LVII ¿Hablas conmigo? ¿Me lo dices a
mí?
«El hombre del espejo era grande, de cuerpo
chato y rostro enjuto. Uno de sus ojos grises era mayor que el otro
y se hinchaba y oscilaba como el ojo de la conciencia. El otro ojo
era pequeño, de mirada dura y astuta. Permanecí inmóvil por un
instante, fascinado por mi propio rostro deformado y la habitación
misma invertida como uno de esos dibujos con trampa de los tests
psicológicos»
La piscina de los
ahogados (Ross Macdonald)
Felipe Pastor salió de la comisaría con la
misma expresión bonachona y de aparente impasibilidad con la que
había entrado. Maxi y Daniel no habían sacado nada en limpio del
bigotudo excompañero de Ricardo. Parecía como el cuento de los tres
monos sabios: no había visto nada, no había oído nada y, en
consecuencia, no había dicho nada. Luego le había llegado el turno
a Luis Carrera que, a diferencia de Felipe, se mostraba
extremadamente nervioso, sudando a mares enfundado en su costoso
traje. Los policías les habían citado con un intervalo de quince
minutos para que fuese inevitable un careo por el pasillo de la
comisaría. Cuando se cruzaron, las miradas estuvieron acordes con
la personalidad de cada uno: Felipe se limitó a encogerse de
hombros, mientras Luis suspiró ligeramente aliviado de no ser el
único al que sometían a aquella tortura.
—Ya se lo dije a aquel investigador privado.
—Lo nombró, sólo que aquel nombre, Miguel Ángel Montero, no
concordaba con el nombre real de Lorenzo Blanco. Ambos policías
tomaron nota del detalle, aunque no interrumpieron a Luis—. Lamento
muchísimo la muerte de Ricardo, pero no tengo ni idea de qué pudo
suceder.
—Usted era su jefe, ¿lo conocía bien?
—Más que jefe, yo era su supervisor
—matizó—. Él tenía plena... tenía bastante libertad para negociar y
llegar a acuerdos con otras compañías.
—¿Y era bueno negociando?
—Sí, sin duda.
—¿Han contratado a alguien para suplir su...
pérdida? —preguntó Daniel con tacto.
—De momento no.
—¿Quién hace su trabajo?
—Por el momento soy yo el que... se está
encargando de... de sus asuntos. —Titubeaba en casi todas las
frases, por triviales que fueran. ¿Fruto de los nervios o de la
culpabilidad? Maxi no lo tenía muy claro; Daniel lo miraba con más
benevolencia.
Aún estuvieron otros diez minutos haciéndole
las preguntas de rigor, las mismas que Lorenzo le había hecho ya
con anterioridad y que apenas habían obtenido respuestas
satisfactorias. Le dejaron irse, no sin antes meterle el miedo en
el cuerpo:
—Procure estar localizable y disponible por
si tenemos que volver a hablar con usted. Estamos hablando de un
caso muy serio, asesinato ni más ni menos. —A Maxi le encantaba
ejercer de «poli malo».
—¿Tú qué piensas, chico? —preguntó Maxi, cuando se quedó a solas con
Daniel.
—No parece que sepa nada de nada.
—Ésos son los más peligrosos. Tenlo siempre
presente.
Luis casi tropieza con Esteban Zúñiga de la
que abandonaba el edificio.
—¿Tú también? Esto parece una conspiración,
¿eh? —trató de bromear el primero. Esteban le miró con sus
penetrantes ojos verdes pero no dijo ni mu. Entró en la sala de
interrogatorios con su pose cínica tan característica y se sentó,
esperando a que comenzase lo que él consideraba «el juego». Maxi
decidió llevar el peso de la entrevista en este caso:
—¿Sabes por qué estás aquí?
—Porque me llamasteis para que
viniese.
—No te hagas el gracioso.
—Me limito a responder.
—Pues limítate a responder sin cachondeo,
¿estamos? —Asintió con la cabeza con escasa convicción—. Tú también
has hablado con Lorenzo, ¿no es así?
—Ese nombre no me dice nada.
—¿No has hablado con el detective?
—¿El pipiolo? Sí, he hablado con él. No
sabía cómo se llamaba.
—Pues ahora ya lo sabes. Él nos ha dicho que
tienes unas hipótesis muy interesantes respecto a la muerte de
Ricardo.
—¿Ah, sí?
—Mira, me estoy empezando a hartar de tu
sarcasmo. Contesta como Dios manda o te metemos un puro por
desacato a la autoridad.
