XI En marcha

 

 

«Debe ser muy grande el placer que proporciona el gobernar, puesto que son tantos los que aspiran a hacerlo»
Voltaire

 

A la mañana siguiente se produjo la esperada llamada telefónica.
—¿Diga?
—Eeeh, hola. —Isabel pareció extrañada de oír una voz femenina, aunque en seguida se recompuso—. ¿Está Lorenzo? Necesitaba hablar con él de... trabajo.
—Sí, claro, un momentín. —Sara fue a avisarlo.
—¿Dígame?
—Hola, soy Isabel.
—Sí, la escucho.
—He estado dándole bastantes vueltas al asunto y... —Lorenzo esperó respetuosamente a que ella concluyese la frase— ... estoy interesada en contratarle.
—Habíamos quedado en que me podía tratar de tú.
—Sí, bueno, es que se me hace raro contratar a un detective y tratarle de tú, por joven que sea. En realidad se me hace raro simplemente el hecho de tener que contratar a un detective.
—Es algo bastante más frecuente de lo que usted se imagina —aseveró Lorenzo, que realmente ignoraba si este dato era cierto o no. Por lo que a él respectaba, el trabajo no abundaba en su gremio—. Y puede llamarme indistintamente de tú o de usted, según estime oportuno —aclaró.
—Bueno, el caso es que me gustaría que te pusieras a investigar lo antes posible, siempre y cuando no tengas algo más importante entre manos, claro —expresó con educación.
—No, lo cierto es que ahora mismo puedo dedicarme por completo a su caso. —¿Qué otra cosa iba a investigar si no? Era su primer trabajo en lo que iba de verano—. Creo que lo mejor sería que nos viésemos en persona para poder tomar algunos datos y comenzar a trabajar. ¿Cuándo y dónde cree que podemos vernos?
—Había pensado que podías venir a mi casa, la verdad es que no tengo mucho ánimo para salir a ningún sitio.
—Claro, lo entiendo. Pues sólo tiene que darme su dirección y decirme una hora y allí estaré.
La conversación apenas se alargó por un par de minutos más, Isabel le facilitó sus datos y quedaron en verse esa misma tarde.

 

