XLIX Todo un personaje
«No pienses que estoy muy triste / si no me
ves sonreír / es simplemente despiste / maneras de vivir»
Maneras de vivir
(Leño)
Diana Zamora esperaba por su maleta con la
vista fija en el infinito. El vuelo no había sido todo lo plácido
que cabía esperarse debido a la presencia en el avión de un
alborotador al que habían tenido que llamar la atención en varias
ocasiones. Estaba claro que siempre había gente que no sabía
comportarse.
El Aeropuerto de Asturias, erróneamente
llamado por algunos «aeropuerto de Ranón» pese a no estar ubicado
en Ranón sino en la parroquia de Santiago del Monte, en el
municipio de Castrillón, se encontraba a catorce kilómetros de
Avilés y unos cuarenta de Gijón, y tenía servicio de autobuses y
taxis que lo comunicaban con las principales ciudades asturianas.
Era un aeropuerto pequeño, con tan sólo catorce mostradores de
facturación, un par de cafeterías, dos o tres tiendas, un kiosco de
prensa, varios cajeros automáticos, aseos y poco más. El
aparcamiento para coches sí era relativamente grande, aunque el
sentimiento generalizado era que podría ser más barato.
El vuelo había llegado con cinco minutos de
adelanto sobre el tiempo previsto, cosa ciertamente insólita, y
Diana confiaba en poder abandonar cuanto antes el aeropuerto y
desplazarse hasta su hotel. Durante el trayecto no había dejado de
darle vueltas en la cabeza al extraño y repentino interés que había
mostrado la policía en que se desplazase a Gijón. Se había
abstenido de decirles que, de todos modos, ya tenía sacados los
billetes para viajar ese fin de semana. De hecho, los había sacado
hacía mucho ya, a la vez que los del fatídico fin de semana en que
su amante, Ricardo, había aparecido muerto bajo el puente. Contaba
con estar con él dos fines de semana aquel mes y la cruda realidad
había sido muy diferente. Al fin apareció su maleta en la cinta, la
cogió y se dirigió a la salida. De la que llegaba a la puerta
estuvo a punto de ser arrollada por un hombre de treinta y muchos,
algo barrigón y con una ropa que denotaba un sentido del gusto
cuando menos discutible. El hombre se disculpó con torpeza:
—Perdón.
—No pasa nada.
Cuando sus miradas se cruzaron, se dio
cuenta de que no era otro que el alborotador del avión. Diana
siguió su camino sin darle pie a entablar conversación. Guillermo
Rabanal la miró de arriba abajo con cierto descaro mientras la veía
alejarse. Estaba fuera de su alcance, no cabía duda. Una
lástima.
Lorenzo caminaba con decisión, ni muy rápido
ni muy lento, para no llegar ni demasiado pronto ni demasiado
tarde. La idea de Miguel parecía bastante razonable: la rumorología
popular no siempre aportaba datos fiables, pero a menudo ayudaba a
sacar conclusiones y eso parecía muy necesario en aquel momento de
la investigación. Abandonó la calle Pérez de Ayala y giró a la
derecha por Río de Oro, en pleno barrio de El Llano. Dejó a la
izquierda un centro de salud y siguió avanzando hasta alcanzar el
primero de tres colegios contiguos. Observó con consternación la
cubierta pista de fútbol sala de uno de los colegios. Su tejado, en
forma de uve doble con una tira horizontal en el centro, impedía
que el agua de la lluvia cayese, de igual modo que retenía los
balones que tan a menudo quedaban encolados en disparos por encima
de la portería. Estaba claro que quien había diseñado aquellos
techos, comunes a la inmensa mayoría de los colegios de la ciudad,
no había jugado al fútbol en su vida.
Los que sí que jugaban, o se disponían a
hacerlo, era un grupo de chavales que se encontraban en el primero
de los colegios. Chavales quizá no fuese la palabra apropiada, pues
al acercarse pudo contemplar que tenían entre veintitantos y
treinta y pico años. Iban uniformados casi cada uno con una
camiseta de un equipo diferente y parecían a punto de comenzar la
disputa de un encuentro, cinco a cada lado de la pista. En el
círculo central, un jugador con la clásica camiseta rojiblanca del
Sporting y el dorsal 9 a la espalda preguntaba: «¿Táctica?», a lo
cual dos compañeros, uno ligeramente más bajo que él y vestido con
la camiseta de la U.D. Salamanca, y otro con una camiseta blanca
con el lema de una carrera pedestre y con un simpático acento
británico, muy parecido al de Michael Robinson, contestaban: «¡La
de siempre: ninguna!», mientras los tres hacían al unísono un
significativo gesto cruzando hacia los lados una mano por encima de
otra con ambas palmas extendidas en señal de «y punto». Tenía pinta
de ser su consigna habitual para aquellos eventos. Lorenzo sonrió,
recordando un tiempo no tan lejano cuando él también jugaba
pachangas con los amigos.
