VIII La parte contratante de la primera
parte
«La televisión ha hecho maravillas por mi
cultura. En cuanto alguien la enciende, voy a la biblioteca y me
leo un buen libro»
Groucho
Marx
El museo del Ferrocarril de Asturias estaba
situado en el barrio del Natahoyo, junto a la playa de Poniente, y
era considerado uno de los más importantes de Europa en su género.
En sus amplias instalaciones de más de catorce mil metros
cuadrados, formadas por la antigua estación de Renfe, la llamada
playa de vías y dos edificios de nueva construcción, guardaba una
de las más extensas y mejor conservadas colecciones de máquinas y
vagones de ferrocarril del continente europeo. El museo disponía de
salas de exposiciones temporales, centro de documentación propio,
salas de actividades y talleres didácticos. Varias veces al año se
encendían para su exhibición las locomotoras de vapor que
conservaba en estado operativo, en las llamadas «Jornadas del
Vapor».
El museo estaba abierto al público durante
todo el año de martes a domingo, días festivos incluidos, a
excepción de seis o siete festividades concretas, cerrando
únicamente los lunes. Aquel lunes, por tanto, Ana Parra, diplomada
en Turismo, y que llevaba casi un par de años trabajando allí,
tenía el día libre. Tras localizar el contacto en la agenda del
móvil, dio al botón de llamada y esperó respuesta.
—¿Sí?
—Hola Loren, ¿qué tal estás?
—Hombre, Ana, ¡cuánto tiempo! ¿Qué es de tu
vida?
—Nada, sigo bien, como siempre, no tengo
ninguna novedad, al menos no en lo personal.
Lorenzo puso cara de extrañeza.
—¿Y en lo no personal? ¿Llamabas por algo en
concreto?
—Sí, en realidad sí. Verás, es que estuve
pensando... —Dudó unos instantes y dejó la frase inconclusa—. Mira,
será mejor que te lo diga en persona: tengo que contarte algo de lo
que acabo de enterarme y que podría interesarte
profesionalmente.
—¿Profesionalmente? ¿Quieres que investigue
a un exnovio tuyo cachas?
Ana se rio al otro lado de la línea.
—¿Una exnovia macizorra quizá?
Nuevas risas.
—Da gusto ver que conservas el mismo humor
de siempre.
—Ya me conoces, ¿por qué perder las buenas
costumbres?
—Sí, oye, en serio, es una cosa importante.
¿Crees que podríamos vernos mañana y te lo cuento en persona?
—Mmmm, ¿mañana? Sara y yo pensábamos ir a la
Semana Negra por la tarde... ¿A qué hora sales del museo?
—Habitualmente salgo a las seis y media,
pero mañana le he cambiado el turno a una compañera, así que puedo
cuando te venga bien a ti, a partir de mediodía, aunque eso sí,
tendría que ser más bien pronto porque luego igual tienes que estar
en un sitio a una hora concreta...
—¡Madre mía, cuánto misterio! ¿No me puedes
adelantar nada?
—No, por teléfono no, lo siento. Pero es
importante, créeme.
—Vale, vale. Entonces, ¿a partir de qué hora
estás libre?
—Mañana saldré hacia la una y media o dos
menos cuarto de aquí, bajo a comer y luego ya puedo cuando
quieras.
Lorenzo hizo cálculos mentales...
—¿A las cinco te parece bien?
—Mmmm, es un poco tarde... si luego tienes
que estar a las seis en otro sitio.
—Vale, pues di tú.
Ana pensó durante unos segundos.
—¿A las cuatro o así?
—Vale, a las cuatro. ¿Y dónde
quedamos?
—Me da igual.
—Y a mí.
—Ya, pero yo ya te he dicho la hora, así que
di tú.
—No sé... ¿Les Candases te parece
bien?
—Vale, perfecto.
—Vale, pues ya nos vemos mañana
entonces.
—Muy bien. Hasta luego.
«Les Candases yeren dos
muyerines que nacíes en Candás vivien y trabayaben aquí, n’esti
llugar cuando antiguamente esto yera una casona. Dedicábense a
coser, texer y llaborar prendes pa toes les xentes del
llugar». Así rezaba la carta de la cafetería Les Candases y
era de esas dos entrañables viejecitas hilanderas de la pequeña
villa pesquera de Candás de quienes tomaba el nombre y el
logo la susodicha cafetería. Estaba
situada en la calle Marqués de Casa Valdés, aunque se entraba por
Garcilaso de la Vega, y era muy popular en Gijón, sobre todo entre
la gente joven, debido a la gran variedad de oferta gastronómica
que ofrecía, desde sándwiches o hamburguesas hasta platos
combinados o perritos calientes, disponiendo además de un sinnúmero
de tipos de cervezas, cafés y helados, todo ello a unos precios
bastante razonables.
