XXVIII El jueves es el nuevo viernes

 

 

«Vengo de un mundo de balas perdidas / salgo de un túnel del que no hay salida»
Ando perdido (Pignoise)

 

La música comenzó a sonar tímidamente para luego ir aumentando de potencia paulatinamente conforme comenzaba a sonar la voz. Risin' up, back on the street; did my time, took my chances. Went the distance, now I'm back on my feet; just a man and his will to survive... Arturo Doriga abrió los ojos con dificultad, ligeramente desconcertado por el estruendo que salía del despertador de su teléfono móvil. Se giró en la cama y contempló la rubia y rizosa melena sobre unos hombros suaves y delgados. La mujer se giró algo alarmada y gruñó alguna incoherencia. Entretanto, el periodista había logrado salir de la cama y silenciar a la banda Survivor y su emblemática Eye of the tiger.
—¿Qué pasa, qué hora es? —dijo al fin la propietaria de la melena, desperezándose en la cama y dejando al descubierto sus abultados pechos.
—Lo siento mucho pero tengo que pedirte que te vayas —dijo Arturo con la mayor frialdad que pudo, mientras sacaba unos calzoncillos del armario y se los ponía como si nada.
—¿Cómo? —alcanzó a articular la rubia—. ¿Será una broma, no?
—No bromeo. Tengo que ir a trabajar. Necesito que te vistas y te vayas ya.
—Serás hijo de puta —bramó la chica, que había salido de la cama y le miraba con indignación mientras se tapaba como podía con una mano los pechos y con la otra la mata de vello púbico. Después, muy digna ella, cogió del suelo su ropa interior y se la puso con rapidez. Arturo, medio vuelto de espaldas, se había puesto ya un pantalón y rebuscaba en el armario una camisa que conjuntase con éste. La mujer, cargando en las manos con la blusa y la falda, que había recogido de encima de una silla, se dirigió a marchas forzadas, contoneando involuntariamente sus anchas caderas —la única otra parte del cuerpo que tenía especialmente carnosa, al margen del pecho—, al cuarto de baño, cuya ubicación ya conocía al haberlo utilizado la noche anterior. Al pasar por delante de Arturo le espetó con suma amargura—: Eres un jodido hijo de puta, de los peores con los que haya estado nunca. Ni se te ocurra intentar volver a verme. ¡Nunca!
El redactor no se inmutó ni lo más mínimo.
—Date prisa, que tengo que estar en el trabajo en veinte minutos.
Después, mientras su ligue entraba en el baño, se recreó evocando en su mente a la chica saliendo de la cama, desnuda y cabreada. «Rubia natural. Interesante».

 

El fin de semana se presentaba movidito para Pedro Mata. En un plazo inferior a setenta y dos horas debía idear cambios efectivos, y efectistas, en el organigrama de gobierno para que saliesen publicados en forma de nota de prensa el lunes. Jacobo le había dado carta blanca al portavoz para que propusiese las modificaciones, reajustes, nombramientos o cancelaciones que estimase oportunas pero, eso sí, en cuanto los tuviese tendrían que pasar por el tamiz del mandatario. Después, la Junta de Gobierno al completo sería informada de dichos cambios, a modo de deferencia, pues difícilmente podrían oponerse a ellos. La maquinaria gubernamental pretendía echar el resto a fin de agarrarse al cómodo asiento del poder.

 

En la redacción de El Comercio el ambiente estaba algo crispado. Tenían un par de artículos pendientes que corrían prisa y Arturo, que venía últimamente asumiendo roles de redactor jefe, no acababa de llegar. Cuando finalmente entró por la puerta, con aspecto desaliñado y visibles ojeras, su jefe fue directo hacia él.
—Buenos días.
—Buenos días, jefe. Te veo algo alterado.
—No me toques los huevos. Llegas tarde y tenemos mucho trabajo pendiente.
—Ahora me pongo con ello.
Su jefe le echó un vistazo de arriba abajo: Arturo tenía el pelo alborotado, iba sin afeitar y desprendía una desagradable mezcla de olor corporal y colonia que no le sentaba bien a nadie.
—¿Desde cuándo trasnochas por semana?
—¿Qué eres mi padre?
—No, pero es evidente que ayer estuviste de farra. Espero que mereciese la pena porque vienes hecho un Cristo.
—Ya sabes lo que dicen: «el jueves es el nuevo viernes».
—Mira, quítate de mi vista. Vete al baño a lavarte un poco, tómate un café bien cargado y al tajo, ¿estamos?
Arturo se limitó a sonreír con su magnetismo habitual y levantó las manos en señal de conformidad.

