IX Una tarde en la Semana Negra
«Siempre imaginé que el Paraíso sería algún
tipo de biblioteca»
Jorge Luis
Borges
Tras el funeral, y previo paso por casa para
cambiarse nuevamente de ropa y reunirse con Sara, Lorenzo y ella
encaminaron sus pasos a la parada del autobús más cercana para
dirigirse a la Semana Negra. Encontraron un par de asientos libres
en mitad del vehículo. Quedaban pocos sitios más para sentarse y
eso que aún faltaba más de la mitad del recorrido.
—Sigo sin ver claro qué tienes que
investigar; además, me parece demasiado peligroso.
Las quejas de Sara no parecieron hacer mella
en el ánimo de Lorenzo. Había tomado una decisión y ésta era
inamovible.
—Le di mi palabra a la viuda, no puedo
echarme atrás cuando me llame.
—Si te llama... —rezongó la chica.
—Si me llama, cierto —convino él para acto
seguido sentenciar—: Que lo hará.
—Ni siquiera tienes pisto...
—¡Sssh! —Un matrimonio joven con un par de
críos de unos cuatro y seis años aproximadamente, que no paraban de
corretear en torno a sus padres, iba sentado al otro lado del
pasillo—. No hables tan alto —sugirió Lorenzo.
—Está bien, lo siento. Pero no tienes armas
ni licencia para ellas y estamos hablando de un caso de posible
asesinato —dijo, casi en un susurro.
—Sí, eso podría ser un problema —respondió
él en el mismo tono— si esto fuese una película o novela policiaca,
o si estuviésemos en Estados Unidos. Pero no es el caso.
Ella hizo un mohín de disconformidad.
—Te pones muy guapa cuando haces muecas, ¿lo
sabías? —dijo mientras le acariciaba la mejilla.
—No sé por qué te hago caso en todo...
—Yo tampoco lo sé —sonrió él—. Pero me
alegro de que sea así.
Tras casi veinte minutos de trayecto,
finalmente llegaron a la Semana Negra, emplazada por segundo año
consecutivo en la playa del Arbeyal. La Semana Negra era un
festival, basado principalmente en la literatura policiaca y negra,
que se celebraba en Gijón todos los veranos, a mediados del mes de
julio, desde 1988. El autor de la idea y director del festival
desde sus inicios era el escritor «astur-mexicano», como a él mismo
le gustaba catalogarse, Paco Ignacio Taibo II, gijonés de
nacimiento pero residente en México desde la infancia.
Inicialmente, la Semana Negra no era sino un
modesto festival que reunía a escritores de novela policiaca y
ofrecía además música y otras artes escénicas al público. Con el
paso de los años, había ido creciendo enormemente en popularidad,
erigiéndose como una de las citas ocio-culturales preferidas por
los asturianos en general, y los gijoneses en particular, y
albergando todo tipo de eventos como presentaciones de libros,
tertulias, lectura de poesía, conciertos, proyección de películas,
etc. Ésa era, evidentemente, su cara más amable. Por desgracia,
este festival también traía siempre aparejada una agria polémica.
El primer caballo de batalla era su ubicación: sus instalaciones
habían ido recorriendo diferentes lugares de la ciudad, desde sus
comienzos en el Musel, pasando por los Astilleros, el Molinón, la
orilla del río Piles o las inmediaciones de la playa de Poniente
hasta su actual ubicación en la playa del Arbeyal, que ya se había
anunciado que iba a cambiar en el futuro próximo. Esta modificación
constante de emplazamiento se debía a las numerosas quejas
vecinales: sus detractores alegaban que generaba unas cantidades
ingentes de ruido y de basura, mientras sus partidarios abogaban
por su interés cultural, contando con la intervención de numerosos
escritores de muy diferentes países y estilos, y el evidente
impacto turístico que tenía en la ciudad, en especial en cuestiones
de hostelería.
