V Primera plana

 

 

«Lo peor es cuando has terminado un capítulo y la máquina de escribir no aplaude»
Orson Welles

 

A la mañana siguiente, el domingo 11 de julio, El Comercio, diario gijonés autoproclamado «decano de la prensa asturiana», abría su edición con la que era por méritos propios la noticia del día: la histórica final de la Copa del Mundo de fútbol que disputarían la selección española y la holandesa a las ocho y media de la tarde en la ciudad de Johannesburgo. En la portada había sitio también para el nuevo plan de vías de Gijón, un especial sobre la Semana Negra, una entrevista al actual alcalde gijonés, que anunciaba que volvería a presentarse a las elecciones del año siguiente, y una pequeña porción destinada a la otra noticia local del día, ésta en el plano de los sucesos: la misteriosa aparición del cadáver de un importante hombre de negocios bajo el puente de Moreda. En la página 19 se ampliaban algunos detalles: el hombre, al parecer, respondía a las siglas R.C.D., tenía cuarenta y cinco años, y trabajaba para la empresa AGISS. El finado había sido hallado pasadas las once de la mañana por un anciano y su nieto bajo el puente ubicado en las proximidades del parque de Moreda. Llevaba puesto un traje de ejecutivo y se encontraba medio oculto entre los matorrales. Se desconocían por el momento los motivos de su muerte, si bien la versión más extendida era que se había precipitado desde el puente, aunque se ignoraba aún si de forma intencionada o involuntaria. Las fuerzas y cuerpos de seguridad continuaban trabajando para dilucidar las causas de la muerte.

 

La llamada se había producido poco después de colgar a Patricia. Isabel aún no se había repuesto de la conversación con la amante de su marido cuando el teléfono comenzó de nuevo a sonar.
—Buenos días, ¿la señora Sampedro?
Ésta sintió un estremecimiento al oír la voz al otro lado de la línea. Esa desagradable sensación que se apodera de uno en ocasiones cuando cree conocer de antemano que le va a ser comunicada una desgracia.
—Sí, soy yo.
—Verá, señora Sampedro. Le llamamos de la policía. Su marido...
—¿Sí? —interrumpió, estremeciéndose de nuevo.
—Esto... Tenemos motivos para creer que su marido ha sufrido un accidente —dijo al fin el agente.
—¿Un accidente? —preguntó con un hilo de esperanza—. ¿Qué tipo de accidente?
—Pues verá... En realidad necesitábamos que viniese a identificarle, porque no sabemos a ciencia cierta si se trata de su marido o no y...
Impacientándose un poco:
—¿Pero qué clase de accidente ha sufrido? ¿Está... bien?
—Me temo que no. Hemos encontrado su cuerpo... Bueno, el que creemos que es su cuerpo, pero sería necesaria su identificación positiva lo antes posible para que el forense pueda posteriormente proceder a...
—¿El forense? ¿Es que ha... muerto?
—Sí, lo siento, la acompaño en el sentimiento.
Los sollozos ahogados se hacían notar en la línea. El policía esperó unos segundos y añadió:
—Siento mucho tener que pedirle esto, de veras, pero no hay otro remedio. Pasaremos a buscarla con un coche patrulla dentro de un rato para que nos acompañe, ¿de acuerdo?
—Sí... —alcanzó a contestar mientras se derrumbaba por completo, física y emocionalmente, sobre la mesa del recibidor.

