XLVII Pánico escénico

 

 

«—¿Quién mató al Comendador?
—Fuenteovejuna, señor»
Fuenteovejuna (Lope de Vega)

 

Apenas habían pasado diez minutos desde el SMS de Isabel cuando Lorenzo la llamó desde un teléfono público a un par de manzanas de su casa.
—¿Diga?
—Soy Lorenzo. ¿Cómo le ha ido?
—Me puse muy nerviosa, no sé si habré metido la pata...
—No se preocupe, seguro que todo saldrá bien. ¿Dónde se encuentra?
—Camino de casa.
—Pues deténgase. Tenemos que vernos en persona para que me diga qué le preguntaron y qué les dijo usted.
—¿Dónde nos vemos? ¿En Isabel la Católica otra vez?
—No, será mejor cambiar, por si acaso. ¿Le parece bien vernos por Begoña, o le queda muy a desmano?
—No, puedo coger el autobús e ir a donde sea.
—Muy bien. ¿Donde el teatro Jovellanos por ejemplo?
—De acuerdo.
—¿Cuánto cree que tardará? ¿En media hora o así le dará tiempo a llegar?
—Supongo que sí.
—Perfecto. Son las siete menos cuarto. ¿Nos vemos ahí hacia las siete y cuarto? No se preocupe si tarda un poco más, la estaré esperando.
—Muy bien.

 