—Conozco mis derechos, así que será mejor
que baje los humos... si es usted tan amable.
Daniel sujetó a Maxi, que estaba más que
dispuesto a caer en la provocación. El segundo se recompuso y
continuó:
—Está bien. Vamos a hacerlo por las buenas.
Cuéntanos lo que sepas sobre el asesinato antes de que me harte del
todo y te busques problemas.
—Yo no sé nada.
—¿Qué le dijiste al detective?
—Le dije que abriese bien los ojos. Lo del
suicidio no tenía pies ni cabeza, como vosotros mismos me habéis
confirmado. Le sugerí que mirase en otras direcciones.
—¿Como por ejemplo?
—Que se plantease las cuestiones obvias:
¿quién sale beneficiado con su muerte? ¿Quién no tiene coartada para el momento del crimen?
¿Quién tiene dinero o medios para contratar a alguna otra persona
para hacer el trabajo sucio? Las preguntas típicas que,
seguramente, vosotros ya habéis tenido en consideración.
¿Halago o desafío? Difícil de decir. Maxi
optó por dejarlo pasar.
—Perfecto. Empecemos, pues. ¿Te llevabas
bien con Ricardo?
—Razonablemente bien.
—¿Dónde estabas en el momento de su
muerte?
—Tendrías que concretar más, día, hora... Ha
pasado tiempo, no tengo un registro detallado de mis movimientos
las veinticuatro horas del día.
—La noche del viernes 9 al sábado 10 de
julio. En especial de madrugada.
—En ese caso es fácil. En mi casa,
durmiendo.
—¿Alguien puede corroborarlo?
—No lo creo, vivo solo. Tampoco —añadió con
desidia— puede nadie demostrar lo contrario.
—Ya veremos. ¿Qué tal es tu situación
económica?
—Estoy montado en el dólar. Doy fiestas en
mi palacete casi todas las semanas. Agentes —agregó, sin dar tiempo
a una réplica—, ya les dije por teléfono mis datos personales,
saben dónde trabajo y, sin duda, tienen forma de averiguar mis
ingresos, comprobar mis llamadas telefónicas e investigar todo lo
relativo a mi vida, cosa que harán, muy posiblemente, en cuanto
abandone esta sala así que, ¿para qué perder el tiempo con
preguntas cuya respuesta ya conocen o conocerán en breve?
—Haremos lo que tengamos que hacer. —A Maxi
le estaba costando bastante controlar su mal genio—. Contesta a mi
pregunta.
—No vivo mal pero no soy millonario ni mucho
menos. Si lo fuese, obviamente, no perdería el tiempo trabajando en
esta empresa. En realidad, ni en ésta ni en ninguna.
—Y, por supuesto, no mataste a
Ricardo.
—No.
—Ni sabes quién lo hizo.
—No.
—Y si lo supieses, o te enterases, nos lo
dirías.
—Se supone que es mi deber como
ciudadano.
—Ya.
Los policías intercambiaron una mirada de
«¿se te ocurre algo más que preguntarle?». Ninguno de los dos tenía
más que decir. Tampoco Esteban parecía interesado en aportar nada
más.
—Está bien. Puedes irte. Estate
localizable.
Se levantó sin abrir la boca y se fue, sin
molestarse siquiera en mirar a los agentes.
—Lorenzo tenía razón en algo —dijo Daniel en
cuanto volvieron a estar a solas—. El perfil psicológico que nos
dio de cada uno de los excompañeros de Ricardo se ajusta a ellos
como anillo al dedo.
—¿Ahora qué estás de parte del puto
detective?
—No te pongas a la defensiva, hombre. Sólo
digo que los tíos eran tal cual dijo él.
—Muy bien. Tenemos que comprobar las
coartadas de estos tres mendas.
—Y luego quizá deberíamos volver a hablar
con Lorenzo. Tal vez haya algo que no nos haya contado —propuso
Daniel.
—Tal vez.
Entretanto, Lorenzo llevaba casi toda la
tarde en el ordenador haciendo conjeturas y tratando de encontrar
algún tipo de conexión entre el crimen real y alguno literario o
cinematográfico cuando recibió el mail.
Al parecer, Miguel había avanzado bastante con su libro en los
últimos días y le mandaba un documento de Word con otro fragmento,
esta vez muchísimo más largo que el primero. «Me he saltado las
descripciones iniciales de los personajes y del entorno», le decía
en el mail, «para ir directamente al punto de la trama en la que
nos encontramos. Ya volveré luego al pasado e iré escribiendo lo
que falta, ¿o crees que debo escribirlo forzosamente en el orden
cronológico correcto?