Lorenzo, fiel a su costumbre, llegó al local
un poco antes de la hora. Su reloj —de correa de cuero negra y en
cuya esfera había un escudo que parecía imitar el Cavallino
Rampante de Ferrari—, adquirido el año anterior en la Feria de
Muestras de Asturias al irrisorio precio de cinco euros, marcaba
las tres y cincuenta y cuatro, así que entró en el local y echó un
vistazo rápido por si su amiga ya había llegado, cosa que creía
poco probable. Efectivamente, aún no había llegado. No tuvo
problema en encontrar sitio porque a esas horas ese bar, como casi
todos, estaba prácticamente vacío, así que escogió una mesa al lado
de la ventana y frente a la televisión. En la tele estaba
sintonizada, como era habitual salvo cuando había partido de
fútbol, una cadena de vídeos musicales. Concretamente esta vez
tenían puesto el canal 40 Latino y le sorprendió gratamente ver que
el vídeo actual era el de la canción Mucho
mejor del grupo Los Rodríguez, que no dudó en canturrear entre
dientes mientras esperaba a su amiga.
Ubi ubi u, ubi ubi u,
ubi ubi ubi u, a-a-a a-a-a-a, ubi ubi ubi ubi ubi uuu aaaa. Hase
calor, hase calor, yo estaba esperando que cantes mi cansión y que
abras esa botella y brindemos por ella...
La pequeña camarera rubia se acercó
sigilosamente a preguntarle qué quería. Lorenzo pidió un Biosolán
de manzana, que recientemente había dejado de ser de color verde,
como la camisa que llevaba en esa ocasión, para pasar a ser de un
tono más acaramelado, como el Trina manzana, aunque su sabor seguía
siendo diferente.
Dulse como el vino,
salada como el mar, prinsesa y vagabunda, garganta profunda,
sálvame de esta soledad.
Mientras escuchaba y canturreaba la canción,
sustituyendo religiosamente las ces por eses como hacía Calamaro,
trataba de adivinar qué sería aquello tan secreto y misterioso que
le tenía que contar su amiga. Sin duda, algún tema delicado, dado
que había sido tan reacia a contárselo por teléfono. Y encima
relacionado con su profesión, y la de detective privado no era
precisamente la más demandada del mundo. ¿De qué se trataría?
Mientras tomaba otro trago de su bebida, había comenzado a sonar el
siguiente videoclip, esta vez del grupo Pereza:
A la avenida de la
Estrella Polar llega primero el invierno; sobre las hojas muertas
cae el sol que no calienta los huesos. Te quedan balas para
disparar pero preguntas primero; antes de asesinar esta ciudad fui
yo, fueron ellos...
Miró fugazmente a través del cristal pero la
calle estaba casi desierta. No era muy habitual que la gente
transitase en masa a las cuatro de la tarde. Un par de señoras de
mediana edad y grueso volumen entraron con paso presuroso en la
cafetería y, mientras una tomaba asiento en una mesa en el extremo
opuesto al de Lorenzo, la otra se dirigió a toda prisa al servicio.
«Casi se lo hace encima» pensó Lorenzo, sonriendo
maliciosamente.
...no dejo de pensar
que aquí no hay sitio para los dos.
La camarera se aproximó a la mesa donde
estaba sentada la mujer y tomó nota. Al parecer, o la que había ido
al servicio había dejado dicho lo que quería o su acompañante lo
había adivinado porque, antes de que volviese del baño, ya tenían
en la mesa sendas tazas de lo que muy posiblemente fuesen un café
con leche mediano y algún tipo de infusión, a tenor de la jarrita
de metal que acompañaba a la segunda taza. Lorenzo miró el reloj,
las tres y cincuenta y nueve. Quedaban, por tanto, entre uno y seis
minutos para que llegase Ana, que muy rara vez se presentaba con un
retraso superior a cinco minutos. Le tocó el turno ahora a Fito y
Fitipaldis: no conocía el título exacto de la canción, aunque sabía
que estaba relacionado con los números o algo así. De todos modos,
esta vez no canturreó... principalmente porque no se sabía la
letra. La tele, evidentemente, lo hacía por él.
