LXII El juego de la sospecha
«No les he dicho más que la verdad. Pero no
toda la verdad. El arte de las pruebas, como cualquier otro tipo de
arte, es, sencillamente, una cuestión de elección. Si uno sabe qué
añadir y qué quitar se puede demostrar cualquier cosa de manera
convincente. Lo hago en todos mis libros y ningún crítico me ha
reprochado todavía mis chapuceros argumentos»
El caso de los
bombones envenenados (Anthony Berkeley)
Viernes por la
mañana:
Desde que la policía accedió a ponerle
protección, Margarita Morán se había mostrado mucho más alegre y
animada. Incluso se había atrevido a retomar el contacto con su
vecina Isabel, si bien ésta seguía manifestando claros síntomas de
nerviosismo. Sin duda, la investigación a dos bandas, a cargo de la
policía y del detective amigo de su hija, del asesinato de Ricardo
le traían bastante de cabeza. No obstante, Margarita tenía que
continuar con su vida y le aconsejó a Isabel que hiciese lo propio.
Salió del portal y saludó con la cabeza al policía que hacía
guardia en la puerta. Dirigió sus pasos al supermercado más
cercano, siempre bajo la atenta mirada del agente.
En la empresa AGISS los nervios estaban a
flor de piel. La investigación en curso había hecho mucho daño a la
compañía, a la que le estaba resultando muy complicado captar
nuevos socios y firmar nuevos convenios debido a las continuas
noticias que la prensa publicaba relacionadas con la muerte de
Ricardo. Ninguna otra empresa parecía especialmente interesada en
relacionarse con una entidad en la que se había producido una
muerte violenta y en la que varios de sus integrantes eran
considerados oficialmente como sospechosos por la policía.
Luis Carrera era quien peor estaba
gestionando la situación. Inicialmente, había sopesado la
posibilidad de anticipar sus vacaciones y desaparecer de Gijón unas
semanas, pero la policía les había prohibido expresamente, a él y a
sus compañeros, abandonar la ciudad, al menos hasta que se
resolviese si habían participado o no en el crimen.
Felipe Pastor, por su parte, estaba algo más
afectado de lo que podría parecer en un principio, a tenor de su
carácter, tranquilo y sosegado, pero no dejaba por ello de atender
a sus obligaciones empresariales que, al igual que las del resto
esos días, estaban siendo más bien escasas.
Diana Zamora volvía a estar centrada en su
trabajo en Madrid. Tras el fin de semana anterior en Gijón, en el
que lógicamente no había podido pasar el sábado con su amante
fallecido sino declarando en la comisaría, estos cinco días de
trabajo habían producido un efecto balsámico en su espíritu, la
habían hecho volverse a sentir viva y olvidarse del crimen y de que
la policía la tenía en su radar como posible asesina. Pero, ¿se
habían olvidado ellos? Era difícil saberlo. Cada vez que le sonaba
el móvil, seguía experimentando una ligera sacudida, temiéndose lo
peor. Pero no había recibido noticias de ellos desde el sábado y
eso, suponía, debía ser buena señal.
Era casi la hora de comer cuando Daniel
levantó la vista de la ingente cantidad de papeles apilados sobre
la mesa. Maxi se le acercó y suspiró al ver aquel montón de
hojas.
—Joder, ¿has leído todo eso ya?
—Casi todo. Pero esto no es nada. Alejandro
y Joserra siguen recopilando información. La imprimiremos por la
tarde. ¿Tú qué tal, has encontrado algo?
—¡Qué va! No he encontrado una mierda y
empiezo a estar hasta las narices. ¿Vienes a comer conmigo o tienes
otros planes?
No era demasiado habitual que comiesen
juntos, pero a Daniel le pareció bien.
—Dame un minuto y voy contigo.
—Te espero en la puerta, que voy a fumarme
un pito.
Viernes por la
tarde:
La semana estaba siendo movidita en las
oficinas de El Comercio. Arturo Doriga, a
recomendación de su jefe, Francisco Herrero, no había participado
en casi ninguno de los artículos en los que se hacía referencia a
la mala gestión gubernamental y a la escasa eficiencia policial en
relación a los dos grandes crímenes del verano, pero otros
compañeros sí habían metido el dedo en la llaga en algunos de esos
asuntos. Lo habían hecho así porque Francisco estimaba que la
responsabilidad compartida era beneficiosa para cada individuo
particular. Estaba un poco cansado de que su redactor jefe
estuviese siendo «acosado» por la policía, posiblemente a
instancias del alcalde y sus secuaces. En El
Comercio pensaban seguir publicando las noticias que les diese
la gana, pero no quería que le cargasen todas las culpas a su
periodista estrella. Arturo se alegró de que su jefe le estuviese
cubriendo tan bien las espaldas. Falta le hacía con la que se le
estaba viniendo encima.
En la competencia las cosas eran muy
parecidas. Jaime Cano, el periodista más mordaz de La Nueva España, estaba realmente estresado con el
hostigamiento al que le habían estado sometiendo los agentes de la
ley y eso se notaba en su manera de redactar. Su escritura, antes
fluida, elegante y crítica, ahora resultaba en ocasiones plomiza y
repetitiva. Aunque su jefe, de igual manera que el jefe de su
homólogo, siempre le había echado un cable, la presión estaba
siendo demasiado fuerte. Y luego estaba aquella pesadilla que había
tenido y que había le parecido tan realista. Pasaban los días y no
era capaz de quitársela de la cabeza. ¿Se repetiría aquella escena
en la vida real?