Otro motivo de controversia era su coste
para la ciudad. A lo largo de sus más de veinte años de existencia,
el número de asistentes había ido creciendo exponencialmente, y su
duración, inicialmente de siete días, había pasado a diez, desde el
viernes de una semana hasta el domingo de la siguiente. En
consecuencia, se había incrementado notablemente el número de
invitados; esto generaba nuevas voces críticas, que consideraban
que conllevaba unos costes innecesarios traer a tal cantidad de
gente, con parte de los gastos pagados a costa del Ayuntamiento y,
por ende, de los ciudadanos. Otros opinaban, sin embargo, que este
aumento del número de invitados, así como de periodistas
acreditados, contribuían a convertir a la Semana Negra en uno de
los festivales más importantes de Europa en su género.
Como casi siempre, todos tenían su parte de
razón, aunque sus posturas muy difícilmente se iban a acercar
nunca.
Lorenzo y Sara comenzaron su visita
recorriendo los numerosos stands de
abalorios y complementos, atendidos en su mayor parte por africanos
e hispanoamericanos, en donde la chica se entretuvo ojeando cuanto
allí había, mientras Lorenzo se contentaba con refugiarse a la
sombra bajo los toldos. Tras meditarlo concienzudamente, finalmente
se decidió por un par de pendientes de bisutería de tonalidad lila
y con forma de racimo de uvas.
Después pasaron por la zona gastronómica,
donde se entremezclaba un batiburrillo de olores, no siempre
agradables, procedentes de los diferentes bares y terrazas donde se
agolpaba la gente, hablando a voz en grito, comiendo, bebiendo y
riendo. Especial fama tenía un establecimiento en el que el pulpo
era el plato estrella y donde todos los días que duraba la feria se
formaba una cola de dimensiones bíblicas para saborear, según su
criterio, tan exquisito manjar. Lorenzo y Sara compartían la
opinión de que el pulpo estaba muy bueno, pero consideraban que no
merecía en absoluto la pena perder todo aquel tiempo en aquella
larguísima cola. Pasaron de largo, pues, y se adentraron en la zona
de las atracciones. Lo primero que se detectaba al llegar allí era
lo razonable de las quejas vecinales con respecto al ruido que
generaba la Semana Negra. En todas y cada una de las atracciones
sonaba una música estruendosa, causando un ruido infernal de muy
dudoso gusto y aún más difícil justificación. ¿Qué necesidad,
pensaba Lorenzo, había de poner aquella música, por llamarlo de
algún modo, pues lo que sonaba se encontraba en las antípodas de
los gustos del detective, a aquel endiablado volumen, produciéndose
el mismo efecto que en las discotecas y bares nocturnos? Aquel
sonido ensordecedor no te permitía oír ni siquiera a la persona que
tenías al lado. Las atracciones, desde luego, tenían que gustarte
mucho para soportar aquel estruendo durante más de cinco
minutos.
Abandonaron con paso rápido aquel estrépito
y se dirigieron a la zona de libros, que constituía el principal
atractivo del festival para ellos, no así para el gran público, que
tendía a preferir la zona de comidas y bebidas, así como las
atracciones de feria. Allí se reunía cada año una representación de
la mayoría de las más importantes librerías de la ciudad, así como
algunas de otras partes de España, particularmente algunas
especializadas en el género policiaco y derivados, como era por
ejemplo el caso de la librería barcelonesa Negra y Criminal, famosa
entre otras cosas por la cantidad de reconocidos autores del género
que se han fotografiado a las puertas de su local ataviados con la
camiseta oficial de la librería. Pero por las que tenía particular
debilidad Lorenzo y, en menor medida, Sara, eran por las llamadas
«librerías de viejo», donde se podía encontrar todo tipo de obras
poco conocidas, descatalogadas, en muchas ocasiones de segunda mano
y casi siempre a precios irrisorios, pero de un valor incalculable
para los coleccionistas o los amantes de las rarezas, las
curiosidades y el material difícil de conseguir. Tras ojear y
hojear lenta y metódicamente aquí y allá, el detective se hizo con
su botín del día, conformado por varias novelas policiacas, algunas
de ciencia-ficción y una biografía sobre el grupo Queen. Había
llegado la hora de hacer un alto antes de regresar a casa, de modo
que entraron en uno de los abundantes y atiborrados bares que
rodeaban la Semana Negra.
