VIII La parte contratante de la primera parte

 

 

«La televisión ha hecho maravillas por mi cultura. En cuanto alguien la enciende, voy a la biblioteca y me leo un buen libro»
Groucho Marx

 

El museo del Ferrocarril de Asturias estaba situado en el barrio del Natahoyo, junto a la playa de Poniente, y era considerado uno de los más importantes de Europa en su género. En sus amplias instalaciones de más de catorce mil metros cuadrados, formadas por la antigua estación de Renfe, la llamada playa de vías y dos edificios de nueva construcción, guardaba una de las más extensas y mejor conservadas colecciones de máquinas y vagones de ferrocarril del continente europeo. El museo disponía de salas de exposiciones temporales, centro de documentación propio, salas de actividades y talleres didácticos. Varias veces al año se encendían para su exhibición las locomotoras de vapor que conservaba en estado operativo, en las llamadas «Jornadas del Vapor».
El museo estaba abierto al público durante todo el año de martes a domingo, días festivos incluidos, a excepción de seis o siete festividades concretas, cerrando únicamente los lunes. Aquel lunes, por tanto, Ana Parra, diplomada en Turismo, y que llevaba casi un par de años trabajando allí, tenía el día libre. Tras localizar el contacto en la agenda del móvil, dio al botón de llamada y esperó respuesta.
—¿Sí?
—Hola Loren, ¿qué tal estás?
—Hombre, Ana, ¡cuánto tiempo! ¿Qué es de tu vida?
—Nada, sigo bien, como siempre, no tengo ninguna novedad, al menos no en lo personal.
Lorenzo puso cara de extrañeza.
—¿Y en lo no personal? ¿Llamabas por algo en concreto?
—Sí, en realidad sí. Verás, es que estuve pensando... —Dudó unos instantes y dejó la frase inconclusa—. Mira, será mejor que te lo diga en persona: tengo que contarte algo de lo que acabo de enterarme y que podría interesarte profesionalmente.
—¿Profesionalmente? ¿Quieres que investigue a un exnovio tuyo cachas?
Ana se rio al otro lado de la línea.
—¿Una exnovia macizorra quizá?
Nuevas risas.
—Da gusto ver que conservas el mismo humor de siempre.
—Ya me conoces, ¿por qué perder las buenas costumbres?
—Sí, oye, en serio, es una cosa importante. ¿Crees que podríamos vernos mañana y te lo cuento en persona?
—Mmmm, ¿mañana? Sara y yo pensábamos ir a la Semana Negra por la tarde... ¿A qué hora sales del museo?
—Habitualmente salgo a las seis y media, pero mañana le he cambiado el turno a una compañera, así que puedo cuando te venga bien a ti, a partir de mediodía, aunque eso sí, tendría que ser más bien pronto porque luego igual tienes que estar en un sitio a una hora concreta...
—¡Madre mía, cuánto misterio! ¿No me puedes adelantar nada?
—No, por teléfono no, lo siento. Pero es importante, créeme.
—Vale, vale. Entonces, ¿a partir de qué hora estás libre?
—Mañana saldré hacia la una y media o dos menos cuarto de aquí, bajo a comer y luego ya puedo cuando quieras.
Lorenzo hizo cálculos mentales...
—¿A las cinco te parece bien?
—Mmmm, es un poco tarde... si luego tienes que estar a las seis en otro sitio.
—Vale, pues di tú.
Ana pensó durante unos segundos.
—¿A las cuatro o así?
—Vale, a las cuatro. ¿Y dónde quedamos?
—Me da igual.
—Y a mí.
—Ya, pero yo ya te he dicho la hora, así que di tú.
—No sé... ¿Les Candases te parece bien?
—Vale, perfecto.
—Vale, pues ya nos vemos mañana entonces.
—Muy bien. Hasta luego.

 

«Les Candases yeren dos muyerines que nacíes en Candás vivien y trabayaben aquí, n’esti llugar cuando antiguamente esto yera una casona. Dedicábense a coser, texer y llaborar prendes pa toes les xentes del llugar». Así rezaba la carta de la cafetería Les Candases y era de esas dos entrañables viejecitas hilanderas de la pequeña villa pesquera de Candás de quienes tomaba el nombre y el logo la susodicha cafetería. Estaba situada en la calle Marqués de Casa Valdés, aunque se entraba por Garcilaso de la Vega, y era muy popular en Gijón, sobre todo entre la gente joven, debido a la gran variedad de oferta gastronómica que ofrecía, desde sándwiches o hamburguesas hasta platos combinados o perritos calientes, disponiendo además de un sinnúmero de tipos de cervezas, cafés y helados, todo ello a unos precios bastante razonables.