 

Lorenzo se presentó en la casa de la viuda a las doce en punto de la mañana. La había llamado previamente para concertar una cita y ésta se había mostrado conforme con que se viesen esa misma mañana. Había estado ensayando en casa con Sara la entrevista que iba a tener con Isabel, para tratar de perfeccionar su método y estar preparado para las posibles contestaciones, pero no había servido de mucho pues, en un determinado momento, la pasión había superado a la profesionalidad, y las palabras habían dejado paso a las caricias y los besos y así, evidentemente, no había quien se concentrase para realizar un interrogatorio en condiciones. Si de algo estaba seguro el detective es de que no correría el peligro de caer en esa tentación con la «desconsolada viuda», como él mismo la había denominado el día anterior. Isabel le abrió el portal a los pocos segundos de sentir el timbrazo y, cuando Lorenzo salió del ascensor, ya le esperaba con la puerta entreabierta.
—Buenos días.
—Buenos días. Pasa por favor.
El joven acompañó a la mujer al interior de la vivienda y, como en su primera entrevista, accedieron al salón donde se sentaron en sendos sillones de color crema en idéntica posición a la vez anterior. En esta ocasión la viuda ya no vestía de oscuro sino con una discreta camisa gris claro y una falda larga de color marrón.
—¿Quieres tomar algo?
—No, gracias.
La viuda se quedó callada, esperando que el detective comenzase a hablar. Éste hacía lo posible por aparentar tranquilidad y, tras un par de observaciones sobre asuntos banales para romper el hielo, entró en materia.
—Tengo algunas novedades interesantes en el caso de su marido. He estado haciendo averiguaciones y me temo que tendremos que hablar de algunos asuntos que posiblemente no le resulten agradables.
—Partiendo de la base de que han asesinado a mi marido —dijo la mujer con gran entereza—, dudo mucho que cualquier conversación relacionada con el tema me resulte agradable. Quiero que se haga justicia, Lorenzo. Dime lo que me tengas que decir, quiero saber la verdad. Necesito saberla.
En las novelas y series policiacas con las que estaba tan familiarizado, la clave a la hora de llevar a cabo un interrogatorio era mantenerse firme y sereno, y escoger las palabras adecuadas para lograr que la otra persona, ya fuese sospechoso, testigo o víctima, accediese a abrirse y contar todo lo que supiese. Lorenzo trató de ponerse en la piel de Patrick Jane, el famoso protagonista de El Mentalista, uno de los mejores a la hora de hacer que la gente se sincerase y también a la hora de detectar si la gente decía o no la verdad.
—Bien. En primer lugar he de decirle que he conseguido hablar con una especie de testigo. —La mujer experimentó una sensación de genuina sorpresa. Lorenzo no le dio tiempo a meter baza y continuó—: Se trata de una mujer algo mayor que usted y afirma haber visto alejarse de la escena del crimen a un hombre cuya descripción me ha facilitado. Dicha descripción encaja con los datos recogidos en el informe policial, según he podido saber a través de una fuente fidedigna.
—¿Una testigo ocular? —preguntó con cortesía pero visiblemente nerviosa.
—Sólo vio a un hombre ocultar algo entre los matorrales en la misma zona donde fue hallado el cuerpo de su marido unas horas después. Lamentablemente, no vio quién lo arrojó desde el puente.
Isabel puso cara de poker y se limitó a asentir con la cabeza.
—Se llama Luisa Marqués-Bayón. ¿Le suena de algo?
—No, de nada.
—No importa, era sólo por si acaso. Por otra parte, en la conversación que mantuvimos por teléfono el otro día, si recuerda, le mencioné que había llamadas perdidas en el móvil de su marido. El caso es que he conseguido hablar con otra mujer que llamó a Ricardo el día en cuestión... Se trata de Patricia Cornejo.
Isabel se tensó involuntariamente.
—¿Te citaste con ella? —preguntó con cierto desasosiego.
—Hablamos por teléfono. No se mostró muy receptiva. Diría incluso que le molestó mi llamada.
