LVI El topo y la fuente

 

 

«Nos reímos del honor y luego nos sorprendemos de encontrar traidores entre nosotros»
CS Lewis

 

Esa misma tarde, mientras Lorenzo echaba un vistazo a los periódicos digitales, tratando de olvidarse un rato de la vorágine de acontecimientos de los últimos días, creyó recordar algo. Estaba leyendo un mordaz artículo que criticaba con dureza el nepotismo en los países de Oriente Medio, lo cual no dejaba de resultar irónico teniendo en cuenta lo habitual que era esa práctica en los países presuntamente democráticos y civilizados del primer mundo, cuando cayó en la cuenta de que alguien le había hablado recientemente de algún familiar díscolo de algún alto cargo político. ¿De quién se trataba? No conseguía recordarlo. Hacía unos días, además, se había publicado una noticia en la prensa sobre algo parecido, algún escándalo menor protagonizado por algún pariente de alguna personalidad de la ciudad. Se estrujó los sesos durante unos instantes aunque sin éxito.
Aparcó por un momento la lectura de noticias serias para pasar a la sección de deportes. Acabado el Mundial de fútbol, toda su atención se concentraba en los campeonatos de Fórmula 1 y de Motociclismo. Por alguna de esas cuestiones inconcebibles e inexplicables del cerebro humano, fue mientras leía estas noticias cuando el recuerdo afloró a su mente: el fin de semana pasado habían pillado a un tío sumergido en la fuente de Pelayo, en la plaza del Marqués, con la gran cogorza y tras haberse peleado con algún otro energúmeno como él. Pero no se trataba de un tío cualquiera, sino de un pariente de alguien importante, ni más ni menos que del jefe de policía. ¿Quién le había comentado algo parecido hacía poco? En seguida hizo la conexión mental: Goyo, alias Tino Casal. Tendría que volver a hablar con él, quizá todo aquello tuviese que algo que ver con la reapertura del caso de Moreda.

 

Jacobo Arjona no había ojeado los periódicos esa mañana, pues de lo contrario ya habría estallado en cólera. Eso, al menos, debieron pensar Carlos Diges y Julio Vega, tercer y cuarto tenientes de alcalde, cuando picaron en la puerta de su despacho el martes por la tarde.
—Adelante.
—¿Tienes un momento?
El mandatario levantó la vista. Cojonudo. Pili y Mili. ¿Qué narices querrían? Se quedaron de pie frente al escritorio, sin atreverse a sentarse.
—¿Y bien?
—Sólo queríamos preguntarte si habías visto...
—Ya sabes —se interrumpían el uno al otro, sin saber cómo enfocar el asunto—, en la prensa...
—¿Lo de Rabanal, el mindundi ese que vosotros mismos, si mal no recuerdo, me dijisteis que era el primo segundo del alcalde? Claro que lo he visto. —Se lo veía alegre. No iba a durar mucho.
—Sí, eso está muy bien... Pero nos referíamos a otra cosa. Una noticia que han publicado hoy en El Comercio.
—Pues la verdad es que no la he visto. ¿Me lo contáis o qué?
—Será mejor que lo veas tú mismo. Está en la edición digital también.
—No quiero mirarlo en Internet, quiero que me lo digáis ya. No tengo ganas de perder el tiempo con el puñetero ordenador...
—Se ha publicado un artículo que no nos deja en muy buen lugar. A toda la Junta, tú incluido.
—¿Qué artículo? ¿De qué habla?
—De corrupción urbanística, recalificación de terrenos, empleo fraudulento de parte del presupuesto municipal...
—¡Me cago en la puta de bastos! ¿Cómo coño ha salido eso? ¿Hay datos concretos? ¿Quién coño lo ha publicado?
Carlos y Julio conocían el carácter de Jacobo e imaginaban su reacción, pero con todo y con eso no estaban totalmente preparados para hacerle frente.
—El artículo no lleva firma —aclaró Carlos—. Hay algunos datos concretos y otros más generales.
—Parece una filtración —apuntó Julio—. Si no, es imposible que hayan podido averiguar ciertas cosas.
—Joder... ¿Tenéis aquí El Comercio?
—No, pero te lo podemos enseñar en el ordenador.
«Madre, qué inútiles», pensó, pero se lo calló. Aquello sí que no se lo esperaba. Le enseñaron la noticia en Internet y le preguntaron si podían hacer algo. Los echó del despacho con poca diplomacia, aunque conteniéndose lo suficiente como para no mandarles a tomar por culo, que era lo que deseaba. Tenían un topo en su junta. Lo que le faltaba.