Lorenzo, fiel a su costumbre, llegó al local un poco antes de la hora. Su reloj —de correa de cuero negra y en cuya esfera había un escudo que parecía imitar el Cavallino Rampante de Ferrari—, adquirido el año anterior en la Feria de Muestras de Asturias al irrisorio precio de cinco euros, marcaba las tres y cincuenta y cuatro, así que entró en el local y echó un vistazo rápido por si su amiga ya había llegado, cosa que creía poco probable. Efectivamente, aún no había llegado. No tuvo problema en encontrar sitio porque a esas horas ese bar, como casi todos, estaba prácticamente vacío, así que escogió una mesa al lado de la ventana y frente a la televisión. En la tele estaba sintonizada, como era habitual salvo cuando había partido de fútbol, una cadena de vídeos musicales. Concretamente esta vez tenían puesto el canal 40 Latino y le sorprendió gratamente ver que el vídeo actual era el de la canción Mucho mejor del grupo Los Rodríguez, que no dudó en canturrear entre dientes mientras esperaba a su amiga.
Ubi ubi u, ubi ubi u, ubi ubi ubi u, a-a-a a-a-a-a, ubi ubi ubi ubi ubi uuu aaaa. Hase calor, hase calor, yo estaba esperando que cantes mi cansión y que abras esa botella y brindemos por ella...
La pequeña camarera rubia se acercó sigilosamente a preguntarle qué quería. Lorenzo pidió un Biosolán de manzana, que recientemente había dejado de ser de color verde, como la camisa que llevaba en esa ocasión, para pasar a ser de un tono más acaramelado, como el Trina manzana, aunque su sabor seguía siendo diferente.
Dulse como el vino, salada como el mar, prinsesa y vagabunda, garganta profunda, sálvame de esta soledad.
Mientras escuchaba y canturreaba la canción, sustituyendo religiosamente las ces por eses como hacía Calamaro, trataba de adivinar qué sería aquello tan secreto y misterioso que le tenía que contar su amiga. Sin duda, algún tema delicado, dado que había sido tan reacia a contárselo por teléfono. Y encima relacionado con su profesión, y la de detective privado no era precisamente la más demandada del mundo. ¿De qué se trataría? Mientras tomaba otro trago de su bebida, había comenzado a sonar el siguiente videoclip, esta vez del grupo Pereza:
A la avenida de la Estrella Polar llega primero el invierno; sobre las hojas muertas cae el sol que no calienta los huesos. Te quedan balas para disparar pero preguntas primero; antes de asesinar esta ciudad fui yo, fueron ellos...
Miró fugazmente a través del cristal pero la calle estaba casi desierta. No era muy habitual que la gente transitase en masa a las cuatro de la tarde. Un par de señoras de mediana edad y grueso volumen entraron con paso presuroso en la cafetería y, mientras una tomaba asiento en una mesa en el extremo opuesto al de Lorenzo, la otra se dirigió a toda prisa al servicio. «Casi se lo hace encima» pensó Lorenzo, sonriendo maliciosamente.
...no dejo de pensar que aquí no hay sitio para los dos.
La camarera se aproximó a la mesa donde estaba sentada la mujer y tomó nota. Al parecer, o la que había ido al servicio había dejado dicho lo que quería o su acompañante lo había adivinado porque, antes de que volviese del baño, ya tenían en la mesa sendas tazas de lo que muy posiblemente fuesen un café con leche mediano y algún tipo de infusión, a tenor de la jarrita de metal que acompañaba a la segunda taza. Lorenzo miró el reloj, las tres y cincuenta y nueve. Quedaban, por tanto, entre uno y seis minutos para que llegase Ana, que muy rara vez se presentaba con un retraso superior a cinco minutos. Le tocó el turno ahora a Fito y Fitipaldis: no conocía el título exacto de la canción, aunque sabía que estaba relacionado con los números o algo así. De todos modos, esta vez no canturreó... principalmente porque no se sabía la letra. La tele, evidentemente, lo hacía por él.