Lorenzo hablaba pausadamente, pronunciaba las frases con lentitud aunque con decisión. Observaba, al más puro estilo policiaco, la reacción de la mujer que tenía enfrente.
—¿Dijiste que hablabas en mi nombre, que trabajabas para mí?
—En realidad no. Más bien le di a entender que era de la policía. No admitió su relación con su marido.
—Zorra mentirosa. —La viuda no pudo controlar su lengua. Después recuperó su aplomo para añadir—: Te puedo asegurar que estaban juntos, me consta.
—La creo. Sólo le cuento lo que ella me dijo. ¿Por qué cree que mintió sobre eso?
—No lo sé. Supongo que porque no conviene estar relacionado con un cadáver si eras su amante. No se me ocurre otro motivo para ocultarlo, pero ya te he dicho que apenas la conozco.
Por unas décimas de segundos unas dosis de incertidumbre surcaron el rostro de la mujer. Lorenzo no pasó por alto este detalle.
—¿Sí?
—Hay una cosa que no te he dicho... El día después de... hablé con ella. Fueron apenas unos segundos. Me llamó ella. La muy... —reprimió una palabra que, sin duda, comenzaba con la letra p, y siguió diciendo— ... tuvo la desfachatez de llamarme por teléfono.
Se veía que a Isabel le estaba resultando doloroso. Lorenzo la ayudó a continuar.
—¿Para qué la llamó?
—Quería saber si Ricardo estaba conmigo. Dijo que había quedado con él la víspera y que no se había presentado, y lo llamaba y no cogía el teléfono.
—¿Y usted qué le dijo?
—La verdad. Que no sabía dónde estaba, y que suponía que estaría con ella. Me pidió que la avisase si me enteraba de algo. No hablamos nada más. De hecho, no hemos vuelto a hablar.
—¿Recuerda su voz aquel día? ¿Diría que estaba nerviosa, asustada, enfadada...?
—Asustada. Yo creo que realmente no tenía ni idea de dónde estaba Ricardo. Consiguió transmitirme su intranquilidad. Sentí... es curioso, pero recuerdo perfectamente la sensación. Sentí —repitió— como si algo malo estuviese a punto de ocurrir. Algo que no tendría vuelta atrás. En cierto modo, es como si hubiese intuido que mi marido iba a morir, o ya había muerto.
—Ocurre a veces en este tipo de situaciones.
Se produjo una pequeña e incómoda pausa. La mujer preguntó al fin:
—¿Tú crees en el más allá?
—Es una pregunta difícil de contestar, pero si tuviese que decir sólo sí o no, diría que sí. Creo en el más allá.
—Yo antes no lo tenía tan claro, pero desde que él se ha ido... Quiero pensar que hay algo más allá de estos muros terrenales. Supongo que sonará cursi, pero espero que a mi marido no le vaya muy mal del otro lado. A pesar de todo.
«A pesar de todo». Una frase muy a tener en cuenta. Lorenzo tomó nota mentalmente.
—Hay otra cosa más. No sólo he hablado con Patricia. El caso es que pude tener acceso a la lista de llamadas que recibió esa última noche su marido y había otro número, aparte del de ella, desde el que intentaron ponerse en contacto con él, aunque fue imposible. Se trata de Diana Zamora. ¿Le dice algo ese nombre?
—No, jamás lo había oído antes.
Su respuesta parecía genuina.
—Verá, no sé muy bien cómo decirle esto pero... —Escogió cuidadosamente su última carta y la arrojó sobre la mesa—. Hablé con ella por teléfono y me confesó que su marido y ella eran amantes.
—¡Joder! ¿Me... disculpas un momento? —La viuda se levantó y se fue a la cocina. Volvió al minuto con una copa en la mano—. Siento mi reacción, yo sólo... ¿otra más?
—¿No la conoce de nada, entonces?
—De nada. —Tomó un sorbo de la copa con evidente nerviosismo mientras volvía a sentarse y trataba de recobrar la compostura—. ¿Y seguro que estaba liada con él?
—Ella misma lo confesó. Se mostró bastante más apenada que Patricia, me atrevería a decir. Y admitió que mantenía una aventura con él.
—¿Sabía lo de la otra?
—Sabía que existía usted. Es todo cuanto me dijo. No me dio la sensación de que conociese la existencia de Patricia.
La viuda mantenía ahora la vista fija en algún punto indeterminado de la pared.
—¿Crees que aparecerán más? —dijo con serenidad aunque con los ojos anegados en lágrimas.