 

Luisa Marqués-Bayón estaba terminando de recoger los platos al tiempo que veía en la televisión un informativo con noticias locales. Y pasamos ahora a la crónica de sucesos: ya se conoce la identidad del cadáver descubierto ayer en el parque de Moreda. Al parecer, su propia esposa, tras requerimiento policial, fue la que identificó positivamente el cuerpo sin vida de su marido, Ricardo Castillo, de cuarenta y cinco años, que trabajaba para la compañía AGISS. El hombre presuntamente se precipitó desde el puente ubicado en las inmediaciones del parque de Moreda, muriendo posiblemente en el acto como consecuencia del golpe. La policía no descarta, sin embargo, ninguna otra hipótesis y se van a tomar las diligencias oportunas para esclarecer los por ahora desconocidos motivos del trágico suceso. Luisa suspiró con una mezcla de nerviosismo y solemnidad, terminó de fregar los platos, apagó el televisor y, con decisión, se dirigió al teléfono.
—Comisaría de policía, ¿dígame?
—Hola, llamaba para... —Su voz sonaba algo engolada. Comenzó de nuevo, con mayor determinación esta vez—: Tengo información relacionada con el crimen de Moreda.
—¿Sí? ¿Quiere usted hacer una confesión? —Tapó el auricular y gesticuló a sus compañeros para que prestasen atención.
—Oh, no, yo... nada de eso. —Rio con cierto rubor—. Me refiero a que sé algo.
—Ah, claro. —Hizo un claro gesto de falsa alarma a sus compañeros y continuó al teléfono—. Dígame su nombre, por favor.
—Me llamo Luisa Marqués-Bayón.
—¿Y vive en?
—La calle Puerto de San Isidro, número 3. El piso es el 2º D.
—Bien... ¿Y dice que tiene información sobre el crimen del parque?
—Sí, vi algo... muy sospechoso —dijo con mal fingido misterio.
—Señora, va a tener que ser usted más específica.
—Me gustaría hablar con alguno de sus superiores.
—Necesito primero que me cuente algo más concreto. ¿Qué es lo que sabe o lo que ha visto?
—Vi al asesino.
—¿Vio usted al asesino?
—Sí... le vi ocultar el cuerpo y luego escapar corriendo.
—¿Está usted segura? Se trata de un asunto muy serio.
—Estoy completamente segura. —Ya no había atisbos de inseguridad en su voz.
—¿Cree que podría identificarle?
—Sí, eso creo.
—Bien, tendrá que venir a la comisaría a que le tomemos declaración. ¿De acuerdo?
—Sí, muy bien, agente.

 