Me perdí en un cruce de palabras, me anotaron mal la dirección, ya grabé mi nombre en una bala, ya probé la carne de cañón...
Ana apareció finalmente dos minutos después de las cuatro, es decir, dentro del intervalo esperado por el detective. De pelo castaño oscuro, escasa estatura y complexión mediana, llevaba una camiseta de tirantes de color beige y un pantalón vaquero azul. Nada más entrar, Lorenzo le hizo señas con las manos para que reparase en él. Ella se dirigió a la mesa y, tras el protocolario par de besos, se sentó frente a él, de espaldas a la televisión.
—Tan puntual como siempre... Espero que no lleves mucho esperando.
—No, no, tranquila, si acabo de llegar.
Ella miró con curiosidad el vaso y la botella.
—Anda, ¿eso es un Bio de manzana?
—Sí, ¿quieres probar?
—No, no, si ya sé cómo sabe... ¿Antes no era verde?
—Sí, y venía en tetrabrik en vez de en esta botella. Yo tengo la sensación de que sabe un poco distinto que antes, un poco menos dulce, pero igual es sugestión.
—¿Ya no tomas Trina?
—Por supuesto que sí —contestó con fingida indignación—. Sólo que lo alterno con esto y otras cosas.
Un camarero, un hombre en esta ocasión, se acercó a la mesa. Era alto y bastante delgado, y su cabello, castaño oscuro, era corto y particularmente escaso en la parte superior de la cabeza y sobre la frente. Sus movimientos, rápidos y algo espasmódicos, tenían cierto deje simiesco. Pero lo que más destacaba de su apariencia eran, sin duda, sus grandes, alargados e inexpresivos ojos. Cuando estuvo al lado de la mesa, arqueó las cejas en señal de pregunta.
—Una Coca-cola, por favor.
—¿Te has fijado en el camarero? —preguntó Lorenzo.
—Sí, tenía algo extraño en la mirada pero no sabría decirte qué.
Iba a decir algo más, pero se contuvo justo a tiempo para evitar que les oyese él, que venía a toda velocidad, nuevamente con movimientos temblorosos, a traer el refresco. Una vez se hubo retirado, continuó:
—Yo lo llamo cariñosamente «CaraPez».
Ana echó una risotada.
—Mira que eres cruel, ¿eh?
—Bueno, él no lo sabe, así que tampoco creo que le preocupe. —Se encogió de hombros—. De todos modos, tú fíjate bien, tiene los ojos como los besugos.
Ella echó una disimulada mirada hacia la barra y sonrió.
—Sí, la verdad es que un poco sí.
Tomó un sorbo de su bebida y se giró hacia la tele.
—¿Qué son Los 40?
—Sí, 40 Latino para más señas. Todo música en español, ¡guau! —bromeó Lorenzo.
—La ilusión de tu vida, ¿eh?
—Bueno, no te creas... podía ser mucho peor. De momento todas la canciones que han puesto me gustaban. De hecho, ésta de ahora me encanta.
Madrid, Bilbao, Sevilla, Ibiza, Alicante o Santander, una botella de tequila, una foto de El Ché. París, Tetuán, Los Ángeles, Buenos Aires o Hong Kong, cuando me acuerde de estos nombres, estaré imaginando oír tu voz.
—Suena bien, ¿qué son M-Clan?
—Ésos mismos.
—Jolín, pues sí que hace tiempo que no venía a Les Candases. La última vez que quedamos no vinimos aquí, ¿no?
—Mmm, creo que no. Quizá fuimos al Gato Tuerto.
—Sí, me suena que sí. ¿Y de eso cuánto hará?
—Pues como mínimo desde el verano pasado o así. Más de un año seguro.
—¿Qué tal Sara? ¿Sigue trabajando de traductora?
—Bien, como siempre. Sí, sí, lo último que ha hecho ha sido traducir una novela del francés. No recuerdo ahora mismo el título.
—Qué guay. Yo sigo allí todo el día metida en el museo.
—¿Como una momia?
—Jajaja, sí, pero sin las vendas. Pero bueno, no me quejo, se está bien.
La señora de la urgencia urinaria y su amiga habían terminado sus consumiciones y se pusieron en pie, no sin cierto esfuerzo debido a su considerable corpulencia, para pagar y marcharse.