Siguió caminando, dejando a su izquierda el
segundo y tercer colegio, así como el Centro Municipal de El Llano.
Al final de la calle giró a la izquierda y en seguida vio la
peluquería. Se acercó a la puerta, que tenía colgado el cartel de
«Cerrado». Picó y esperó. Miguel le había advertido que era un
hombre con fama de estrafalario. Ésa era un forma bastante
eufemística de decirlo. Lorenzo casi se echa a reír a carcajadas
cuando el dueño de la peluquería abrió la puerta.
—Lorenzo, imagino —dijo más que
preguntó.
—Sí, soy yo. ¿Gregorio?
—Llámame Goyo. Pasa, no te quedes ahí
fuera.
Gregorio Benavides era un hombre de edad
indeterminada, de «entre cuarenta y cinco años y la muerte», como
diría una amiga del detective. De frente despejada, se había dejado
el pelo bastante largo por detrás, en tono castaño con vetas
rubias. Las enormes patillas le apuntaban directamente hacia la
nariz, algo torcida, y lucía bigote y perilla, pero sin enlazar
entre ellas, como la imagen clásica de un mosquetero. Llevaba
pendientes en ambas orejas, un triángulo dorado en la derecha, un
aro plateado en la izquierda. Del cuello pendía un colgante cuyo
extremo no se alcanzaba a distinguir, medio oculto entre la maraña
de pelos del pecho, que asomaban dado que llevaba abiertos varios
botones de la camisa, verde fosforito y de puntiagudos
cuellos.
—Me ha sorprendido un poco el cartel de
«Cerrado» —dijo Lorenzo para romper el hielo.
—Los sábados no trabajo —aclaró Goyo. Su
tono de voz era agudo, algo estridente, muy en consonancia con su
look y atuendo—. He abierto para charlar
contigo.
Cerró de nuevo la puerta y se sentó en el
sillón de cortar el pelo. Le indicó al detective con la mano que
tomase asiento y éste lo hizo justo en frente, en uno de los
sillones de espera.
—Muchas gracias, es... eres muy
amable.
—No es nada. ¿De qué querías hablar?
—No sé si Miguel, digo, Chus te ha
adelantado algo sobre mi trabajo...
—Sí, me ha dicho que eras detective privado
—dijo moviendo los manos de una forma muy afectada, teatral, casi
cómica. Sus gestos casaban perfectamente con su aspecto—. Y que
investigas casos de bastante importancia, pero no ha querido
decirme cuáles en concreto. —Levantó las cejas y abrió los ojos
desmesuradamente.
—No puedo entrar en detalles, es parte de mi
trabajo no revelar datos confidenciales sobre mis clientes... El
caso es que estaba interesado en que me pudieses decir lo que
supieses sobre todo este asunto del crimen de Moreda. Ya sabes, la
policía dice que es un suicidio y cierra el caso al minuto. Semanas
después lo reabre, anunciándolo a bombo y platillo en la prensa.
Todo muy raro.
Raro. No era una palabra adecuada hablando
con alguien con aquel aspecto. Lorenzo tomó nota mental para
procurar no usar esa palabra ni sinónimos con aquel hombre, que le
recordaba a alguien, a alguien famoso. ¿Pero a quién?
—Ah, o sea que investigas el crimen de
Moreda... interesante. —Volvió a abrir los ojos con deleite.
Lorenzo, sin embargo, no estaba tan a gusto. Goyo tenía un ramalazo
que le ponía algo nervioso, pero tenía que ser profesional y
escucharle—. No sé qué puedo saber yo, un modesto peluquero, de un
asunto tan... criminal como ése.
—Por tu profesión, te relacionas con mucha
gente, oyes muchos rumores, chascarrillos... Seguramente conoces la
vida privada, la cara oculta de Gijón, mucho mejor que la mayoría
de la gente.
Dorar la píldora siempre solía dar resultado
para tirar de la lengua a alguien. Al menos, eso creía
Lorenzo.
—Hombre, es cierto que conozco a mucha
gente. Y oigo muchas cosas. De lo más variadas además. Recuerdo una
vez que vino a cortarse el pelo aquí un primo de Jairo, sí, hombre,
aquel tío de Luanco que participó en Gran Superviviente, que quedó
entre los finalistas.