La tensión se podía cortar con cuchillo en la casa consistorial. La publicación en El Comercio del cadáver encontrado en la Semana Negra el día anterior había provocado que el alcalde montase en cólera y, cómo no, los principales destinatarios de esa cólera iban a ser sus tenientes de alcalde. Nuevamente en la sala de juntas, apenas tres días después de la última reunión, y congregados por idéntico motivo, éstos esperaban a que Jacobo Arjona cediese la palabra para comenzar a aportar ideas.
—Así que yo me pregunto —continuó diciendo Jacobo—, ¿ahora qué coño vamos a hacer? Tomás, ¿ves factible un nuevo acercamiento al jefe de policía?
—Hombre —titubeó el aludido—, yo puedo intentar hablar con él de nuevo pero... es un tío muy estricto. Ya aceptó muy a regañadientes lo de Moreda, dudo mucho que, si hay algo raro en este segundo cadáver, acceda a pasarlo por alto.
—«Si hay algo raro» no, tiene que haber algo raro —puntualizó David Braña, a riesgo de ser reprendido por el alcalde o alguno de sus compañeros—. La gente no aparece con varios tiros entre pecho y espalda de forma fortuita.
El alcalde se había quitado las gafas y jugaba con las patillas. Sin soltarlas, se giró en dirección a él con gesto fiero y, para sorpresa de todos, dijo:
—David tiene razón. Está claro que en la Semana Negra ha habido un asesinato, eso está fuera de toda duda. Y luego todo el numerito de los petardos para despistar, o para llamar la atención, quién sabe, el asunto es que, aunque sea un caso claro de asesinato, nosotros no podemos tolerar este tipo de publicidad. Así que sólo se me ocurren dos campos de actuación, que ahora os explicaré, y ahí es donde entraréis vosotros.
Es difícil saber qué desconcertó en mayor medida a su junta, si el hecho de ver a Jacobo contener toda la ira que había ido acumulando, o el que fuese él mismo quien expusiese las posibles soluciones a su problema en vez de pedírselas a ellos como había hecho, sin ir más lejos, tres días atrás.
—Por un lado está la llamémosle política continuista —seguía mostrándose extremadamente comedido en sus manifestaciones—, consistente, como os imaginaréis, en volver a hablar con Ramón Candela y tratar de hacerle entrar en razón, cosa que se nos antoja complicada, aunque nunca hay que descartar nada de antemano. —Había vuelto a coger las gafas y las meneaba en el aire al hablar con actitud aparentemente distraída—. La otra alternativa pasa por algo verdaderamente insólito y que seguramente no entraría en muchas quinielas —pequeña pausa teatral—: dejar a la policía hacer su trabajo y confiar en que atrapen en breve al asesino. Vamos, que cumplan con el cometido que les ha sido asignado y protejan a los honrados ciudadanos de los malvados criminales. Lo nunca visto, ¿eh?
Su sorna fue acogida con suspicacia entre los miembros de su gabinete de gobierno. No sabían si sonreír, adoptar una expresión seria, reírse abiertamente o limitarse a poner cara de circunstancias y no hacer comentario alguno. Esta última opción se impuso mayoritariamente. Sólo Carlos Diges se atrevió a intervenir, tímidamente eso sí, mientras el resto esperaba el fin de la perorata.
—En ese caso nosotros no tendríamos...
—Sí, sí tendríais —fue abruptamente interrumpido por el alcalde—. Tendríais que hacer lo que yo os diga, siempre y cuando queráis seguir perteneciendo a esta junta... el poco tiempo que parece quedarnos en el poder. —Un disparo no hubiese surtido un efecto más espoleador en las mentes de aquellos hombres. Varios quisieron alzar la voz para exponer argumentos, pero fueron cortados tajantemente.
—Aún no os he pedido la opinión —aclaró con serenidad pero con firmeza—. Como os he dicho, sólo se me ocurren esas dos opciones y como, francamente, no tengo fe ciega en ninguna de las dos, pues vamos a tirar...
—... por la calle de en medio. —David no pudo contenerse más. Sabía que no era precisamente bueno para él desmarcarse de alguna manera del resto de chupatintas que lo rodeaban y a quienes únicamente les preocupaba lamer el culo a su jefe y mantener el suyo cómodamente aposentado en el sillón. Era un hombre de principios, «el último idealista», como le llamaba cariñosamente su mujer, y si eso suponía un problema para ese Gobierno, tanto peor para ellos.