—Bueno, ¿me vas a contar entonces eso tan misterioso a la par que importante que no me podías decir por teléfono?
—Sí, verás... Supongo que habrás leído o visto en las noticias lo del crimen de Moreda.
—¿El tío que presuntamente se arrojó al vacío desde el puente?
—Sí, ése. Pues resulta que su mujer, vamos, su viuda, es vecina de mi madre.
—Anda. —Lorenzo se inclinó hacia delante para escuchar mejor—. ¿Pero de hablarse y todo o sólo de saludar?
—No, no, de hablarse. De hecho tienen bastante relación; bueno, hablan siempre que se ven y eso, quiero decir.
—Ya. Imagino que estará destrozada.
—Sí, mi madre dijo que se la ve bastante mal, le pilló muy de sorpresa. Supongo que nadie se espera el suicidio de un ser querido —remarcó la palabra suicidio de una forma muy curiosa.
—Sigue, sigue —la apremió Lorenzo.
—Pues resulta que ayer me contó mi madre que le dijo Isabel, se llama así —aclaró—, que la había llamado la policía, porque se supone que estaban investigando porque no estaba claro si había sido un suicidio.
—Sí.
—Y la poli le dijo que cerraban el caso, que habían llegado a la conclusión de que sí, de que su marido se había suicidado sin ningún género de duda y que no había nada más que hacer. Que les dijese los datos de la funeraria y todo eso, que ya podía llevarse el cuerpo y enterrarlo en cuanto quisiera.
—Y no les creyó, ¿verdad?
—Vamos a ver, es que no le dieron explicación ninguna. Dijeron que se había tirado desde el puente y ya está, pero en las noticias se especulaba con la posibilidad de un asesinato, que era muy raro tirarse desde donde se tiró, que no hay casi barandilla a donde subirse, etcétera.
—Por supuesto no dejó ninguna nota de suicidio.
—No, nada de nada. Al menos que le hayan dicho a Isabel.
—¿Y la despacharon así sin más?
—Sí, sí, así tal cual. Ella quiso preguntarle cosas, pero nada, casi casi le colgaron el teléfono.
—¿Fue por teléfono? ¿Ni siquiera tuvieron la delicadeza de decírselo en persona?
—¡Qué va! Por eso te decía que era algo serio... Isabel le ha dicho a mi madre que va a encargarse de investigar porque ahí hay gato encerrado, que su marido no tenía conductas suicidas ni motivos aparentes para hacer lo que hizo, y que la poli la despachó de muy mala manera y está totalmente decidida a contratar a alguien o lo que haga falta para aclarar el asunto.
—Y ahí entro yo.
—Y ahí entras tú.
—Supongo que sabes que nunca he llevado un caso de asesinato. De hecho, ni siquiera ninguno relacionado con delitos de sangre. Hasta el momento sólo me he encargado de las típicas minucias, maridos y mujeres cornudos, adolescentes que se escapan de casa enfadados con sus padres, cosas así...
—Bueno, cuando mi madre me lo contó me vino a la cabeza que quizá te podría interesar. No sé, es un poco como las novelas negras que tanto te gusta leer, ¿no?
—Sólo que esto es real. Y hay un tipo muerto que ya no volverá a respirar.
—Ya... Yo sólo te avisaba por si acaso.
—No he dicho que no me interese... —Se quedó unos segundos reflexionando mientras miraba al infinito—. Es más, sí que me interesa.
—Vale, en ese caso tengo que llamar a mi madre para que le diga a Isabel que vas a ir al funeral.
—Que es a las seis de la tarde, según deduzco de lo que me dijiste ayer.
—Sí, a las seis en tu iglesia: San Lorenzo. ¿Sabes cuál es, no?
—La de los Campinos.
—Sí, ésa.
—¿Y crees que querrá contratarme? No tengo experiencia previa en este tipo de asuntos...
—Mi madre dijo que está desesperada, quiere conocer la verdad a toda costa. No veo por qué no te habría de contratar...
—Ya, visto así...
—De todos modos, yo no te puedo prometer nada. Simplemente le digo a mi madre que le diga que va a ir un detective al funeral y os veis allí y habláis. —Se terminó la bebida y empezó a revolver su bolso en busca del teléfono móvil.