Me perdí en un cruce de
palabras, me anotaron mal la dirección, ya grabé mi nombre en una
bala, ya probé la carne de cañón...
Ana apareció finalmente dos minutos después
de las cuatro, es decir, dentro del intervalo esperado por el
detective. De pelo castaño oscuro, escasa estatura y complexión
mediana, llevaba una camiseta de tirantes de color beige y un pantalón vaquero azul. Nada más entrar,
Lorenzo le hizo señas con las manos para que reparase en él. Ella
se dirigió a la mesa y, tras el protocolario par de besos, se sentó
frente a él, de espaldas a la televisión.
—Tan puntual como siempre... Espero que no
lleves mucho esperando.
—No, no, tranquila, si acabo de
llegar.
Ella miró con curiosidad el vaso y la
botella.
—Anda, ¿eso es un Bio de manzana?
—Sí, ¿quieres probar?
—No, no, si ya sé cómo sabe... ¿Antes no era
verde?
—Sí, y venía en tetrabrik en vez de en esta botella. Yo tengo la
sensación de que sabe un poco distinto que antes, un poco menos
dulce, pero igual es sugestión.
—¿Ya no tomas Trina?
—Por supuesto que sí —contestó con fingida
indignación—. Sólo que lo alterno con esto y otras cosas.
Un camarero, un hombre en esta ocasión, se
acercó a la mesa. Era alto y bastante delgado, y su cabello,
castaño oscuro, era corto y particularmente escaso en la parte
superior de la cabeza y sobre la frente. Sus movimientos, rápidos y
algo espasmódicos, tenían cierto deje simiesco. Pero lo que más
destacaba de su apariencia eran, sin duda, sus grandes, alargados e
inexpresivos ojos. Cuando estuvo al lado de la mesa, arqueó las
cejas en señal de pregunta.
—Una Coca-cola, por favor.
—¿Te has fijado en el camarero? —preguntó
Lorenzo.
—Sí, tenía algo extraño en la mirada pero no
sabría decirte qué.
Iba a decir algo más, pero se contuvo justo
a tiempo para evitar que les oyese él, que venía a toda velocidad,
nuevamente con movimientos temblorosos, a traer el refresco. Una
vez se hubo retirado, continuó:
—Yo lo llamo cariñosamente «CaraPez».
Ana echó una risotada.
—Mira que eres cruel, ¿eh?
—Bueno, él no lo sabe, así que tampoco creo
que le preocupe. —Se encogió de hombros—. De todos modos, tú fíjate
bien, tiene los ojos como los besugos.
Ella echó una disimulada mirada hacia la
barra y sonrió.
—Sí, la verdad es que un poco sí.
Tomó un sorbo de su bebida y se giró hacia
la tele.
—¿Qué son Los 40?
—Sí, 40 Latino para más señas. Todo música
en español, ¡guau! —bromeó Lorenzo.
—La ilusión de tu vida, ¿eh?
—Bueno, no te creas... podía ser mucho peor.
De momento todas la canciones que han puesto me gustaban. De hecho,
ésta de ahora me encanta.
Madrid, Bilbao,
Sevilla, Ibiza, Alicante o Santander, una botella de tequila, una
foto de El Ché. París, Tetuán, Los Ángeles, Buenos Aires o Hong
Kong, cuando me acuerde de estos nombres, estaré imaginando oír tu
voz.
—Suena bien, ¿qué son M-Clan?
—Ésos mismos.
—Jolín, pues sí que hace tiempo que no venía
a Les Candases. La última vez que quedamos no vinimos aquí,
¿no?
—Mmm, creo que no. Quizá fuimos al Gato
Tuerto.
—Sí, me suena que sí. ¿Y de eso cuánto
hará?
—Pues como mínimo desde el verano pasado o
así. Más de un año seguro.
—¿Qué tal Sara? ¿Sigue trabajando de
traductora?
—Bien, como siempre. Sí, sí, lo último que
ha hecho ha sido traducir una novela del francés. No recuerdo ahora
mismo el título.
—Qué guay. Yo sigo allí todo el día metida
en el museo.
—¿Como una momia?
—Jajaja, sí, pero sin las vendas. Pero
bueno, no me quejo, se está bien.
La señora de la urgencia urinaria y su amiga
habían terminado sus consumiciones y se pusieron en pie, no sin
cierto esfuerzo debido a su considerable corpulencia, para pagar y
marcharse.