—Dejemos que sea nuestro clarividente compañero el que exponga lo que yo tengo pensado deciros —dijo con más socarronería que maldad Jacobo, que parecía especialmente magnánimo ese día tras el pequeño brote de cólera del comienzo de la reunión.
—De clarividente no tengo mucho —se excusó— pero me imagino que la idea que nos pretendías exponer es la de buscar una solución de compromiso entre una y otra alternativa. —Sus compañeros escuchaban con una curiosa mezcla de fascinación y desagrado. Todos eran conocedores de su innegable talento e inteligencia y, aunque la mayoría prefería hacerle la pelota al alcalde, en el fondo le envidiaban por ser el único que se atrevía a contradecirle públicamente—. Es decir, quieres que alguien vuelva a hablar con el jefe de policía para que mande a sus hombres silenciar en la medida de lo posible a la prensa, pero por otra parte te gustaría que las fuerzas del orden intensificasen sus esfuerzos para apresar al asesino lo antes posible. —«A diferencia de lo que hiciste en el caso de Moreda, metiendo la cabeza bajo tierra como el avestruz», pensó para sus adentros.
Jacobo dio tres melodramáticos aplausos.
—En esencia ésa es la idea —admitió complacido—. Menos mal que aún queda algo de materia gris sana. —No estaba claro si lo decía porque no esperaba eso de ninguno de los allí presentes, o de David en particular. De todos modos, nadie entró a valorarlo—. Sólo que ese alguien que va a hablar con Ramón no vais a ser ninguno de vosotros, sino yo en persona. Yo trataré ambos puntos, hablaré con él para que la prensa no le dé mucho bombo al tema y le pediré encarecidamente que haga cuanto esté en su mano para dar con ese despiadado asesino sin escrúpulos. —¿Había ironía en su voz? Sí, desde luego, pero ¿cuánta?—. Tomás, tú te encargarás de concertarme esa reunión con él. —Éste asintió cual oveja mansa—. Pero aún hay un tercer punto que no os he comentado, un as bajo la manga. ¿David, quieres exponerlo tú también o prefieres...?
El susodicho negó con un gesto.
—Bien, en ese caso seré yo. —El alcalde se crecía por momentos. Le encantaba la sensación de tenerlo todo bajo control—. Paralelamente a mi encuentro con Ramón, vosotros, y ahí es, por fin, donde entráis vosotros, todos y cada uno de los aquí presentes os organizaréis como os venga en gana y usando los recursos, contactos y medios que os dé la real gana, para encontrar cualquier tipo de asunto digamos... turbio, o poco claro, en relación con la vida y obra de nuestro querido jefe de policía. Lo quiero saber —y en este momento su voz se transformó por completo. Pasó de un timbre cálido y casi afable a un tono duro, brutal, implacable— todo sobre él, sobre su familia, sus amistades, su trabajo, sus costumbres. Cualquier cosa que podáis encontrar —siguió diciendo con igual dureza, sin mostrar el más mínimo atisbo de debilidad—: si tiene una amante, si se va de putas, si es marica, si tiene un hijo yonqui, una hija que hace la calle, si defrauda a Hacienda, si no recicla, si se tira pedos en la vía pública, si no se le empina... Quiero un seguimiento día y noche hasta que deis con algo, por pequeño que sea, y, en cuanto lo tengáis, y más vale que sea más pronto que tarde, venís cagando leches y me lo hacéis saber. ¿Me he expresado con suficiente claridad? —Su gélida sonrisa final no dio pie a ninguna réplica—. Bien, por lo que a mí respecta —la inflexión de su voz volvía a ser la inicial, turbadoramente cordial—, nada más. ¿Dudas, comentarios, sugerencias... vaticinios?
David no se quiso dar por aludido ante esta pulla. Ni él ni nadie expresó duda o pregunta alguna y todos se fueron por donde habían venido, posiblemente con un pensamiento unánime en mente: tratar con aquel tío debía ser lo más parecido a hacer prácticas de psicología con gente que sufriese trastorno bipolar.