—Sinceramente, no sé qué decirle. Además, me resulta muy extraño que Patricia no reconozca la relación, que la niegue rotundamente de hecho, mientras Diana, a quien usted ni siquiera conoce, la admite sin tapujos. Creo que su marido era un hombre bastante más complejo de lo que podría parecer a priori.
—¿Crees que se merecía morir de esa manera?
—No soy quién para juzgar eso.
—Pero, y si lo fueses... ¿crees que merecía ser arrojado desde un puente?
—El asesino, indiscutiblemente, tenía sus razones. Pero un asesinato siempre es un asesinato.
—Imagino que es todo cuanto vas a decir, ¿no?
—Mire, usted me contrató para averiguar cómo murió su marido, y yo estoy haciendo, y así seguiré, todo cuanto puedo por esclarecer el asunto. Sin embargo, no creo que mi opinión sobre el caso, que aún es incompleta, deba influir en mi trabajo. Le prometo, si es lo que quiere, que cuando haya llegado al final del túnel, le daré mi opinión, mi opinión franca y sincera sobre todo el asunto. Pero aún no ha llegado ese momento.
—Eres inteligente. Se nota a la legua. —La mujer parecía mucho más entera que hacía escasos minutos, pero Lorenzo pudo advertir que sólo era una pose—. ¿No me vas a hacer la pregunta clave?
—¿La pregunta clave?
—Sí. Yo soy la principal beneficiada de la muerte de Ricardo. Yo heredo su dinero y sus posesiones. Y tenía motivos para cargármelo: me engañaba. Con más de una, al parecer.
—Pero no lo hizo —afirmó Lorenzo con gran convicción, y en ese momento se sintió tan seguro como el mismísimo Patrick Jane.
—No, no lo maté.
Los ojos de ella se clavaron en los de él durante unos embarazosos segundos.
—Bueno, señora Sampedro, creo que eso es todo por el momento. —El detective se levantó. La mujer hizo lo propio—. Siento haberla incomodado pero es parte de mi trabajo.
—Lo comprendo.
—En cuanto se produzca alguna novedad, volveré a ponerme en contacto con usted.
—¿Necesitas...?
—No, con lo que me dio el otro día me arreglo perfectamente. Muchas gracias.
—Gracias a ti.
El detective ya tenía agarrado el pomo de la puerta cuando la mujer le hizo girarse al decirle:
—Haz lo que tengas que hacer... pero encuentra al asesino de mi marido, por favor.
Lorenzo asintió con los labios y salió de la casa.
Lorenzo Blanco y los crí­menes inoportunos
titlepage.xhtml
index_split_000.xhtml
index_split_001.xhtml
index_split_002.xhtml
index_split_003.xhtml
index_split_004.xhtml
index_split_005.xhtml
index_split_006.xhtml
index_split_007.xhtml
index_split_008.xhtml
index_split_009.xhtml
index_split_010.xhtml
index_split_011.xhtml
index_split_012.xhtml
index_split_013.xhtml
index_split_014.xhtml
index_split_015.xhtml
index_split_016.xhtml
index_split_017.xhtml
index_split_018.xhtml
index_split_019.xhtml
index_split_020.xhtml
index_split_021.xhtml
index_split_022.xhtml
index_split_023.xhtml
index_split_024.xhtml
index_split_025.xhtml
index_split_026.xhtml
index_split_027.xhtml
index_split_028.xhtml
index_split_029.xhtml
index_split_030.xhtml
index_split_031.xhtml
index_split_032.xhtml
index_split_033.xhtml
index_split_034.xhtml
index_split_035.xhtml
index_split_036.xhtml
index_split_037.xhtml
index_split_038.xhtml
index_split_039.xhtml
index_split_040.xhtml
index_split_041.xhtml
index_split_042.xhtml
index_split_043.xhtml
index_split_044.xhtml
index_split_045.xhtml
index_split_046.xhtml
index_split_047.xhtml
index_split_048.xhtml
index_split_049.xhtml
index_split_050.xhtml
index_split_051.xhtml
index_split_052.xhtml
index_split_053.xhtml
index_split_054.xhtml
index_split_055.xhtml
index_split_056.xhtml
index_split_057.xhtml
index_split_058.xhtml
index_split_059.xhtml
index_split_060.xhtml
index_split_061.xhtml
index_split_062.xhtml
index_split_063.xhtml
index_split_064.xhtml
index_split_065.xhtml
index_split_066.xhtml
index_split_067.xhtml
index_split_068.xhtml
index_split_069.xhtml
index_split_070.xhtml
index_split_071.xhtml
index_split_072.xhtml
index_split_073.xhtml
index_split_074.xhtml