Caminó con paso firme y sin mirar atrás,
mezclándose entre los feriantes, la mayoría de ellos divertidos o
distraídos con diferentes tareas inocuas e insignificantes. Aunque
era arriesgado hacerlo a plena luz del día, esta falta de atención
de la muchedumbre le iba a ser indudablemente de gran ayuda. Había
escogido un atuendo inicial discreto —aunque después tendría que
cambiarse, claro está—, pero por el momento no levantaría las
sospechas de nadie. Tropezó ligeramente con un hombre de mediana
edad, gafas blancas, bigote prominente y abultado abdomen, que se
disculpó en un español con marcado acento mexicano. Siguió
caminando sin detenerse a escuchar las disculpas del hombre, pues
en su cabeza ahora mismo sólo había espacio para una cosa.
Se habían citado donde las atracciones,
concretamente al lado de la noria. Indiscutiblemente era un buen
lugar de encuentro, muy ruidoso y fácil de divisar desde cualquier
lugar por el que se acercase, pero no pudo evitar sonreír al pensar
el otro motivo por el que había escogido ese sitio, evocando en su
mente el sonido de cítara de El tercer
hombre. De todos modos, no había que adelantar
acontecimientos, para que hubiese algo que investigar primero tenía
que llevar a cabo la tarea que le había sido encomendada.
Al llegar al lugar pactado, y tras mirar en
derredor sin encontrar a nadie conocido, abrió la bolsa de deportes
que llevaba y sacó de ella otra bolsa parecida pero más pequeña,
dejando ambas posadas en un bordillo cercano. Se quedó de pie,
contemplando la noria girar, de forma pretendidamente descuidada. A
esas horas de la tarde, la Semana Negra era un hervidero, con lo
que no sería fácil para nadie en esa situación poder pasar
desapercibido. No obstante, había estudiado y planificado
escrupulosamente aquel encuentro y, si todo salía como estaba
previsto, no tendría por qué tener miedo.
—¿Allí? —Lorenzo señaló una mesa libre en el
interior del bar, pues las de la terraza estaban todas ocupadas.
Sara asintió y tomaron asiento en una mesa con bancos de madera de
color ocre.
Mientras esperaban que viniese alguien a
atenderles, Lorenzo sacó de una de las bolsas una novela de Michael
Innes, de portada algo deslucida y con el olor tan característico
de los libros viejos, pero en perfecto estado por dentro.
—Hace cuatro o cinco años leí dos novelas de
este tío que me encantaron y desde entonces llevo buscando más
obras de él pero, al margen de esos dos libros en concreto, está
totalmente descatalogado, no había manera de encontrarlo en ningún
sitio —observó entusiasmado. La chica sonrió y le hizo una
carantoña en el pelo.
Tras hojear superficialmente el libro y
releer la sinopsis de la contraportada, lo guardó nuevamente en la
bolsa.
—¿De qué lo vas a pedir?
—Mmmm... me da igual.
—A mí más.
—No sé, de naranja.
—Vale, creo que voy a tomar el de limón, que
hace tiempo que no lo pido.
Tras una espera no demasiado breve, pues el
local estaba hasta los topes, se les acercó el camarero.
—Un Biosolán de naranja —pidió ella.
—Yo de limón.
—Mira, también tienen granizados —dijo Sara,
una vez se hubo marchado el camarero, leyendo el cartel que estaba
junto a la caja registradora—. Otro día igual pido uno.