Si ves que alguna cosa no cuadra del todo
con cómo ocurrieron las cosas es porque me he permitido alguna
licencia, espero que no te importe.
También quería preguntarte si te parece que
queda bien meter referencias (de todo tipo: cinematográficas,
musicales, televisivas, deportivas...) en la novela. Me suena que
algunos autores lo suelen hacer, ¿no? Yo he metido alguna, ya lo
verás, a ver qué te parece. Y, como siempre, puedes recomendarme
los escritores/libros que te parezca y hacerme todos los
comentarios que te dé la gana. Espero tus opiniones».
Abrió el archivo y se puso a leer. El texto
era fluido, dinámico y, sobre todo, ácido, mordaz, muy del gusto
del detective. Estaba escrito en tercera persona, aunque siempre
desde el punto de vista de Lorenzo, e incluía sus entrevistas con
Isabel Sampedro, con Jorge Martín y con los tres excompañeros de
Ricardo. A todos ellos les había denotado inicialmente con un
alias, a expensas de asignarles el nombre definitivo más adelante.
Hizo una primera lectura rápida y se asombró de la extraordinaria
facilidad de su amigo para sintetizar e ir al grano. Después se
recreó releyendo algunos de los pasajes:
Compañero1 miraba
el fondo del vaso con languidez. Su poblado bigote mojado por la
cerveza se agitó ligeramente cuando, al fin, contestó la pregunta
que Detective le había formulado casi un
minuto antes:
—Si de algo estoy seguro es que Finado nunca se habría suicidado.
(...)
Detective expresó
con su tono más fiero:
—Mire, tenemos que hacer esto por las buenas
o por las malas. Usted dirá.
Compañero2 era un
manojo de nervios. Tan elegante, tan pulcramente vestido, con una
buena posición económica y fama de hombre respetable, su pomposidad
se incrementaba con cada pregunta del detective. No parecía ser
capaz de manejar aquella situación. Y todo ello pese a que estaban
simplemente conversando, en la calle, sin ningún tipo de orden
judicial ni requerimiento de la policía. Aquel figurín, trasunto de
Niles Crane, probablemente se mease encima si fuese citado a
declarar en comisaría. Respondió a la pregunta del detective con
una evasiva:
—No sé nada... no puedo expresar nada más
que mi consternación ante tamaña tragedia.
¿Su consternación ante tamaña tragedia? ¿En
serio? ¿Qué tipo de mentecato hablaba así, por el amor de Dios?
Detective reprimió contestarle en sus
mismos términos y se limitó a repetir:
—Señor Compañero2,
es la última vez que se lo repito: limítese a contestar a mis
preguntas... salvo que prefiera una citación oficial.
Compañero2 tragó
saliva y comenzó a hablar, aunque tampoco es que dijese mucho de
provecho.
(...)
—¿Hablas conmigo? ¿Me lo dices a mí? Dime,
¿es a mí? —Mientras hablaba, apuntaba con su dedo índice, la mirada
dura, el gesto fiero—. ¿Entonces a quién demonios le hablas si no
es a mí? Aquí no hay nadie más que yo. ¿Con quién puñeta crees que
estás hablando?
Sonrió. Su doble en el espejo hizo lo
propio. Detective abandonó la habitación
y salió de casa. Estaba más que preparado para su cita.
Compañero3 llegó
con puntualidad británica. Vestía un traje discreto,
considerablemente menos caro y ostentoso que el de Compañero2. La plaza del Parchís estaba llena de
gente, como cualquier día soleado de verano. Miró con discreción a
todos lados y después escogió un banco con asientos a ambos lados y
se sentó de espaldas al sol. No tuvo que esperar mucho. El
detective se acercó sigilosamente y se sentó del otro lado, de
forma que quedaban casi espalda con espalda. Vaciló unos segundos
antes de decir:
—¿Recibiste mi mensaje?
—Si no, ¿qué demonios hago aquí?
—¿Disfrutar del verano?
Compañero3 esbozó
una sonrisa.
—Eres muy joven, ¿no?
—La edad es un concepto muy relativo. Sé lo
suficiente. He hablado con algunos compañeros tuyos: Compañero1 está bastante de acuerdo con tus
hipótesis; Compañero2, en cambio, está
demasiado asustado como para poder decir nada coherente.
—Compañero2
siempre ha sido un cagado —expresó Compañero3 con displicencia.