 

Lorenzo llegó con algo más de cinco minutos de adelanto respecto a la hora concertada, así que se dedicó a hacer tiempo paseando calle arriba y calle abajo antes de aproximarse al portal de la viuda y tocar el timbre. Acostumbraba a hacer gala de una puntualidad británica; no le gustaba presentarse en los sitios antes de tiempo pero prácticamente nunca llegaba tarde a ningún lado. Consideraba que no se podía esperar mucho de la gente que no era puntual, si bien permitía algunas excepciones pues algunos de sus amigos tenían ese defecto y tampoco era plan de perder las amistades únicamente por ese motivo.
Isabel Sampedro le abrió sobre la marcha y Lorenzo subió a su piso. Una vez dentro la acompañó a la sala de estar, decorada austeramente pero con cierto gusto, donde ambos tomaron asiento en sendos sillones de tonalidad crema. La viuda vestía de oscuro, aunque no de luto, y en su rostro se podía apreciar que aún no había terminado de encajar la muerte de su marido. Lorenzo pensó instintivamente que aquella escena tenía cierto aire a película de cine negro, aunque estaba claro que él no era Philip Marlowe ni Sam Spade.
—¿Quieres tomar algo? ¿Un café, una copa?
«Preferiría un Trina manzana pero sospecho que no quedaría muy profesional». Se abstuvo de decirlo en voz alta y dijo en cambio:
—No, gracias, estoy bien.
«Y ahora ella dirá que le apetece un café y se marchará a la cocina a prepararlo». Pero no fue así, Isabel no se movió del sillón en el que, más que sentarse, se había dejado caer.
—Bien, como quieras. La verdad es que no sé muy bien cómo proceder —dijo con actitud sosegada.
—Descuide, ya me encargo yo. —Se esforzó por sonreír y mostrar un gesto de tranquilidad que en realidad no albergaba en su interior. Era su primer caso serio, un asesinato ni más ni menos, y ahora estaba protagonizando su propia película... sólo que aquello era real. ¿Cómo demonios iba a estar tranquilo?—. Creo que lo mejor será que le haga algunas preguntas preliminares para que me pueda hacer una idea de quién era su marido, cómo se comportaba, qué amistades frecuentaba, ese tipo de cosas...
—Bueno, pues empezaré por el principio. Tú aún eres joven, tienes toda la vida por delante... Cuando se es joven todo es alegre, bonito y estupendo, conoces a alguien... Me parece que tú...
—Sí. Se llama Sara.
—Bueno, pues ya sabes cómo es. Es una sensación maravillosa. —Se interrumpió momentáneamente como transportada a aquella época feliz de su vida. No duró mucho su ensoñación—. En fin, Ricardo trabajaba para la empresa AGISS, como ya sabrás.
—Sí.
—Antes había trabajado en otras empresas menos importantes pero ahora ya llevaba unos cuantos años ahí y bueno... vivíamos bien. Quiero decir, este piso supongo que no da la sensación de ser una maravilla —Lorenzo puso cara de poker y se limitó a escuchar; en realidad a lo único que había prestado atención de toda la habitación era a las estanterías, que albergaban algunas enciclopedias y un número razonable aunque no excesivo de novelas, mayoritariamente de autores conocidos—, pero no teníamos problemas económicos. Tenemos una casa en Candás, aunque no vamos... no íbamos mucho, quiero decir, sólo de veraneo y eso. La verdad es que bastante del dinero que ganaba Ricardo digamos que... desaparecía.
Por la mente de Lorenzo pasaron las palabras alcohol, drogas, coches, cachivaches tecnológicos. Preguntó con cautela:
—¿Desaparecía?
—Sí, se lo gastaba. —Se notaba que le resultaba doloroso decir aquello. Al final consiguió completar la frase—. Pero no en mí, ¿entiendes?
—Había otras —conjeturó Lorenzo con lo que intentó ser un tono neutro.
—No sé si otras en plural —respondió compungida—. Pero en singular, sí, como mínimo una que yo sepa.
—Supongo que entenderá que necesito conocer el nombre.
La respuesta no se hizo esperar.
—Patricia Cornejo, trabaja para una empresa que hace negocios con la de mi marido. No sé el nombre de la empresa.
—¿Me la podría describir?
—Es rubia, con el pelo largo, más bien alta. Ni gorda ni delgada, buen tipo. Treinta y tantos diría yo.
—¿La conoce bien?
—Me gustaría poder decirte que sí —había crispación en su voz, pero se contuvo de añadir nada despectivo—, pero lo cierto es que no. Sólo lo suficiente como para saber que yo no podía competir con ella, ya sabes. Yo le saco... le sacaba un par de años a mi marido. Ella es bastante más joven, se arregla más, te haces una idea, ¿no?
