, de ahí
que les esté dando el coñazo a los otros. Con lo cual tendríamos
una escena tipo: «Obrero llegó al bar a la hora habitual, se sentó
en la barra y pidió lo de siempre. Hundió sus oscuros e
impenetrables ojos en la bebida mientras esperaba a sus compañeros.
Electricista fue el segundo en llegar, atusándose su aseada
perilla; en seguida localizó a Obrero, le dio una amistosa
palmadita en su robusta espalda y se sentó a su lado. Poco después
apareció VendedorDeSeguros. Portaba en su mano derecha un maletín
de cuero. Se aproximó a Obrero y Electricista y les saludó con su
desparpajo habitual. Pidió su bebida y comenzó a relatarles sus
éxitos comerciales del día. Sus compañeros no estaban especialmente
interesados en su verborrea pero tampoco tenían nada interesante
que aportar, así que se limitaban a escuchar entre trago y trago de
sus cervezas».
—Flipo contigo —confesó con sinceridad
Miguel—. ¿Todo esto así sobre la marcha?
—¡Qué sé yo! Si no tenía pies ni
cabeza...
—¡Qué va! Se te da de lujo. Estoy viendo que
todavía me vas a robar mi idea y vas a ser tú el que escriba la
novela protagonizada por ti mismo.
—No, no, tranqui. Te cedo los honores. Yo
con resolver el caso en la vida real ya me doy más que por
satisfecho.
—En fin... Creo que tendré que pegarme un
atracón de todos estos autores que lees tú, a ver si así me fluyen
las palabras como a ti...
—Alguien dijo alguna vez que cuanto más
lees, mejor escribes, así que sí, me parece un buen plan.
Jaime Cano se hallaba reunido con su jefe en
el despacho de este último. Había pasado día y medio desde la
visita de los policías y Jaime aún estaba que trinaba con el
tema.
—Tienes que comprender —le decía Antonio—
que he estado muy liado estos días. De hecho, aún lo estoy. Espero
que sea realmente jugoso eso que me quieres contar de los polis,
porque no tengo mucho tiempo.
«Tú nunca tienes tiempo para nada» estuvo
tentado de responder el periodista aunque se limitó a decir:
—De acuerdo. Iré directo al grano. La cosa
fue así —comenzó Jaime, rascándose con cierto nerviosismo su gruesa
patilla derecha—: se presentan los dos polis, preguntando por mí.
Voy a ver qué narices quieren y resulta que, de buenas a primeras,
me empiezan a interrogar. Que se ha cometido un crimen y quieren
saber dónde estaba yo tal día a tal hora. Así tal cual. ¿Tú lo ves
normal?
Antonio Bernardo era un individuo de
cincuenta y pocos años, no muy alto, ancho de hombros y de mirada
franca y directa. Su pelo había comenzado a escasear en los últimos
años y lo llevaba peinado con mucha agua. Tenía la cara cuadrada y
azulada por la barba.
—Hombre, la verdad es que muy normal no es,
no. ¿De qué tipo de crimen estamos hablando?
—Asesinato. Al parecer quieren averiguar
quién se cargó al tío de la Semana Negra a base de atosigar a la
prensa o algo así. Ah, claro, ésa es otra —pareció recordar sobre
la marcha—, porque lo otro que no te he contado es que uno de mis
contactos me ha comentado que, como mínimo, también han ido a darle
la vara a un tío de El Comercio.
—No jodas.
—Sí, sí, lo que oyes. Yo creo que están
dando palos de ciego, a ver si a través de nosotros, los
periodistas, son capaces de encontrar las respuestas que ellos,
como inútiles e incompetentes policías que son, no logran
averiguar.
Antonio entrecruzó las manos sobre la mesa,
echándose para adelante en la silla. Sonrió tibiamente mientras
decía:
—Y ahora me dirás que lo que quieres es
carta blanca para rajar de la policía. ¿Me equivoco?
—Hombre, pues... Qué cojones, sí, Antonio.
Creo que se han extralimitado en sus funciones. La gente merece
saber con qué tipo de elementos nos enfrentamos.
—Mira, sé que no eres ningún recién llegado
pero yo llevo mucho tiempo en este negocio, casi dos tercios de mi
vida, y te puedo asegurar que no nos conviene soltar una rajada de
las, y abro comillas, «Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado».
Podemos denunciar, llegado el caso, la actuación de personas concretas, de hechos puntuales, pero nunca
al organismo como tal. Sería nuestro suicidio. Y ya ves que las
cosas no están precisamente muy boyantes últimamente como para
andar escupiendo hacia arriba, ¿no crees?
—¿Me estás diciendo que no se puede criticar
la incompetencia de la policía y otros «organismos
oficiales»?
—No, te estoy diciendo que nosotros ahora
mismo, y sin tener nada más que una mierda de interrogatorio que,
desde luego, te concedo que no venía a cuento, no podemos tirarnos
a la yugular de la policía. Pero...
—¿Pero?
—En lo que sí te doy, o mejor dicho, os doy
carta blanca a todos en esta redacción es
para que investiguéis y tratéis de averiguar detalles sobre ese
crimen irresoluto que tan interesada tiene a nuestra bella
ciudad.
—Aunque sea ir un paso por delante de la
policía...
—... y dejar en evidencia de forma implícita
su, ¿cómo habías dicho, incompetencia e inutilidad?
Ambos sonrieron. Al fin parecían estar
hablando el mismo idioma.
—Bueno y ahora, si no se te ofrece nada
más...
Jaime se levantó de la silla relativamente
complacido. Su superior era un tipo más razonable de lo que
acostumbraban a ser los jefes.