XI En marcha
«Debe ser muy grande el placer que
proporciona el gobernar, puesto que son tantos los que aspiran a
hacerlo»
Voltaire
A la mañana siguiente se produjo la esperada
llamada telefónica.
—¿Diga?
—Eeeh, hola. —Isabel pareció extrañada de
oír una voz femenina, aunque en seguida se recompuso—. ¿Está
Lorenzo? Necesitaba hablar con él de... trabajo.
—Sí, claro, un momentín. —Sara fue a
avisarlo.
—¿Dígame?
—Hola, soy Isabel.
—Sí, la escucho.
—He estado dándole bastantes vueltas al
asunto y... —Lorenzo esperó respetuosamente a que ella concluyese
la frase— ... estoy interesada en contratarle.
—Habíamos quedado en que me podía tratar de
tú.
—Sí, bueno, es que se me hace raro contratar
a un detective y tratarle de tú, por joven que sea. En realidad se
me hace raro simplemente el hecho de tener que contratar a un
detective.
—Es algo bastante más frecuente de lo que
usted se imagina —aseveró Lorenzo, que realmente ignoraba si este
dato era cierto o no. Por lo que a él respectaba, el trabajo no
abundaba en su gremio—. Y puede llamarme indistintamente de tú o de
usted, según estime oportuno —aclaró.
—Bueno, el caso es que me gustaría que te
pusieras a investigar lo antes posible, siempre y cuando no tengas
algo más importante entre manos, claro —expresó con
educación.
—No, lo cierto es que ahora mismo puedo
dedicarme por completo a su caso. —¿Qué otra cosa iba a investigar
si no? Era su primer trabajo en lo que iba de verano—. Creo que lo
mejor sería que nos viésemos en persona para poder tomar algunos
datos y comenzar a trabajar. ¿Cuándo y dónde cree que podemos
vernos?
—Había pensado que podías venir a mi casa,
la verdad es que no tengo mucho ánimo para salir a ningún
sitio.
—Claro, lo entiendo. Pues sólo tiene que
darme su dirección y decirme una hora y allí estaré.
La conversación apenas se alargó por un par
de minutos más, Isabel le facilitó sus datos y quedaron en verse
esa misma tarde.
La tensión se podía cortar con cuchillo en
la casa consistorial. La publicación en El
Comercio del cadáver encontrado en la Semana Negra el día
anterior había provocado que el alcalde montase en cólera y, cómo
no, los principales destinatarios de esa cólera iban a ser sus
tenientes de alcalde. Nuevamente en la sala de juntas, apenas tres
días después de la última reunión, y congregados por idéntico
motivo, éstos esperaban a que Jacobo Arjona cediese la palabra para
comenzar a aportar ideas.
—Así que yo me pregunto —continuó diciendo
Jacobo—, ¿ahora qué coño vamos a hacer? Tomás, ¿ves factible un
nuevo acercamiento al jefe de policía?
—Hombre —titubeó el aludido—, yo puedo
intentar hablar con él de nuevo pero... es un tío muy estricto. Ya
aceptó muy a regañadientes lo de Moreda, dudo mucho que, si hay
algo raro en este segundo cadáver, acceda a pasarlo por alto.
—«Si hay algo raro» no, tiene que haber algo raro —puntualizó David Braña,
a riesgo de ser reprendido por el alcalde o alguno de sus
compañeros—. La gente no aparece con varios tiros entre pecho y
espalda de forma fortuita.
El alcalde se había quitado las gafas y
jugaba con las patillas. Sin soltarlas, se giró en dirección a él
con gesto fiero y, para sorpresa de todos, dijo:
—David tiene razón. Está claro que en la
Semana Negra ha habido un asesinato, eso está fuera de toda duda. Y
luego todo el numerito de los petardos para despistar, o para
llamar la atención, quién sabe, el asunto es que, aunque sea un
caso claro de asesinato, nosotros no podemos tolerar este tipo de
publicidad. Así que sólo se me ocurren dos campos de actuación, que
ahora os explicaré, y ahí es donde entraréis vosotros.
Es difícil saber qué desconcertó en mayor
medida a su junta, si el hecho de ver a Jacobo contener toda la ira
que había ido acumulando, o el que fuese él mismo quien expusiese
las posibles soluciones a su problema en vez de pedírselas a ellos
como había hecho, sin ir más lejos, tres días atrás.