 

—Lo siento, de verdad.
—¿Que lo sientes? ¿Que lo sientes?
Guillermo Rabanal se esforzaba por parecer sincero.
—No tienes ni idea de cuánto me estás perjudicando con todas tus gilipolleces. Te pedí una cosa, y una sola cosa —siguió diciendo el jefe de policía—. Que te fueses de vacaciones, que te marchases de aquí. Incluso te di el dinero.
—Ahora mismo no puedo devolvértelo... —balbuceó Guillermo.
—¡No te estoy pidiendo eso! ¿Pero en qué idioma hablo? No quiero que me devuelvas el puñetero dinero, no es cuestión de dinero, hombre. Es cuestión de... dignidad. ¿Sabes lo que es eso? —Ni siquiera se atrevía a levantar la vista ante la invectiva de Ramón. Éste continuó—: Ya te lo dije antes de marcharte, que pasases un tiempo fuera, que no me dieses más problemas. Pero tú erre que erre.
Una pequeña pausa propició que su primo segundo se aventurase a decir:
—Te prometo, te juro que cambiaré. Voy a cambiar, en serio.
Ramón evocó en su mente aquella canción de La Fuga. ¿Cómo decía el estribillo? Vivo más de noche que de día, sueño más despierto que dormido, bebo más de lo que debería, los domingos me suelo jurar que cambiaré de vida.
—¿Así que vas a cambiar de vida?
—Sí, te lo juro.
—Me encantaría creerte...
—Lo digo en serio.
—Yo también, Guillermo. Ése es el problema, que me encantaría pero no puedo. No voy a seguir sacándote de líos. No me lo puedo permitir, soy el comisario de esta ciudad, por si no te habías dado cuenta, y no puedo seguir limpiándote el culo. No puedo ni quiero. Estoy harto.
Guillermo intentó seguir hablando, pero era inútil. Su primo y, muy posiblemente, único valedor acababa de darle la espalda. Y esta vez parecía que era la definitiva. ¿Qué iba a ser de él ahora? Por primera vez estaba solo, completamente solo en aquella jungla de asfalto.

 

—Me alegro de volver a verte, ¿algún avance en la investigación?
Gregorio «Goyo» Benavides hablaba y gesticulaba con la misma afectación que tres días antes. Parecía, eso sí, contento de que Lorenzo estuviese de nuevo en su peluquería, en la que sólo estaban ellos dos pues pasaban ya veinticinco minutos de su hora de cierre.
—Gracias por recibirme. En realidad, quería pedirte datos sobre alguien. El otro día me parece que mencionaste a un pariente del comisario que siempre andaba metido en jaleos...
—Ah, ya. —Se atusó los bigotes—. Guillermo Rabanal —afirmó con convicción—. ¿Has visto la que armó en la plaza del Marqués, no? Salió en la prensa y todo. —Ahora Lorenzo ya no tenía ninguna duda de que hablaban del mismo hombre—. Creo que está desmadrándose más de la cuenta.
—Sí, eso parece.
—¿Qué necesitas saber?
—Cualquier cosa que sepas sobre él y que no sea de dominio público.
—Veamos... Según he oído —Lorenzo prefería no preguntar dónde ni por qué—, llevaba unos cuantos días fuera de Asturias. El propio Ramón Candela, el jefe de policía, ya sabes, le había pagado unas vacaciones para que dejase de incordiar por aquí. Y ya ves para qué, nada más llegar vuelve a cagarla.
—¿Vive solo?
—Sí, eso creo.
—¿Novia, hijos secretos...?
—No he oído nada de eso. Sus vicios son el juego y la bebida, y muchas veces los combina. Dicen que le han echado del casino un montón de veces; de hecho hay días que ni le dejan entrar, según quién esté de segurata.
—¿Drogas?
Entornó los ojos como reflexionando.
—No podría jurarlo, pero diría que no.
De perdidos al río. Hizo la pregunta que tenía en la cabeza:
—¿Crees posible que Rabanal esté implicado en el crimen de Moreda y que, por ese motivo, hubiesen cerrado inicialmente la investigación?
—¿Para cubrirle las espaldas? Hombre, podría ser pero... —Se rascó las mejillas con ambas manos; no parecía prurito, debía ser sólo parte de su pose de pensador bohemio—. No sé, no me parece que vayan por ahí los tiros. Sinceramente, no sé qué decirte.
—He estado dándole vueltas al tema y me parece que tiene que haber algún tipo de relación entre ese tío, pariente del jefe de policía, y que el caso se haya cerrado y reabierto. Alguien ha tenido que presionar para sacarlo de nuevo a la luz.
—También podría ser una cortina de humo —apuntó Goyo.
—¿Para? ¿Y orquestada por quién?
—Es sólo especulación, pero...
Lorenzo le apremió para que hablase.
—... ¿y si alguien está haciendo chantaje al comisario para que no investigue lo de Moreda?
—Y utilizan para ello al zoquete de su primo. Candela se ha encargado siempre de ocultar las movidas de Rabanal —teorizó Lorenzo—; alguien quiere que no se aclare el crimen de Moreda, por algún motivo que aún desconocemos, y amenazan a Candela con publicar en la prensa las majaderías de Rabanal, así que lo manda de vacaciones para quitárselo de en medio. Entonces reabre el caso y ejerce como poli, pero el imbécil de su primo regresa antes de tiempo y la vuelve a liar. La historia se publica en la prensa como medida de represalia para que cesen las pesquisas.
El peluquero sonreía, complacido de que el detective le hubiese seguido el juego.
—Goyo, creo que me has ayudado mucho.
Se marchó de allí, esta vez sin tararear ni reírse entre dientes. Tino Casal parecía una fuente muy interesante.
Lorenzo Blanco y los crí­menes inoportunos
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