Cimadevilla, o simplemente Cimavilla en asturiano, era uno de los lugares más emblemáticos de Gijón. En sus orígenes, había sido el clásico barrio marinero de pescadores en torno al cual se había creado la ciudad, pero con el tiempo se había convertido en uno de los lugares más concurridos en el ambiente nocturno y festivo gracias a sus calles peatonales, su cercanía a la mar y la multitud de sidrerías, chigres, bares y restaurantes de que disponía.
Además de su notable interés festivo y gastronómico, también poseía edificios y lugares de interés cultural, como el Museo Jovellanos, casa natal del escritor ilustrado Gaspar Melchor de Jovellanos, una fortaleza con dos torres a los lados, con un edificio que hacía de nexo de unión y una capilla anexa en donde estaba enterrado el literato; las Termas Romanas de Campo Valdés, donde se había habilitado un yacimiento-museo en el que se conservaban los restos de unas termas públicas de época romana; la Torre del Reloj, desde la cual se podían contemplar unas espectaculares vistas de la ciudad, y que había desempeñado diferentes funciones con el paso de los años, entre ellos la de cárcel, hasta la actual, como museo que albergaba la documentación derivada de las excavaciones arqueológicas realizadas en la ciudad; o el Palacio de Revillagigedo, inaugurado en 1991 tras un importante proceso de restauración, convirtiéndose en uno de los más prestigiosos espacios dedicados a las exposiciones temporales, con permanentes actividades incluyendo conferencias, cursos, proyecciones, etc.
Junto al barrio de Cimadevilla se encontraba el Ayuntamiento de Gijón, asentado en una céntrica zona de la ciudad. En la Plaza Mayor, aparte de la casa consistorial, se podían encontrar restaurantes, sidrerías, tiendas de souvenirs e incluso un hotel. Además la zona central se acondicionaba para conciertos y actuaciones musicales durante el verano. En un extremo de la plaza se hallaba el edificio consistorial, de tres pisos, el segundo de los cuales disponía del tradicional balcón con balaustrada que permitía al alcalde y demás autoridades asomarse en fiestas o celebraciones. La entrada del edificio estaba adornada con las banderas de Gijón, Asturias, España y la Comunidad Europea y unas pequeñas macetas colocadas en las columnas de los soportales de la planta baja. En el centro de la plaza existía una escalinata octogonal con una farola con adornos florales que era utilizada asiduamente por los ciudadanos de manera informal como punto de encuentro.
La Plaza Mayor era una zona habitual de paso ya que en sus alrededores se hallaban: la calle San Bernardo con numerosas tiendas, locales y restaurantes; el mencionado barrio de Cimadevilla; el Puerto Deportivo; la enteramente peatonal y siempre concurrida calle Corrida y la playa de San Lorenzo. La plaza era accesible a pie aunque también se podía llegar en coche hasta las inmediaciones de la misma.
En el interior del edificio consistorial la sala de juntas era un hervidero. Ya era bastante insólito que se reuniesen un domingo, máxime en pleno verano, pero es que encima el alcalde, con cierta propensión a la ira, al menos de puertas a dentro, se mostraba especialmente irritado tras haber ojeado el periódico y había convocado una reunión medio informal para zanjar un asunto que sin duda le había quitado el sueño. Jacobo Arjona tenía cincuenta y tres años, el pelo grisáceo, la frente ancha y los ojos pardos y siempre despiertos. Era alto, aunque su estatura quedaba eclipsada a causa de su prominente abdomen, que le confería una apariencia general rechoncha. No obstante, cuidaba cuanto podía su imagen en público, hasta el punto de no aparecer jamás en público sin traje y corbata a juego, aunque estuviesen a treinta grados (cosa, por otra parte, poco frecuente en la ciudad); finalmente había claudicado, eso sí, ante su negativa de aparecer en público sin gafas, puesto que hacía tiempo que no podía utilizar sus habituales lentillas y sin ellas no veía tres en un burro.
La crisis que afectaba a todo el país y algunas de sus recientes decisiones al frente de la ciudad, en especial en materia urbanística, habían sido puestas en entredicho, así que lo último que le faltaba, nada más anunciar que se iba a presentar de nuevo a las elecciones del año siguiente, era un aumento de la criminalidad. Ése era el principal motivo que le había llevado a convocar la junta, temiéndose la más que posible trascendencia que podía adquirir la muerte de aquel hombre de negocios, que había sido mucho más comentada entre la plebe, según tenía entendido, que su futura candidatura a la reelección.
—Supongo que ya sabéis para qué estamos aquí.
Los hombres sentados a la mesa con él asintieron sin abrir la boca, aunque no era seguro que todos estuviesen enterados con exactitud del tema. Jacobo hizo un gesto para que le acercasen el periódico del día anterior y lo blandió en el aire, señalando con un dedo acusador la primera plana.