—Siento que tenga que hablar de estas cosas —se disculpó el detective—. ¿Hace mucho de eso? Que si hace mucho que existe ella, quiero decir.
—Lo sé con certeza hará un año y pico, quizá dos. Pero ya lo sospechaba de antes, aunque quizá no era la misma que ahora, no sé. Ya no tengo certeza de nada en ese sentido.
—No sé cómo expresarlo de forma suave... —Ella hizo un gesto invitándole a lanzarse al ruedo—. ¿Cree que su marido tenía tendencia a los escarceos?
—Al principio creía que no. Pensaba que simplemente se trataba de su encanto natural. Era... —se quedó pensando, buscando las palabras con los ojos clavados en la pared de enfrente— ... una especie de seductor nato. No era muy guapo estrictamente hablando, pero tenía mucho atractivo. Seducía con la mirada y, sobre todo, con la palabra. Sí, yo creo que era eso —reflexionó en voz alta—, te conquistaba por su labia. Podía hacer que te creyeses casi cualquier cosa. Al menos al principio. Supongo que por eso le iba tan bien en el trabajo.
—Al margen de esta —escogió con cuidado la palabra— mujer, ¿hay alguna otra persona de estrecha relación con su marido para bien o para mal? En otras palabras, ¿tenía algún enemigo, o alguien que pudiese, por odio o rencor, tener algún tipo de motivo para poner fin a su vida?
Isabel negó con la cabeza varias veces antes de comenzar a responder.
—No, no lo creo. En lo profesional, imagino que en su trabajo habría bastante competencia pero no sé si para llegar a esos extremos. —Lorenzo estaba más interesado en lo relativo a su vida privada. Ella lo sabía y continuó diciendo—: Y en lo personal, supongo que su relación más estrecha, por así decirlo, sería con ella. De todas formas, la máxima beneficiada con su muerte soy yo. —Expresó esto último con peculiar indiferencia.
Lorenzo no tomaba apuntes en ninguna libreta, pese a que llevaba una en el bolsillo; lo habría hecho de buena gana pero le parecía que no iba a dar buena impresión. Tomaba buena nota, eso sí, mentalmente y confiaba en apuntarlo todo nada más salir de la casa. Iría a alguna cafetería cercana y anotaría todo cuanto le pareciese relevante de la entrevista con la señora Sampedro. Pero ahora no era turno de apuntar sino de seguir indagando en la vida de aquel exmatrimonio, roto por un presunto homicidio del que, extrañamente, la policía se había desentendido por completo. Eso le hizo recordar otra de las preguntas que quería formular.
—Hay una cosa que me llama especialmente la atención en todo este asunto. Imagino que a usted también, pues de lo contrario no habría requerido mis servicios.
—¿Sí? —Arqueó casi imperceptiblemente una ceja, pese a que parecía conocer de antemano lo que el joven detective iba a decirle.
—La policía. Prácticamente se ha desentendido del tema, ¿estoy en lo correcto?
—Así es. —Suspiró profundamente, se inclinó levemente hacia adelante y continuó diciendo—: Me llamaron por teléfono para decirme que podía hacerme cargo del cuerpo, que podía enterrarle, que no había nada más que hacer, que esperar o que investigar. Estaba claro, había sido un suicidio, lo siento mucho, la acompaño en el sentimiento y todo eso, ya sabes.
Aquella mujer realmente sabía hacer de tripas corazón. Soltó la frase entera casi sin pestañear y después volvió mecánicamente a inclinarse hacia atrás, apoyando nuevamente la espalda en el respaldo del sillón.
—¿Así sin más? ¿Sin darle ninguna clase de explicación adicional?
—Así, sin más. Tal cual te he dicho. —Se había acostumbrado ya al tuteo y le resultaba casi natural.
—Esto que voy a decirle puede que le escandalice un poco, pero... ¿cree posible que la policía le haya mentido?
—Hijo, si crees aún en la policía es que eres más joven de lo que parece.
Lorenzo trató de corregir su aparente metedura de pata.
—En realidad, uno de los principales motivos por los que decidí meterme en este mundillo es porque no confío totalmente en las autoridades. Sé lo que es la corrupción, y sé de sobra que muchas veces la ley no protege precisamente al más débil. Sólo quería decir que si, en este caso concreto, le parecía factible que la policía la hubiese querido engañar deliberadamente por algo en especial. Y, sobre todo, si tiene idea de qué puede ser ese algo.