—Matízale que va a ir un detective joven. Si no, si me ve aparecer allí, sin experiencia y con cara de guaje, igual me toma a chirigota.
—Vale, se lo diré. —Finalmente logró dar con el móvil y se dispuso a hacer la llamada. Entretanto, Lorenzo se acabó su refresco y se quedó mirando pensativamente la pantalla de televisión donde ahora se escuchaba Dame una señal, del grupo mexicano Maná.
Ay, no lo puedo soportar, no me quiero derrumbar. Mándame un mensaje, una señal, manda una señal de amor, manda una señal amor.
La llamada de Ana fue breve y concisa y aparentemente satisfactoria.
—Bueno, pues ya está.
—Muy bien. Tendremos que ir marchando, ¿no?
—Sí, dame un minuto que voy a ir al baño.
—Vale, voy pagando mientras.
—Me tocaba a mí, creo —objetó ella, aunque sin demasiada convicción.
—Da igual, hoy invito yo. Encima que me consigues trabajos de detective de película...
—Vale, está bien —sonrió—. Pero que conste que no es fijo que te vaya a contratar, ¿eh? Luego no me eches la bronca si las cosas no salen bien.
—Descuida.
Mientras Ana iba al servicio, Lorenzo cogió el papel con la cuenta, sacó de un bolsillo interior de la cazadora su cartera de piel marrón y buscó un billete de cinco euros. Se levantó y fue a pagarle a Cara Pez. Después, esperó brevemente a Ana y salieron del local. Según salían por la puerta, comenzó a sonar una canción de Alejandro Sanz. «Justo a tiempo, de la que nos hemos librado» pensó, aunque no dijo nada porque sospechaba a que su amiga sí le gustaba el cantante.

 

Faltaban aún diez minutos para las seis de la tarde pero hacía tiempo que la iglesia de San Lorenzo estaba llena. Situada en una céntrica zona denominada Los Campinos de Begoña, se trataba de una iglesia construida a finales del siglo XIX, inspirada en el estilo gótico-medieval, con abundantes vidrieras, un tríptico realizado por el gijonés Nicanor Piñole y la escultura de la Virgen con el Cristo resucitado, obra del también gijonés Joaquín Rubio Camín.
Pero no era su notable interés artístico lo que había congregado aquel día a propios y extraños sino el funeral del «suicida del parque de Moreda», para deleite de los amantes del morbo y para desgracia de la viuda, Isabel Sampedro, que hubiese preferido una ceremonia mucho más discreta y sin tanta afluencia de público, lo cual, en cualquier caso, hubiese sido algo utópico, dada la relativa importancia de la empresa para que la trabajaba su marido. De hecho, mirones al margen, los compañeros de empresa de su difunto esposo habían sido de los primeros en acudir. Habían llegado prácticamente todos a la vez, vistiendo discretamente de negro o gris oscuro, y encabezados por la junta directiva de AGISS, alguno de cuyos miembros había trabajado codo con codo con Ricardo Castillo. Se fueron acercando a Isabel para darle el pésame y después buscaron ubicación en los concurridos bancos de la iglesia.
Isabel, que lucía un discreto abrigo negro, que sin duda tenía que estar haciendo que se muriese de calor, y unas algo menos discretas gafas de sol también negras, éstas para disimular las ojeras y la irritación ocular, había estado un buen rato observando a la multitud allí agrupada, tratando de establecer contacto visual con Patricia Cornejo, aunque no había dado con ella; de todos modos, ¿qué importaba ya? No tenía nada de qué hablar con esa mujer, lo único que le interesaba en esos momentos era acabar cuanto antes con toda la parafernalia del funeral, enterrar a su marido y comenzar a vivir su nueva vida.
Pero ella no era la única que se estaba dedicando a observar a la muchedumbre. Lorenzo también procuraba no perder detalle. De hecho, había llevado consigo una pequeña libreta y un boli, que había guardado en el bolsillo trasero de sus pantalones, y se conformaba de momento con tomar nota mental de cuanto acontecía para poder a posteriori anotarlo en la libreta si era menester. Tras su café con Ana, había pasado por casa para cambiarse su excesivamente alegre camisa verde por una sobria camisa negra. Afortunadamente, se había puesto una de manga corta, lo que le ayudaba ligeramente a soportar el horrendo calor de la iglesia. La elevada temperatura de aquel día, acompañada de la clásica humedad reinante en Asturias durante todo el año, habían convertido al templo en una auténtica sauna y el sudor se le acumulaba en la frente. Se había sentado en uno de los bancos del fondo, desde donde podía contemplar con claridad todo lo que ocurría por delante de él, así como percatarse de las entradas y salidas de la gente. Patricia Cornejo, la amante «oficial» del difunto Ricardo Castillo, había logrado encontrar acomodo en un banco central, rodeada de gente por todos lados, de forma que llamase la atención lo menos posible a aquéllos que pudiesen estar enterados de su relación con el fallecido, que no eran muchos exceptuando a sus colegas de trabajo y a la viuda.