—Encontrado un cadáver bajo el puente de Moreda —leyó en voz alta con indignación—. ¡Se suponía que mi candidatura debería ser la noticia del día!
David Braña, primer teniente de alcalde y gran aficionado al deporte, pensó para sus adentros que la noticia del día era la final que disputaría la selección española de fútbol pero no juzgó oportuno emitir ningún comentario al respecto.
—No creo que sea tan grave —intervino Carlos Diges, otro de los tenientes de alcalde—. Siempre hay algún crimen aislado y eso no implica que el pueblo le vaya a retirar el apoyo a su partido o líder político.
Jacobo le echó una mirada que hizo que se arrepintiese en el acto de haber opinado antes de tiempo.
—Eso podría ser, pedazo de merluzo, si dicho líder político contase con el apoyo del pueblo, cosa que, corrígeme si me equivoco, no es lo que se desprende de las continuas quejas de los ciudadanos por nuestra gestión, así como el último sondeo de intenciones de voto.
—Del último sondeo hace casi un mes, aún no sabían que te ibas a volver a presentar.
—Sí, tienes toda la razón —ironizó el alcalde—. Es posible que ahora, sabiéndolo, aún tengamos menos apoyos.
—¿Y qué crees que podemos hacer? —intervino Pedro Mata, el actual portavoz de la Junta de Gobierno—. Quiero decir, ¿pretendes silenciar a la prensa? Sabes que eso no es posible y...
—¡Por supuesto que no lo es! A veces me parece que estoy rodeado por un hatajo de inútiles. —Se pasó la mano por su amplia y arrugada frente—. Lo que ha publicado la prensa ya no se puede borrar. —David pensó instintivamente en la novela 1984 aunque no dijo nada—. Pero lo que sí podemos es buscar alguna alternativa para evitar que esto trascienda más de la cuenta. Aparte, está el tema de la Semana Negra.
—¿En la Semana Negra también han matado a alguien? —participó por vez primera el secretario titular.
—Que yo sepa no ha habido ningún incidente importante hasta el momento —terció Julio Vega, el cuarto teniente de alcalde.
Jacobo comenzaba a exasperarse realmente con su equipo.
—No, no ha pasado nada... aún. Pero siempre hay algún problema, alguna movida entre los titiriteros de las barracas o alguna historia así. Y si al tema urbanístico le sumamos un aumento de la criminalidad, imagino que no es necesario que os comunique el escaso bien que me hace a mí y, por ende, a todos vosotros, pandilla de mequetrefes.
—¿Entonces? ¿Qué podemos hacer? —preguntó al aire Tomás Lobo, otro de los que aún no habían intervenido.
—Eso es lo que quiero que me digáis. Qué podemos hacer para silenciar lo más rápido posible el tema del fiambre de Moreda.
Todos quedaron en silencio durante unos instantes, pensando algunos y fingiendo otros. David, por su parte, se limitaba a mirar por la ventana con cara de profundo ensimismamiento.
—¿Y bien? —Fue el propio alcalde el que rompió el silencio.
Tomás Lobo y Carlos Diges comenzaron casi al unísono a decir algo. El tercer teniente de alcalde le cedió la palabra al segundo.
—Yo creo que lo mejor y más cómodo sería conseguir que la policía mmm... no investigase en exceso.
—Eso podría ser un problema si se tratase de un asesino en serie. —David había vuelto en sí y se mostraba ahora extrañamente interesado por el asunto.
—Sé yo de alguno que lee más novelas de la cuenta —zanjó Carlos para congraciarse con Jacobo.
—De momento ni siquiera está demostrado que sea un asesinato.
—¿Nunca habéis estado en el parque de Moreda? —volvió a la carga David—. Me parece imposible tenerse en pie sobre la barandilla del puente.
—¿Sabes tú más que la policía? —Esta vez fue Julio el que se sumó al ataque contra David.
—Señores, no les he traído aquí para discutir entre ustedes. —Cuando Jacobo adoptaba el tono solemne y el tratamiento de usted significaba que más valía que le hiciesen caso si no querían tener que atenerse a las consecuencias—. ¿Alguno tiene forma de contactar con la comisaría, de forma discreta, y... sugerirles que abandonen cualquier tipo de investigación y den la noticia de un mero suicidio?
—Yo tengo amistad con el jefe de policía. Y mi mujer y su mujer se conocen —se ofreció Tomás.
—Perfecto. Ya sabes lo que tienes que hacer. Infórmame en cuanto lo hayas hecho. Bien, señores, si no se les ofrece nada más, podemos ir dejándolo, que va siendo hora de comer y hoy es domingo, narices, nadie debería trabajar los domingos.
Se levantaron de la mesa y fueron abandonando la casa consistorial, cada uno por su lado. «Si no se les ofrece nada más», tendrá jeta el tío, iba pensando David Braña, que seguía sin saber por qué demonios había aceptado formar parte de un gobierno presidido por un político tan impresentable como aquél.
Lorenzo Blanco y los crí­menes inoportunos
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