—Bueno, ¿me vas a contar entonces eso tan
misterioso a la par que importante que no me podías decir por
teléfono?
—Sí, verás... Supongo que habrás leído o
visto en las noticias lo del crimen de Moreda.
—¿El tío que presuntamente se arrojó al
vacío desde el puente?
—Sí, ése. Pues resulta que su mujer, vamos,
su viuda, es vecina de mi madre.
—Anda. —Lorenzo se inclinó hacia delante
para escuchar mejor—. ¿Pero de hablarse y todo o sólo de
saludar?
—No, no, de hablarse. De hecho tienen
bastante relación; bueno, hablan siempre que se ven y eso, quiero
decir.
—Ya. Imagino que estará destrozada.
—Sí, mi madre dijo que se la ve bastante
mal, le pilló muy de sorpresa. Supongo que nadie se espera el
suicidio de un ser querido —remarcó la
palabra suicidio de una forma muy curiosa.
—Sigue, sigue —la apremió Lorenzo.
—Pues resulta que ayer me contó mi madre que
le dijo Isabel, se llama así —aclaró—, que la había llamado la
policía, porque se supone que estaban investigando porque no estaba
claro si había sido un suicidio.
—Sí.
—Y la poli le dijo que cerraban el caso, que
habían llegado a la conclusión de que sí, de que su marido se había
suicidado sin ningún género de duda y que no había nada más que
hacer. Que les dijese los datos de la funeraria y todo eso, que ya
podía llevarse el cuerpo y enterrarlo en cuanto quisiera.
—Y no les creyó, ¿verdad?
—Vamos a ver, es que no le dieron
explicación ninguna. Dijeron que se había tirado desde el puente y
ya está, pero en las noticias se especulaba con la posibilidad de
un asesinato, que era muy raro tirarse desde donde se tiró, que no
hay casi barandilla a donde subirse, etcétera.
—Por supuesto no dejó ninguna nota de
suicidio.
—No, nada de nada. Al menos que le hayan
dicho a Isabel.
—¿Y la despacharon así sin más?
—Sí, sí, así tal cual. Ella quiso
preguntarle cosas, pero nada, casi casi le colgaron el
teléfono.
—¿Fue por teléfono? ¿Ni siquiera tuvieron la
delicadeza de decírselo en persona?
—¡Qué va! Por eso te decía que era algo
serio... Isabel le ha dicho a mi madre que va a encargarse de
investigar porque ahí hay gato encerrado, que su marido no tenía
conductas suicidas ni motivos aparentes para hacer lo que hizo, y
que la poli la despachó de muy mala manera y está totalmente
decidida a contratar a alguien o lo que haga falta para aclarar el
asunto.
—Y ahí entro yo.
—Y ahí entras tú.
—Supongo que sabes que nunca he llevado un
caso de asesinato. De hecho, ni siquiera ninguno relacionado con
delitos de sangre. Hasta el momento sólo me he encargado de las
típicas minucias, maridos y mujeres cornudos, adolescentes que se
escapan de casa enfadados con sus padres, cosas así...
—Bueno, cuando mi madre me lo contó me vino
a la cabeza que quizá te podría interesar. No sé, es un poco como
las novelas negras que tanto te gusta leer, ¿no?
—Sólo que esto es real. Y hay un tipo muerto
que ya no volverá a respirar.
—Ya... Yo sólo te avisaba por si
acaso.
—No he dicho que no me interese... —Se quedó
unos segundos reflexionando mientras miraba al infinito—. Es más,
sí que me interesa.
—Vale, en ese caso tengo que llamar a mi
madre para que le diga a Isabel que vas a ir al funeral.
—Que es a las seis de la tarde, según
deduzco de lo que me dijiste ayer.
—Sí, a las seis en tu iglesia: San Lorenzo. ¿Sabes cuál es, no?
—La de los Campinos.
—Sí, ésa.
—¿Y crees que querrá contratarme? No tengo
experiencia previa en este tipo de asuntos...
—Mi madre dijo que está desesperada, quiere
conocer la verdad a toda costa. No veo por qué no te habría de
contratar...
—Ya, visto así...
—De todos modos, yo no te puedo prometer
nada. Simplemente le digo a mi madre que le diga que va a ir un
detective al funeral y os veis allí y habláis. —Se terminó la
bebida y empezó a revolver su bolso en busca del teléfono
móvil.