—Por un lado está la llamémosle política
continuista —seguía mostrándose extremadamente comedido en sus
manifestaciones—, consistente, como os imaginaréis, en volver a
hablar con Ramón Candela y tratar de hacerle entrar en razón, cosa
que se nos antoja complicada, aunque nunca hay que descartar nada
de antemano. —Había vuelto a coger las gafas y las meneaba en el
aire al hablar con actitud aparentemente distraída—. La otra
alternativa pasa por algo verdaderamente insólito y que seguramente
no entraría en muchas quinielas —pequeña pausa teatral—: dejar a la
policía hacer su trabajo y confiar en que atrapen en breve al
asesino. Vamos, que cumplan con el cometido que les ha sido
asignado y protejan a los honrados
ciudadanos de los malvados criminales. Lo
nunca visto, ¿eh?
Su sorna fue acogida con suspicacia entre
los miembros de su gabinete de gobierno. No sabían si sonreír,
adoptar una expresión seria, reírse abiertamente o limitarse a
poner cara de circunstancias y no hacer comentario alguno. Esta
última opción se impuso mayoritariamente. Sólo Carlos Diges se
atrevió a intervenir, tímidamente eso sí, mientras el resto
esperaba el fin de la perorata.
—En ese caso nosotros no tendríamos...
—Sí, sí tendríais —fue abruptamente
interrumpido por el alcalde—. Tendríais que hacer lo que yo os
diga, siempre y cuando queráis seguir perteneciendo a esta junta...
el poco tiempo que parece quedarnos en el poder. —Un disparo no
hubiese surtido un efecto más espoleador en las mentes de aquellos
hombres. Varios quisieron alzar la voz para exponer argumentos,
pero fueron cortados tajantemente.
—Aún no os he pedido la opinión —aclaró con
serenidad pero con firmeza—. Como os he dicho, sólo se me ocurren
esas dos opciones y como, francamente, no tengo fe ciega en ninguna
de las dos, pues vamos a tirar...
—... por la calle de en medio. —David no
pudo contenerse más. Sabía que no era precisamente bueno para él
desmarcarse de alguna manera del resto de chupatintas que lo
rodeaban y a quienes únicamente les preocupaba lamer el culo a su
jefe y mantener el suyo cómodamente aposentado en el sillón. Era un
hombre de principios, «el último idealista», como le llamaba
cariñosamente su mujer, y si eso suponía un problema para ese
Gobierno, tanto peor para ellos.
—Dejemos que sea nuestro clarividente
compañero el que exponga lo que yo tengo
pensado deciros —dijo con más socarronería que maldad Jacobo, que
parecía especialmente magnánimo ese día tras el pequeño brote de
cólera del comienzo de la reunión.
—De clarividente no tengo mucho —se excusó—
pero me imagino que la idea que nos pretendías exponer es la de
buscar una solución de compromiso entre una y otra alternativa.
—Sus compañeros escuchaban con una curiosa mezcla de fascinación y
desagrado. Todos eran conocedores de su innegable talento e
inteligencia y, aunque la mayoría prefería hacerle la pelota al
alcalde, en el fondo le envidiaban por ser el único que se atrevía
a contradecirle públicamente—. Es decir, quieres que alguien vuelva
a hablar con el jefe de policía para que mande a sus hombres
silenciar en la medida de lo posible a la prensa, pero por otra
parte te gustaría que las fuerzas del orden intensificasen sus
esfuerzos para apresar al asesino lo antes posible. —«A diferencia
de lo que hiciste en el caso de Moreda, metiendo la cabeza bajo
tierra como el avestruz», pensó para sus adentros.
Jacobo dio tres melodramáticos
aplausos.
—En esencia ésa es la idea —admitió
complacido—. Menos mal que aún queda algo de materia gris sana. —No
estaba claro si lo decía porque no esperaba eso de ninguno de los
allí presentes, o de David en particular. De todos modos, nadie
entró a valorarlo—. Sólo que ese alguien que va a hablar con Ramón
no vais a ser ninguno de vosotros, sino yo en persona. Yo trataré
ambos puntos, hablaré con él para que la prensa no le dé mucho
bombo al tema y le pediré encarecidamente que haga cuanto esté en
su mano para dar con ese despiadado asesino sin escrúpulos. —¿Había
ironía en su voz? Sí, desde luego, pero ¿cuánta?—. Tomás, tú te
encargarás de concertarme esa reunión con él. —Éste asintió cual
oveja mansa—. Pero aún hay un tercer punto que no os he comentado,
un as bajo la manga. ¿David, quieres exponerlo tú también o
prefieres...?
El susodicho negó con un gesto.