Lorenzo odiaba los realities y no conocía a prácticamente ninguno de
los concursantes de ése ni otros programas por el estilo.
—Lo siento, no lo conozco.
—Bueno, no importa. Me contó cosas muy
interesantes sobre Jairo. ¿Sabías que dicen que tiene un hijo
secreto con una que fue cajera en el Merka? Ah, perdona, que me
habías dicho que no lo conoces. En fin, ¿de quién quieres saber
cotilleos?
—Mmmm, de alguien que pueda estar
relacionado con la policía, o con los medios de comunicación, o con
la política, con el Gobierno sobre todo. Gente influyente que pueda
decidir cuándo se cierra y cuándo se abre un caso policial.
—Ah, ya veo por dónde vas. —Nuevos gestos
con las manos y apertura de órbitas oculares sin parangón—. Pues he
oído por ejemplo que Carlos Diges, el tercer teniente de alcalde,
tiene problemas maritales. Dicen las malas lenguas que su mujer
tiene otro... amigo. Íntimo, creo que ya me entiendes.
Lorenzo asintió con la cabeza, no pensaba
interrumpirle.
—Veamos... sobre el Gobierno o la policía o
los periodistas me has dicho...
Tino Casal. Eso era.
—Ah, ya sé. Me han llegado rumores de que
David Braña, el primer teniente de alcalde, tuvo una bronca de
garabatillo con el alcalde. Dicen que finalmente llegaron a un
acuerdo, aunque nunca se sabe.
Aquello parecía más interesante, pero
Lorenzo no podía dejar de pensar en el extraordinario a la par que
inquietante parecido de aquel hombre con el tristemente
desaparecido Tino Casal.
—¿Qué más te puedo contar? Déjame que haga
memoria... Bueno, esto igual ya lo sabes, pero algunos periodistas,
tanto de El Comercio como de La Nueva España, están mostrándose especialmente
críticos con el Gobierno últimamente, y se comenta que incluso la
policía les ha llamado a capítulo para que no metan cizaña ahora
que se acercan las elecciones.
Lorenzo había empezado a canturrear
internamente. En tiempo de relax empolva su
nariz, Eloise, Eloiiiise...
—Claro, por otra parte es normal. Siempre
que están cerca las elecciones, los políticos quieren tapar todo lo
que estorbe, todo lo que se salga de lo normal. Y entre lo de
Moreda y lo de la Semana Negra, el tío al que le pegaron tres
tiros...
No podía dejar de canturrear. Sus pechos Goma-2 y nitroglicerina...
—Y luego está lo del pariente ese del jefe
de policía. Menudo tarambana. Sé de buena tinta que lo han echado
del casino más de una vez, por estar armándola, ya sabes.
Asentía sin apenas escuchar. Hacía
verdaderos esfuerzos por contener la risa. Tantas noches como te besé, dolor en tus
caricias.
—Es un tío —aclaraba Goyo, pese a que
Lorenzo casi no se enteraba— que es primo segundo o tercero o algo
de eso del jefe de policía. Y está todo el día metiéndose en líos.
Que si se emborracha, que si se pelea con alguien, que si lo echan
de algún lado por armar bulla...
Bla bla bla. Tantas
veces te maldeciré, y cuentos chinos.
—Y encima el tío, por lo visto, suele
ponerse farruco y empezar a decir que es
pariente del comisario y amenaza a la gente con que les va a meter
un puro por buscarle las cosquillas a él. Es todo un
personaje.
«Y que lo digas».
—Y así de gente relacionada con los
políticos, la poli o la prensa, no sé, no se me ocurre nadie
más...
Al fin. Unas palabras corteses de despedida
y para casa. Yo seguiré siendo tu perro
fiel.
—Si quieres, no obstante, puedes dejarme tu
número y te llamo si me acuerdo de alguna otra cosa.
—Sí, claro, aquí tienes. —Le tendió una
tarjeta, de las buenas, con su verdadero nombre y profesión.
—Espero haberte ayudado en algo.
—Sí, claro que sí. He sacado en limpio unas
cuantas cosas —dijo sonriendo aunque con tono neutro.
Goyo le dio la mano. No fue un apretón
firme, sino más bien un contacto suave, ligero, no muy masculino
que digamos. Abrió la puerta del local y se despidieron
formalmente.
Lorenzo dobló por la primera bocacalle que
encontró para no estar en la línea de visión de la peluquería.
Liberado al fin de la tensión, rompió en carcajadas.
Eloiiiise,
Eloiiiiiiiiiiiiiiiise.