—Matízale que va a ir un detective
joven. Si no, si me ve aparecer allí, sin
experiencia y con cara de guaje, igual me
toma a chirigota.
—Vale, se lo diré. —Finalmente logró dar con
el móvil y se dispuso a hacer la llamada. Entretanto, Lorenzo se
acabó su refresco y se quedó mirando pensativamente la pantalla de
televisión donde ahora se escuchaba Dame una
señal, del grupo mexicano Maná.
Ay, no lo puedo
soportar, no me quiero derrumbar. Mándame un mensaje, una señal,
manda una señal de amor, manda una señal amor.
La llamada de Ana fue breve y concisa y
aparentemente satisfactoria.
—Bueno, pues ya está.
—Muy bien. Tendremos que ir marchando,
¿no?
—Sí, dame un minuto que voy a ir al
baño.
—Vale, voy pagando mientras.
—Me tocaba a mí, creo —objetó ella, aunque
sin demasiada convicción.
—Da igual, hoy invito yo. Encima que me
consigues trabajos de detective de película...
—Vale, está bien —sonrió—. Pero que conste
que no es fijo que te vaya a contratar, ¿eh? Luego no me eches la
bronca si las cosas no salen bien.
—Descuida.
Mientras Ana iba al servicio, Lorenzo cogió
el papel con la cuenta, sacó de un bolsillo interior de la cazadora
su cartera de piel marrón y buscó un billete de cinco euros. Se
levantó y fue a pagarle a Cara Pez. Después, esperó brevemente a
Ana y salieron del local. Según salían por la puerta, comenzó a
sonar una canción de Alejandro Sanz. «Justo a tiempo, de la que nos
hemos librado» pensó, aunque no dijo nada porque sospechaba a que
su amiga sí le gustaba el cantante.
Faltaban aún diez minutos para las seis de
la tarde pero hacía tiempo que la iglesia de San Lorenzo estaba
llena. Situada en una céntrica zona denominada Los Campinos de
Begoña, se trataba de una iglesia construida a finales del siglo
XIX, inspirada en el estilo gótico-medieval, con abundantes
vidrieras, un tríptico realizado por el gijonés Nicanor Piñole y la
escultura de la Virgen con el Cristo resucitado, obra del también
gijonés Joaquín Rubio Camín.
Pero no era su notable interés artístico lo
que había congregado aquel día a propios y extraños sino el funeral
del «suicida del parque de Moreda», para deleite de los amantes del
morbo y para desgracia de la viuda, Isabel Sampedro, que hubiese
preferido una ceremonia mucho más discreta y sin tanta afluencia de
público, lo cual, en cualquier caso, hubiese sido algo utópico,
dada la relativa importancia de la empresa para que la trabajaba su
marido. De hecho, mirones al margen, los compañeros de empresa de
su difunto esposo habían sido de los primeros en acudir. Habían
llegado prácticamente todos a la vez, vistiendo discretamente de
negro o gris oscuro, y encabezados por la junta directiva de AGISS,
alguno de cuyos miembros había trabajado codo con codo con Ricardo
Castillo. Se fueron acercando a Isabel para darle el pésame y
después buscaron ubicación en los concurridos bancos de la
iglesia.
Isabel, que lucía un discreto abrigo negro,
que sin duda tenía que estar haciendo que se muriese de calor, y
unas algo menos discretas gafas de sol también negras, éstas para
disimular las ojeras y la irritación ocular, había estado un buen
rato observando a la multitud allí agrupada, tratando de establecer
contacto visual con Patricia Cornejo, aunque no había dado con
ella; de todos modos, ¿qué importaba ya? No tenía nada de qué
hablar con esa mujer, lo único que le interesaba en esos momentos
era acabar cuanto antes con toda la parafernalia del funeral,
enterrar a su marido y comenzar a vivir su nueva vida.