En la entrada del Museo del Ferrocarril Ana
Parra exponía a unos visitantes una breve introducción a la
historia de dicho museo. Estaba contenta de que Lorenzo hubiese
conseguido protección policial para su madre, aunque seguía algo
inquieta con todo el asunto. Lorenzo la llamaba casi todos los
días, a menudo desde números extraños u ocultos, para preguntarle
qué tal iban ella y su madre. No le informaba de detalles concretos
del caso y ella prefería que fuese así; bastantes problemas les
había creado ya aquel dichoso asesinato. Sabía, eso sí, que la
policía había recibido un ultimátum para terminar las pesquisas en
el transcurso de ese fin de semana, justo antes de que empezase la
Semana Grande. Ojalá fuese cierto y pudiese volver todo a la
normalidad.
—Sí... ya... claro, sí... de acuerdo.
Perfecto, quedamos en eso entonces. Muy bien, buenas tardes.
—Patricia Cornejo colgó el teléfono murmurando entre dientes. El
agente comercial con el que tenía que tratar aquella negociación
era ciertamente pesado, pero parecía que la transacción iba por
buen camino. Menos mal que había algo que salía bien, porque
llevaba una racha últimamente... Los policías no dejaban de
atosigarla, los compañeros de trabajo eran cada vez más cargantes
con aquello de que no tenía buen aspecto, que se la veía cansada,
estresada, que tenía que tomarse unas vacaciones. ¡Y una mierda!
Pensaba seguir al pie del cañón hasta el final.
Tenía motivos de sobra para desconfiar de
las apariencias. Pesquisas rutinarias, decían. ¿Aquellos
interrogatorios eran meras pesquisas rutinarias? Sí, y él era Sean
Connery. Tendía a recelar del orden establecido pero había algo en
aquellos policías que le inclinaba a pensar que realmente estaban
tratando de hacer su trabajo. Y luego estaba el tema de aquel joven
aprendiz de detective. Él había sido quien había puesto a los polis
a buscar en la que él creía que era la dirección correcta. Esteban
Zúñiga miró el reloj. Era la hora. Cogió su chaqueta y su maletín y
abandonó la oficina.
A última hora de la tarde la avalancha de
datos recopilados en la comisaría concernientes a los sospechosos
de los casos de Moreda y la Semana Negra era tan apabullante como
improductiva. Improductiva no porque no hubiese nada de provecho,
sino porque no sabían qué buscar. No encontraban ningún vínculo
especial aparte de los obvios entre Felipe Pastor, Luis Carrera y
Esteban Zúñiga, por trabajar en la misma empresa, o Patricia
Cornejo y Diana Zamora por hacerlo en el mismo sector. Respecto al
caso de la Semana Negra, las tinieblas eran aún más densas y
oscuras.
Daniel tomó la resolución de confesarle a
Maxi que la idea había partido de Lorenzo. Éste reaccionó de una
forma inesperada: inicialmente se cabreó por compartir datos y
confidencias con el detective, hasta ahí era la reacción lógica,
pero luego accedió a que lo llamase de nuevo para ver si podía
arrojar algo de luz a aquel embrollo.
—¿Dígame?
—Lorenzo, soy Daniel. Mira, hemos hecho lo
que me sugeriste, rebuscar entre todos los datos.
—¿Y bien?
—Tenemos tal cantidad de información que,
sin saber lo que buscamos, es como encontrar una aguja en un
pajar.
—¿Necesitáis ayuda?
—Sí.
—¿Quieres que nos veamos ahora?
—No. En realidad quería pedirte que vinieses
mañana por la mañana. Aquí, a comisaría.
Hubo un pequeño silencio al otro lado de la
línea.
—¿Tu compañero está al corriente?
—Sí. Lo sabe. Está aquí a mi lado, de hecho,
y lo aprueba.
Lorenzo pensó que debían estar realmente
desesperados si su archienemigo accedía a que cooperasen.
—De acuerdo. ¿A qué hora?
—Cuando puedas. Cuanto antes, mejor.
—¿A las nueve?
—Perfecto.
—Hasta mañana entonces.
—Hasta mañana.
Viernes por la
noche:
Isabel sabía que la resolución del asesinato
de su marido estaba cerca. Había hablado esporádicamente con
Lorenzo, que la mantenía al tanto de los avances en el caso, a
espaldas de la policía, eso sí, y procurando verse en persona o
utilizar líneas telefónicas seguras. En la tele echaban por enésima
vez aquella película clásica. Sonó el teléfono.
—¿Está sola?
—Sí, estaba viendo la tele. Están poniendo
una película muy buena, Arsénico por
compasión.
Lorenzo no supo discernir si Isabel era
consciente o no de la irónica analogía entre el film y su situación personal.
—Siempre he admirado a Cary Grant —dijo como
toda respuesta—. Estoy... colaborando con ellos. Aún no tienen nada pero me han llamado para
volver mañana por allí. Creo que dentro de poco se resolverá todo.
Espero que para bien.
—Me alegra mucho oírte decir eso.
—Sólo quería que lo supiera. No la molesto
más; ya le diré algo mañana o en cuanto se aclare el asunto.
—Muchas gracias por llamar.
En Fomento, una de las zonas más típicas de
la ciudad para ir de copas, había un gran ambiente. Los fines de
semana estaba siempre hasta arriba de jóvenes, y no tan jóvenes, y
aquella noche de viernes en pleno agosto no era una excepción.
Guillermo Rabanal deambulaba de bar en bar por Marqués de San
Esteban, conocida popularmente como «la calle de los arcos» debido
a sus amplios soportales. Su primo, el jefe de policía, había
jurado y perjurado que no pensaba seguir ayudándole cada vez que se
metiese en un lío. Pues perfecto. Él no pensaba cambiar, así era y
así iba a seguir siendo toda su vida. Para bien o para mal. Entró
dando tumbos en un pub y pidió lo de
siempre. ¿Para qué variar?