El reloj-termómetro situado junto a la oficina central de Correos señalaba veinticinco grados; lo que no marcaba era la humedad relativa del aire pero, como siempre en Gijón, y máxime en verano, se situaba entre el ochenta y el noventa por cien, con lo que la sensación de bochorno era horrorosa. Lorenzo, sudoroso, subió la cuesta de la calle Fernández Vallín. En la acera de la derecha, se encontraban el casino y el hotel Hernán Cortés. Lorenzo, sin embargo, subió deliberadamente por la acera de la izquierda, y se detuvo brevemente ante el escaparate de la bombonería Gloria, especializada en bombones artesanos, tan atractivos a la vista como ricos al paladar, como había podido comprobar en numerosas ocasiones.
Terminó de subir la cuesta, giró ahora sí hacia la derecha y se adentró en el paseo de Begoña, una calle céntrica y peatonal, repleta de establecimientos comerciales donde se podía encontrar desde tiendas de ropa y zapaterías hasta sucursales bancarias, pasando por bares, cafeterías, terrazas... y una gran zona ajardinada, con un parque infantil y un templete de música. Alzó la vista en dirección al teatro Jovellanos para ver si Isabel ya había llegado pero no la vio. Entró en el kiosco Favila, un local con un gran surtido de prensa, revistas, pasatiempos y coleccionables de todo tipo, así como patatitas, gominolas y demás chucherías, y se entretuvo unos cuantos minutos hojeando las revistas deportivas, las únicas que realmente le interesaban.
—¿Tienes idea de cuándo saldrá la Guía Marca de la Liga? —le preguntó a la dependienta.
Ésta, una mujer robusta de pelo largo y rojizo, le contestó amablemente:
—Aún no nos han dicho nada, pero me imagino que lo anunciarán estos días, así que supongo que la tengamos para la semana que viene o así. Es cuando suele salir todos los años.
—Perfecto. Muchas gracias.
Salió del kiosco y se acercó al teatro, que quedaba casi en frente. El Teatro Jovellanos era el único que quedaba dentro del casco urbano de Gijón y tenía un enorme recorrido a sus espaldas. Inaugurado en 1899, a lo largo de su centenaria historia había ofrecido todo tipo de espectáculos, desde obras de teatro a conciertos, pasando por ballet, danza, circo, festivales de cine... Lógicamente, había tenido que ir adaptándose al paso del tiempo, sufriendo remodelaciones en varias ocasiones, la más reciente de ellas el pasado año 2009, reabriendo sus puertas al público en enero del presente año.
Su céntrica ubicación también le permitía servir como punto de encuentro, así que Lorenzo no se extrañó en absoluto de ver cómo, mientras esperaba a Isabel, una pareja de veinteañeros primero, y un grupo de cuatro amigas después, se reunían a las puertas del teatro. La viuda apareció poco después. Caminaba con paso firme y decidido por delante del histórico Café Dindurra cuando Lorenzo la divisó.
—Estoy aquí —dijo el detective en un tono bajo aunque audible.
—Hola —contestó acercándose—. ¿Dónde quieres que hablemos?
Lorenzo señaló uno de los bancos del paseo, frente al teatro. Ambos tomaron asiento, uno al lado del otro.
—Bien, ahora quiero que me diga, con tranquilidad, todo lo que recuerde del interrogatorio.
—Yo intenté estar tranquila, en serio que lo intenté —comenzó— pero la verdad es que me tendieron una especie de trampa.
—¿Qué trampa?
—La mencionaron a ella.
Se lo imaginaba pero tenía que preguntarlo para estar completamente seguro.
—¿A Patricia?
Isabel asintió en silencio. Se la notaba alterada. No, no sólo alterada, «cabreada» sería un término más apropiado, en opinión de Lorenzo.
—Bueno, empecemos por el principio.
Y así lo hizo, relatándole todo cuanto logró recordar, terminando con el espinoso asunto de la bebida:
—Me preguntaron si tenía problemas con el alcohol... Bebo a veces, como todo el mundo, especialmente en momentos de tensión o estrés. Imagino que tú ya lo habrías deducido.
Lorenzo dijo que sí con la cabeza para no interrumpirla.
—Y al final me lo dijeron, lo que tú ya me habías dicho esta mañana: que murió envenenado, y que fue después cuando lo empujaron desde el puente. Y que es posible que hablen de nuevo conmigo.
—Bien... No veo que haya ido tan mal la cosa.
—Me cabreé mucho cuando la nombraron. Ah, y también la han interrogado a ella. Una hora antes que a mí.
—Así que van en serio —murmuró, más para sí mismo que para Isabel—. Gracias por contármelo. Me es de gran ayuda.
—Crees que sospechan de mí, ¿no?
—¿Sinceramente? Supongo que la tienen en su lista de sospechosos. —Le vino a la cabeza su propia tabla. Cambió rápidamente el chip para seguir hablando—. De todos modos, no tiene por qué preocuparse más de la cuenta. Están haciendo lo que usted quería desde un primer momento, tratar de encontrar al asesino de su marido. La verdad saldrá a la luz, antes o después.
Bien sea a través de ellos o de mí, le faltó por decir.
—¿Y ahora?
—Usted decide: puedo seguir investigando o puedo retirarme y dejar a la policía hacer su trabajo.
Cruzó los dedos internamente.
—¿Estás de broma? No quiero que lo dejes. Me fío más de ti que de ellos. Al menos tú has sido franco conmigo desde el principio.
—Perfecto. Seguiremos en contacto entonces.
—¿Qué hay de Margarita?
—Por el momento, siga sin hablar con ella por favor.
—¿Crees que corre peligro por mi culpa?
—No, y en cualquier caso no es por su culpa. Yo me encargo del tema. Ahora descanse un poco, vaya a casa y métase en la bañera, o vea una película o lea un libro o haga cualquier cosa que le relaje. Sin duda, la policía volverá a llamarla. Manténgame informado de lo que le vayan diciendo.
—Lo haré.