—Ya, pero sólo de limón... Sí, ya sé que hoy
he pedido Bio de limón —aclaró—, pero es distinto. En granizado no
me da mucho más por el limón, si tuviesen de alguna otra
cosa...
Marcos Tuero llegó con cierto retraso a la
Semana Negra, en parte por haber salido de casa algo más tarde de
lo previsto, en parte por la dificultad que entrañaba encontrar un
sitio para aparcar en un lugar no muy alejado de la feria. Lo
cierto es que estaba bastante sorprendido por aquella cita. La
llamada había sido clara y concisa y desde luego no podía eludir
aquella inesperada reunión, pero no dejaba de preguntarse por qué
demonios lo citaban allí y ahora. Lo que sí tenía claro era que no
estaba dispuesto a ceder ni lo más mínimo. «¿Chantajes a mí?, hasta
ahí podíamos llegar», pensó indignado. Según caminaba en dirección
a las atracciones, miró dubitativo hacia un puesto de helados, pero
continuó andando; ya habría tiempo para tomarse uno luego, lo
primero era lo primero. Al llegar a la noria, no tardó mucho en ser
identificado e interceptado.
—Se ha retrasado un poco. —Y cogiéndole
suavemente por el brazo lo llevó a una zona apartada, justo detrás
de la noria y demás atracciones, a resguardo de miradas
indiscretas.
—Mire, antes de nada, quisiera
aclarar...
—Sí, sí, ya habrá tiempo para eso —fue
cortado abruptamente—. ¿Ha traído lo que le he pedido?
—Pues... lo cierto es que no —contestó con
una mezcla de indecisión y orgullo.
—Me lo temía. Bueno, en ese caso no nos
queda otro remedio. —Había un cierto brillo malicioso en sus ojos
castaños. Marcos lo notó y sintió pánico repentino.
—Espere... ¿qué pretende? ¿Qué va usted
a...?
En un abrir y cerrar de ojos desenfundó un
arma del bolsillo de la chaqueta y apretó el gatillo tres veces,
apuntando a la frente de Marcos, que cayó pesadamente al suelo.
Apenas un minuto después sonó un estruendo, cual de si una
detonación se tratase. Tras el desconcierto inicial, motivado por
lo que luego se supo no fue más que un montón de petardos, todas
las miradas se concentraron en una bolsa parecida a la que contenía
los petardos, pero de mayor tamaño. Los más intrépidos se acercaron
a mirar, pues se veía que la cremallera estaba medio abierta, y
entonces se desencadenó el caos absoluto. Una pareja de novios
cercana al lugar de los hechos fue la primera en dar la voz de
alarma. Luego un sesentón rechoncho de camisa abierta hasta el
pecho, una rubia de larga melena y escueta minifalda, un padre con
dos niños pequeños, y un grupo de quinceañeros que esperaban para
montar en la atracción Revolution.
—¡Una bomba! ¡Hay una bomba!
En seguida vinieron los gritos y la
confusión, se sucedieron las carreras, los empujones, la histeria
colectiva... No fue hasta casi cuarenta minutos después cuando las
autoridades que se encontraban por la zona, tras solicitar la ayuda
de unos artificieros de la Guardia Civil, pudieron catalogar como
totalmente inocuo el pequeño artefacto con apariencia de bomba de
fabricación casera y que en realidad no era sino un reloj, con
varios cables rojos y azules entrecruzados que resultaron ser de
adorno, y una pantalla digital con una cuenta atrás que al llegar a
cero no producía efecto alguno. Sin duda, un objeto similar a los
que se pueden encontrar en una tienda de artículos de broma y quizá
modificado ligeramente a gusto del consumidor. Desde luego, una
broma de muy mal gusto. Los ojos castaños no se quedaron a
contemplar todo el proceso sino que se limitaron a observar
satisfechos el embrollo producido durante los instantes iniciales
para posteriormente marcharse con aparente despreocupación por
donde había venido.