Pero ella no era la única que se estaba
dedicando a observar a la muchedumbre. Lorenzo también procuraba no
perder detalle. De hecho, había llevado consigo una pequeña libreta
y un boli, que había guardado en el bolsillo trasero de sus
pantalones, y se conformaba de momento con tomar nota mental de
cuanto acontecía para poder a posteriori anotarlo en la libreta si
era menester. Tras su café con Ana, había pasado por casa para
cambiarse su excesivamente alegre camisa verde por una sobria
camisa negra. Afortunadamente, se había puesto una de manga corta,
lo que le ayudaba ligeramente a soportar el horrendo calor de la
iglesia. La elevada temperatura de aquel día, acompañada de la
clásica humedad reinante en Asturias durante todo el año, habían
convertido al templo en una auténtica sauna y el sudor se le
acumulaba en la frente. Se había sentado en uno de los bancos del
fondo, desde donde podía contemplar con claridad todo lo que
ocurría por delante de él, así como percatarse de las entradas y
salidas de la gente. Patricia Cornejo, la amante «oficial» del
difunto Ricardo Castillo, había logrado encontrar acomodo en un
banco central, rodeada de gente por todos lados, de forma que
llamase la atención lo menos posible a aquéllos que pudiesen estar
enterados de su relación con el fallecido, que no eran muchos
exceptuando a sus colegas de trabajo y a la viuda.
El coche fúnebre hizo, por fin, acto de
presencia unos tres minutos antes de las seis y, entre dos miembros
de la funeraria y un par de voluntarios, sacaron del coche el ataúd
y lo introdujeron en la iglesia, mientras el sacerdote que iba a
oficiar el funeral esperaba pacientemente en el altar. El ataúd,
por deseo explícito de la viuda, así como por sentido común, dada
la naturaleza de la muerte, permaneció cerrado durante todo el
servicio religioso, evitando aumentar las habladurías de la gente
respecto al presunto suicidio u homicidio. La ceremonia fue breve y
el sacerdote, pese a no conocer personalmente al finado, habló con
cierta emotividad de él, obviando, por supuesto, entrar en el
espinoso tema de las circunstancias de su muerte, y centrándose en
su trabajo, su familia y sus amigos, como era lo normal en esos
casos.
Tras el funeral, algunos de los familiares,
amigos y conocidos que aún no habían tenido la oportunidad de
hacerlo, se dirigieron a Isabel para mostrarle sus condolencias.
Lorenzo, que seguía examinando cuidadosamente a los asistentes,
alcanzó a divisar entre ellos a una mujer cercana a los sesenta
años, de pelo teñido de rubio, complexión estándar y con rasgos
parecidos, aunque con unos treinta años más, a los de su amiga Ana,
en quien creyó identificar, por tanto, a la madre de ésta, que
también había acudido a darle el último adiós al marido de su
vecina.
Cuando al fin la gente dejó un poco libre a
Isabel, Lorenzo se le aproximó sigilosamente antes de que tuviese
tiempo de volver a ponerse las gafas de sol, que se había quitado
justo antes de comenzar la ceremonia.
—La acompaño en el sentimiento. —La viuda le
miró inicialmente extrañada. Seguramente habría olvidado la
presencia del detective en el funeral—. Soy amigo de Ana —se
presentó—, la hija de Margarita, su vecina.
La mujer pareció recordar súbitamente el
tema.
—Ah, sí, ya recuerdo. —Le dio la mano a modo
de saludo—. ¿Es usted... le puedo tutear? Se me hace raro llamar de
usted a alguien que podría ser mi hijo. —Lorenzo asintió con la
cabeza—. Eres detective, ¿no es así?
—Sí, así es —bajó el tono una octava
mientras algunas personas rezagadas pasaban junto a Isabel
despidiéndose de ella—. Usted no cree que haya sido un accidente,
¿verdad?
—Si de algo estoy segura es de que Ricardo
jamás habría hecho algo así. Puede que tuviese muchos defectos —su
rostro, desprotegido sin las gafas, mostraba visibles síntomas de
haber estado llorando, aunque su voz se mantenía por el momento
bastante serena—, pero amaba demasiado la vida como para tirarse
desde un puente. No, rotundamente no, me parece imposible que
hiciese una cosa así.
El tono había sido pausado pero firme.
Estaba convencido de que ella no creía la versión de la
policía.
—Bien. Entiendo que éste no es el momento ni
el lugar. —Nuevamente se interrumpió. Un miembro de la funeraria
había entrado en la iglesia y hacía gestos con las manos a Isabel
para que acudiese—. Sé que ahora tiene que irse, pero si está
interesada en contratar mis servicios y poder averiguar realmente
qué fue lo que le pasó a su marido, podemos vernos mañana o
cualquier otro día que le venga bien y ponernos manos a la obra
—dijo, tendiéndole la tarjeta con su número de teléfono.
—Sí, de acuerdo. —Cogió la tarjeta sin
apartar sus ojos de los del detective, que también le mantuvo la
mirada—. Ya te llamaré. —Hizo un gesto de asentimiento al hombre de
la funeraria y abandonó la iglesia.