 

La llamada de Miguel no le pilló en absoluto por sorpresa, lo que sí que no se esperaba era que éste hubiese tenido aquella idea, algo disparatada, pero interesante a fin de cuentas. Esta vez estaban en casa del detective, y Sara participaba activamente en la conversación.
—No sé qué pensará Loren, pero a mí me parece una idea genial.
—A mí también —se apuró a decir—, ¿cómo es que nunca me habías hablado de él? Tiene pinta de ser todo un personaje...
—Eso tengo entendido. No te lo había mencionado porque no me acordé de él hasta esta tarde —se pasó la mano por la cabeza—, y porque además ya te digo que no lo conozco personalmente, sólo a través de Chus.
—¿Y crees que podré hablar con él mañana mismo?
—Anticipándome a tu pregunta, me tomé la libertad de llamar a Chus para que hablase con él y te diese cita para mañana. Se supone que vas de su parte.
—Perfecto.
—¿Por lo demás qué tal, algún avance respecto a ayer?
Lorenzo le contó los detalles de su doble reunión con la viuda y las pesquisas policiales.
—Así que ahora tienes competencia.
—Eso parece.
Sara recordó algo de pronto y se echó a reír. Miguel enarcó una ceja en señal de pregunta.
—Es que me estoy acordando de la llamada de hace un rato... Resulta que nos llaman de Vomistar...
—Qué pesadez de gente.
—Sí, la verdad. Bueno, pues descuelga Loren y pone el altavoz, y empieza a hablar con la voz muy grave, como si fuese un vieyu, tomándole el pelo al pobre sudamericano. Primero que ese tema no lo llevaba él, que le pasaba a su hijo, y va y cambia la voz. Y luego ya chifló del todo y empezó a contestarle bobadas en asturiano...
Y eso que nun sé falalu mu bien.
Yes mundial —intervino Miguel.
—Tenías que haberlo visto, yo me moría de risa... Entró en modo «Terapia de grupo»15 y venga a tomarle el pelo jajaja. Y ya para acabar de rematar la faena... —Le entró la risa de nuevo. Fue el propio Lorenzo quien terminó la narración:
—Nada, al final le dije lo típico de «espere que le paso a Fulano. No se retire, por favor». Y entré en el baño con el teléfono y tiré de la cadena acercando el auricular.
—Jajaja. Vaya fenómeno estás hecho.
¿Qué quies, fíu? Ye lo que hay.
—A mí me da un poco de pena porque la persona que llama no tiene la culpa —dijo Sara.
—Es cierto —reconoció Lorenzo—. Por ese motivo les tomo el pelo; si no, les mandaría directamente a tomar por ahí. Los culpables son sus jefes, los que deciden que la mejor estrategia para vender es ofrecerte machaconamente algo que no quieres ni te interesa ni has solicitado, llamándote una y otra vez, a cualquier hora del día o de la noche. Si tuviese que confeccionar una lista de las cosas, personas o entes que más odio en el mundo, sin duda las compañías de teléfono e Internet estarían en ella, superadas eso sí por la clase política y los bancos.
—¿Y qué me dices de las compañías aéreas? —apuntó Miguel—. Sus precios abusivos, sus tasas varias: por llevar maleta, por escoger asiento... y lo mejor de todo, sus gastos de gestión por pagar por Internet.
—En realidad ahora cualquier cosa cobra tasas por hacer las —entrecomilló en el aire— «gestiones» por Internet; encima que no tienen que hacer nada ellos...
—¡Y también cobran por usar la tarjeta de crédito! —recordó Miguel.
—Salvo que sea de débito —apuntó Sara.
—En muchas páginas el sistema no te permite seleccionar la de débito; mejor dicho, sí te deja seleccionarla —se autocorrigió Miguel—, pero luego da un error raro...
—... y acabas teniendo que marcarla como de crédito aunque no sea —completó la frase Lorenzo.
—Sí, y luego dicen que es un error telemático... ¡y un huevo!
Los tres habían experimentado en carne propia lo que estaban contando. Sabían muy bien de qué hablaban.
El «teleco» miró su reloj de pulsera.
—Bueno, os dejo, que ya va siendo tarde.
—De eso nada. Te quedas a cenar, que te lo debo de ayer. ¿O tienes torneo justo ahora?
—Tengo el de motos esta noche, en una hora aprox... Mejor otro día, si no os importa.
—Vale, pero queda pendiente.
—Descuida.
Lorenzo Blanco y los crí­menes inoportunos
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