La viuda esbozó una media sonrisa. El chico no era tan inocente como parecía.
—No me dio la sensación exactamente de estar siendo engañada —dijo algo dubitativa—. Más bien me pareció que querían echarle tierra encima al asunto, que no querían molestarse en averiguar qué había pasado. Pero te puedo asegurar que mi marido jamás se hubiese tirado de un puente.
—Ya veo, es como si a alguien le molestase escarbar en el asunto, como si hubiese especial interés en no darle publicidad, ¿no?
—Sí, eso es.
Lorenzo evocó interiormente una novela negra regional que había leído el año anterior. Se titulaba L’aire de les castañes (estaba escrita en asturiano), estaba ambientada en Gijón y versaba sobre un asesinato que se había producido en la ciudad y que intentaban por todos los medios silenciar porque el asesino era el hijo de un alto cargo y las repercusiones que podría tener, de conocerse la verdad, serían nefastas para toda esa familia. ¿Se trataría de algo así aquí también?
—Bien, sólo una última cosa. El lugar donde encontraron el cuerpo. Según la prensa, el cuerpo fue descubierto de un modo casual, medio oculto bajo el puente del parque de Moreda. ¿Su marido frecuentaba ese parque?
—No que yo sepa.
—¿Sabe si se citaba con... alguien allí habitualmente?
—Si te refieres a su amiguita —dijo, tragando saliva, ostensiblemente contrariada—, no lo creo. No son precisamente chiquillos, no creo que les hiciese falta citarse en el parque ni en ningún descampado.
—¿Y con alguna otra persona, por cuestiones de negocios, quizá algo extraoficial?
—¿Te refieres a alguna clase de negocios turbulentos? No lo sé. Nunca lo había pensado. Lo desconozco, la verdad.
La vacilación en la respuesta podía deberse únicamente a la desconfianza que le inspiraba en los últimos tiempos su difunto marido. O a algo más. Lorenzo no quiso insistir.
—Sé que esto es doloroso pero... ¿pudo ver el cuerpo?
—Sí, claro, me llamaron para identificarlo.
—¿Presentaba algún tipo de herida especial?
—Tenía... —brotaron un par de pequeñas lágrimas de sus ojos, pero se recompuso al instante— ... heridas por todo el cuerpo. Dijeron que eran de la caída desde el puente. No soy médico, no sé si es cierto o no.
—Lo siento nuevamente. En fin, creo que es todo por ahora. Respecto a mis honorarios... —comenzó a decir, pero no le hizo falta continuar la frase.
—¿Quieres un cheque o necesitas algo en metálico?
—Como usted prefiera.
La mujer salió del salón y entró en otra habitación, posiblemente su dormitorio, aunque, desde donde estaba, Lorenzo no alcanzó a verlo. Volvió al cabo de un minuto con un talonario de cheques en una mano y un cheque suelto y un bolígrafo en la otra.
—¿Crees que con esto te valdrá como adelanto? —Le acercó el cheque con una cantidad que Lorenzo consideró más que apropiada.
—Sí, está perfectamente así. —La mujer hizo un gesto de asentimiento—. Bueno, creo que por el momento no necesito molestarla más —dijo levantándose del sillón. La mujer hizo lo propio—. Conforme vaya haciendo averiguaciones, le iré notificando los progresos en la investigación. Por desgracia, no le puedo prometer un mínimo de tiempo... —La viuda parecía estar conforme—. Y, por supuesto, para cualquier cosa que usted necesite, puede contactar conmigo, tanto a través del teléfono móvil como del fijo.
Isabel lo acompañó a la puerta.
—Espero que logres averiguar qué le ocurrió a mi marido.
—Créame que lo intentaré, señora Sampedro.
—Gracias.
—Gracias a usted. Hasta luego.
—Hasta luego.
Lorenzo salió de la casa de la viuda y se dirigió a la cafetería más cercana que encontró. Se sentó en una mesa y, tras pedir un Trina, sacó la libreta y un bolígrafo y comenzó a tomar nota de los datos más relevantes de su conversación con la que a partir de ahora sería su cliente. Primero anotó el nombre de la amante del fallecido, y a su lado añadió las palabras «rubia, pelo largo, alta, complexión estándar, treinta y tantos». También anotó el nombre del difunto, así como el de la empresa en la que trabajaba, y a su lado: «no especialmente guapo pero atractivo, seductor, labia, 45 años». Después, mientras se tomaba el refresco, fue escribiendo:

 

Lugar: parque de Moreda
1. ¿Lo citaron allí? ¿Quién?
2. ¿Lo mataron allí?

 

Método
1. ¿Caída/empujón desde el puente? ¿Deliberado o fortuito?
¿Y si estaba muerto antes de caer?
2. ¿Disparo/s?
3. ¿Estrangulamiento?
4. ¿Golpe mortal con algún objeto contundente?

 

Móviles posibles
1. € —> viuda, alguna empresa de la competencia, sustituto en su puesto en su propia empresa
2. Celos —> viuda, amante, ¿alguna otra amante?
3. Accidente —> forcejeo y muerte involuntaria causada por alguna persona allegada a él en un acto no planeado

 

Caso cerrado
¿Cerrado por quién y por qué?
1. ¿Implicada policía?
2. ¿Implicada clase política?
3. ¿Alguna empresa rival? En tal caso, ¿policía sobornada?
4. ¿Su propia empresa? Ídem que anterior

 

El forense llevaba puesta una camisa multicolor y uno de sus clásicos pantalones de tonalidad indeterminada. Por encima, una bata blanca atenuaba ligeramente lo estrafalario de su indumentaria. Llevaba mucho tiempo sin cortarse el pelo y se le empezaba a arremolinar por la nuca, confiriéndole un aspecto aún más desaliñado de lo habitual. Con todo, suplía su dudoso gusto estético con su gran profesionalidad. Y por ése, y no otro motivo, era por lo que trabajaba en lo que trabajaba y por lo que tenía delante de él en ese preciso instante a la «extraña pareja» de policías. Técnicamente no eran los tres únicos cuerpos allí presentes, pues sobre la mesa de trabajo de Federico Polo se hallaba además el cadáver desnudo del voluminoso hombre de la Semana Negra, decorosamente cubierto, eso sí, con una sábana blanca. Había sido identificado sin dificultad, pues llevaba encima el DNI. Se trataba de Marcos Tuero, de cincuenta y seis años, empresario de notable éxito en su sector.
—¿Y bien? —preguntó impaciente Maxi.
—Las pruebas no han hecho sino confirmar lo que ya os había anticipado ayer —comenzó con un deje de orgullo el médico—. Este hombre murió como consecuencia de tres disparos a quemarropa. Ya hemos extraído las balas. —Se retiró brevemente hacia una mesa y les tendió la bolsa de plástico en la que estaban metidas.
Los policías asintieron y el más joven cogió la bolsa, tras haber tomado nota del calibre de las balas.
—Por lo demás, no presentaba ningún síntoma de enfermedad grave, al margen de los achaques propios de la edad.
—Bueno, mucho me temo que tenemos trabajo que hacer. —Inmediatamente después de pronunciar aquellas palabras, Maxi se arrepintió de haberlas dicho. Una cosa era parecer vago y otra dar señales inequívocas de ello. Trató de arreglarlo sin mucho éxito—: Quiero decir, que el deber nos llama. Vamos, que habrá mucho que investigar y todo eso. En fin... —Y abandonó la sala de autopsias.
Daniel se quedó durante unos segundos esperando el tradicional «venga, chico» o alguna frase por el estilo, pero en esta ocasión su veterano compañero se limitó a hacer una señal con la cabeza para que le siguiese. El forense les observó marchar en silencio y a continuación reanudó sus quehaceres diarios.
Lorenzo Blanco y los crí­menes inoportunos
titlepage.xhtml
index_split_000.xhtml
index_split_001.xhtml
index_split_002.xhtml
index_split_003.xhtml
index_split_004.xhtml
index_split_005.xhtml
index_split_006.xhtml
index_split_007.xhtml
index_split_008.xhtml
index_split_009.xhtml
index_split_010.xhtml
index_split_011.xhtml
index_split_012.xhtml
index_split_013.xhtml
index_split_014.xhtml
index_split_015.xhtml
index_split_016.xhtml
index_split_017.xhtml
index_split_018.xhtml
index_split_019.xhtml
index_split_020.xhtml
index_split_021.xhtml
index_split_022.xhtml
index_split_023.xhtml
index_split_024.xhtml
index_split_025.xhtml
index_split_026.xhtml
index_split_027.xhtml
index_split_028.xhtml
index_split_029.xhtml
index_split_030.xhtml
index_split_031.xhtml
index_split_032.xhtml
index_split_033.xhtml
index_split_034.xhtml
index_split_035.xhtml
index_split_036.xhtml
index_split_037.xhtml
index_split_038.xhtml
index_split_039.xhtml
index_split_040.xhtml
index_split_041.xhtml
index_split_042.xhtml
index_split_043.xhtml
index_split_044.xhtml
index_split_045.xhtml
index_split_046.xhtml
index_split_047.xhtml
index_split_048.xhtml
index_split_049.xhtml
index_split_050.xhtml
index_split_051.xhtml
index_split_052.xhtml
index_split_053.xhtml
index_split_054.xhtml
index_split_055.xhtml
index_split_056.xhtml
index_split_057.xhtml
index_split_058.xhtml
index_split_059.xhtml
index_split_060.xhtml
index_split_061.xhtml
index_split_062.xhtml
index_split_063.xhtml
index_split_064.xhtml
index_split_065.xhtml
index_split_066.xhtml
index_split_067.xhtml
index_split_068.xhtml
index_split_069.xhtml
index_split_070.xhtml
index_split_071.xhtml
index_split_072.xhtml
index_split_073.xhtml
index_split_074.xhtml