Hablaban al aire, sin mirarse, como en las
clásicas novelas de espías. Detective
sonrió pensando que cualquiera que les viese les asociaría
rápidamente con alguna escena de Ian Fleming o John Le Carré.
Afortunadamente, nadie les miraba.
—¿Qué es lo que quieres, para qué estoy
aquí?
—¿La verdad?
—Sí.
—Soy investigador. Detective privado. Sí, sé
que puede sonar a chiste pero es cierto. ¿Quieres ver mi
licencia?
Compañero3 se giró
ligeramente; Detective le imitó y por
primera vez se encontraron cara a cara.
—No hace falta. ¿Qué investigas?
—La muerte de tu compañero. Finado.
—La policía dice que se suicidó.
—La policía dice muchas tonterías...
—¿Ah, sí?
El tono del economista era cínico.
Detective le había investigado
previamente y sabía que era un apasionado de las teorías de la
conspiración. Sin embargo, de momento se mostraba algo apático.
Tenía que hacerle entrar al trapo y creía saber cómo
conseguirlo.
—Si te he citado aquí es porque la persona
que me contrató lo hizo para que yo descubra qué le ocurrió
realmente a Finado. Estoy hablando con
gente de su entorno y nadie tiene conocimiento o... agallas para
decirme nada. Pensaba que tú no eras como ellos. Pensaba que aún
había alguien con cojones para cuestionar el puto sistema. Me temo
que me equivocaba.
Hizo el amago de levantarse. Con escaso
entusiasmo, eso sí. Compañero3
claudicó:
—Espera. ¿Qué quieres saber?
—He oído que Finado tenía alguna amiguita. Al margen de su
mujer, ya me entiendes.
—Has oído bien.
—¿Conoces a alguna? Tengo entendido que son
varias...
—Al menos dos.
—¿Amante1 y
Amante2?
—Amante1 es una
pécora. La otra no sé cómo se llama, podría ser esa Amante2 que tú dices...
(...)
Como Compañero3 no
añadía nada más, Detective probó a
cambiar de tercio:
—¿Finado tenía
algún enemigo?
—¿Conoces a alguien que no los tenga?
—Alguno concreto, me refiero. Algún episodio
violento, complicado, de amenazas o algo así. En el trabajo
quizá...
—No se me ocurre nadie concreto.
—¿Quién ha ocupado su puesto?
—De momento Compañero2. Pero hablan de traer a alguien de
fuera.
—¿Sabes de alguien que se beneficie de su
muerte?
—Imagino que su viuda. Hereda y deja de
tener cornamenta. No parece mal cambio.
Detective tomó
nota de esa candidatura, aunque ya figuraba en su lista.
—¿Alguien más?
—La amante o amantes despechadas. Las
anteriores a ésa de fuera con la que está ahora.
Detective tuvo una
idea. La formuló interrogativamente:
—¿Sabes si cambiaba una por otra de forma
digamos "oficial" o estaba con varias a la vez, sin que ellas lo
supiesen, claro?
Lorenzo dejó de leer un segundo. En la
primera lectura había pasado por alto este detalle. El matiz de la
pregunta que planteaba su clon en la ficción escrita por su amigo
no se le había ocurrido a él y era ciertamente interesante. No era
lo mismo engañar a una mujer con otra, que engañar a varias
simultáneamente, haciéndole creer a cada una que era la única en su
vida. Esto podría cabrear mucho a cualquiera de ellas. ¿Tanto como
para matar? Quién sabe. Anotó mentalmente darle las gracias a
Miguel por su propuesta. Siguió leyendo.
—No lo tengo claro. Conociéndole, supongo
que cada una pensaba que era la única.
—¿Conociéndole?
—Era un donjuán, un seductor nato. Pero de
forma galante, ya sabes, le gustaba ir de flor en flor pero con
cada una tenía atenciones especiales, se esforzaba mucho en
ganárselas...
—Parece que lo conocías muy bien.
—Trabajamos juntos bastantes años. Si te
fijas un poco, es fácil ver de qué pie cojea cada uno.
—¿Se te ocurre, entonces, quién sería el
mejor candidato o candidata para acabar con él?
—Si yo tuviese planeado cargarme a alguien
—no aclaró si era sólo una hipótesis o había algo más—, estudiaría
con detenimiento la posibilidad de hacer un encargo.
—¿Contratar a alguien?
—¿Por qué mancharte las manos, pudiendo
evitarlo?
Antes de que pudiese terminar la relectura
de esta última escena, sonó el teléfono. Era un número oculto, pero
sabía muy bien de quién se trataba.