El coche fúnebre hizo, por fin, acto de presencia unos tres minutos antes de las seis y, entre dos miembros de la funeraria y un par de voluntarios, sacaron del coche el ataúd y lo introdujeron en la iglesia, mientras el sacerdote que iba a oficiar el funeral esperaba pacientemente en el altar. El ataúd, por deseo explícito de la viuda, así como por sentido común, dada la naturaleza de la muerte, permaneció cerrado durante todo el servicio religioso, evitando aumentar las habladurías de la gente respecto al presunto suicidio u homicidio. La ceremonia fue breve y el sacerdote, pese a no conocer personalmente al finado, habló con cierta emotividad de él, obviando, por supuesto, entrar en el espinoso tema de las circunstancias de su muerte, y centrándose en su trabajo, su familia y sus amigos, como era lo normal en esos casos.
Tras el funeral, algunos de los familiares, amigos y conocidos que aún no habían tenido la oportunidad de hacerlo, se dirigieron a Isabel para mostrarle sus condolencias. Lorenzo, que seguía examinando cuidadosamente a los asistentes, alcanzó a divisar entre ellos a una mujer cercana a los sesenta años, de pelo teñido de rubio, complexión estándar y con rasgos parecidos, aunque con unos treinta años más, a los de su amiga Ana, en quien creyó identificar, por tanto, a la madre de ésta, que también había acudido a darle el último adiós al marido de su vecina.
Cuando al fin la gente dejó un poco libre a Isabel, Lorenzo se le aproximó sigilosamente antes de que tuviese tiempo de volver a ponerse las gafas de sol, que se había quitado justo antes de comenzar la ceremonia.
—La acompaño en el sentimiento. —La viuda le miró inicialmente extrañada. Seguramente habría olvidado la presencia del detective en el funeral—. Soy amigo de Ana —se presentó—, la hija de Margarita, su vecina.
La mujer pareció recordar súbitamente el tema.
—Ah, sí, ya recuerdo. —Le dio la mano a modo de saludo—. ¿Es usted... le puedo tutear? Se me hace raro llamar de usted a alguien que podría ser mi hijo. —Lorenzo asintió con la cabeza—. Eres detective, ¿no es así?
—Sí, así es —bajó el tono una octava mientras algunas personas rezagadas pasaban junto a Isabel despidiéndose de ella—. Usted no cree que haya sido un accidente, ¿verdad?
—Si de algo estoy segura es de que Ricardo jamás habría hecho algo así. Puede que tuviese muchos defectos —su rostro, desprotegido sin las gafas, mostraba visibles síntomas de haber estado llorando, aunque su voz se mantenía por el momento bastante serena—, pero amaba demasiado la vida como para tirarse desde un puente. No, rotundamente no, me parece imposible que hiciese una cosa así.
El tono había sido pausado pero firme. Estaba convencido de que ella no creía la versión de la policía.
—Bien. Entiendo que éste no es el momento ni el lugar. —Nuevamente se interrumpió. Un miembro de la funeraria había entrado en la iglesia y hacía gestos con las manos a Isabel para que acudiese—. Sé que ahora tiene que irse, pero si está interesada en contratar mis servicios y poder averiguar realmente qué fue lo que le pasó a su marido, podemos vernos mañana o cualquier otro día que le venga bien y ponernos manos a la obra —dijo, tendiéndole la tarjeta con su número de teléfono.
—Sí, de acuerdo. —Cogió la tarjeta sin apartar sus ojos de los del detective, que también le mantuvo la mirada—. Ya te llamaré. —Hizo un gesto de asentimiento al hombre de la funeraria y abandonó la iglesia.
Lorenzo Blanco y los crí­menes inoportunos
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