—Bien, en ese caso seré yo. —El alcalde se
crecía por momentos. Le encantaba la sensación de tenerlo todo bajo
control—. Paralelamente a mi encuentro con Ramón, vosotros, y ahí
es, por fin, donde entráis vosotros, todos y cada uno de los aquí
presentes os organizaréis como os venga en gana y usando los
recursos, contactos y medios que os dé la real gana, para encontrar
cualquier tipo de asunto digamos... turbio, o poco claro, en
relación con la vida y obra de nuestro querido jefe de policía. Lo
quiero saber —y en este momento su voz se transformó por completo.
Pasó de un timbre cálido y casi afable a un tono duro, brutal,
implacable— todo sobre él, sobre su
familia, sus amistades, su trabajo, sus costumbres. Cualquier cosa
que podáis encontrar —siguió diciendo con igual dureza, sin mostrar
el más mínimo atisbo de debilidad—: si tiene una amante, si se va
de putas, si es marica, si tiene un hijo yonqui, una hija que hace
la calle, si defrauda a Hacienda, si no recicla, si se tira pedos
en la vía pública, si no se le empina... Quiero un seguimiento día
y noche hasta que deis con algo, por pequeño que sea, y, en cuanto
lo tengáis, y más vale que sea más pronto que tarde, venís cagando
leches y me lo hacéis saber. ¿Me he expresado con suficiente
claridad? —Su gélida sonrisa final no dio pie a ninguna réplica—.
Bien, por lo que a mí respecta —la inflexión de su voz volvía a ser
la inicial, turbadoramente cordial—, nada más. ¿Dudas, comentarios,
sugerencias... vaticinios?
David no se quiso dar por aludido ante esta
pulla. Ni él ni nadie expresó duda o pregunta alguna y todos se
fueron por donde habían venido, posiblemente con un pensamiento
unánime en mente: tratar con aquel tío debía ser lo más parecido a
hacer prácticas de psicología con gente que sufriese trastorno
bipolar.
Lorenzo llegó con algo más de cinco minutos
de adelanto respecto a la hora concertada, así que se dedicó a
hacer tiempo paseando calle arriba y calle abajo antes de
aproximarse al portal de la viuda y tocar el timbre. Acostumbraba a
hacer gala de una puntualidad británica; no le gustaba presentarse
en los sitios antes de tiempo pero prácticamente nunca llegaba
tarde a ningún lado. Consideraba que no se podía esperar mucho de
la gente que no era puntual, si bien permitía algunas excepciones
pues algunos de sus amigos tenían ese defecto y tampoco era plan de
perder las amistades únicamente por ese motivo.
Isabel Sampedro le abrió sobre la marcha y
Lorenzo subió a su piso. Una vez dentro la acompañó a la sala de
estar, decorada austeramente pero con cierto gusto, donde ambos
tomaron asiento en sendos sillones de tonalidad crema. La viuda
vestía de oscuro, aunque no de luto, y en su rostro se podía
apreciar que aún no había terminado de encajar la muerte de su
marido. Lorenzo pensó instintivamente que aquella escena tenía
cierto aire a película de cine negro, aunque estaba claro que él no
era Philip Marlowe ni Sam Spade.
—¿Quieres tomar algo? ¿Un café, una
copa?
«Preferiría un Trina manzana pero sospecho
que no quedaría muy profesional». Se abstuvo de decirlo en voz alta
y dijo en cambio:
—No, gracias, estoy bien.
«Y ahora ella dirá que le apetece un café y
se marchará a la cocina a prepararlo». Pero no fue así, Isabel no
se movió del sillón en el que, más que sentarse, se había dejado
caer.
—Bien, como quieras. La verdad es que no sé
muy bien cómo proceder —dijo con actitud sosegada.
—Descuide, ya me encargo yo. —Se esforzó por
sonreír y mostrar un gesto de tranquilidad que en realidad no
albergaba en su interior. Era su primer caso serio, un asesinato ni
más ni menos, y ahora estaba protagonizando su propia película...
sólo que aquello era real. ¿Cómo demonios iba a estar tranquilo?—.
Creo que lo mejor será que le haga algunas preguntas preliminares
para que me pueda hacer una idea de quién era su marido, cómo se
comportaba, qué amistades frecuentaba, ese tipo de cosas...
—Bueno, pues empezaré por el principio. Tú
aún eres joven, tienes toda la vida por delante... Cuando se es
joven todo es alegre, bonito y estupendo, conoces a alguien... Me
parece que tú...
—Sí. Se llama Sara.
—Bueno, pues ya sabes cómo es. Es una
sensación maravillosa. —Se interrumpió momentáneamente como
transportada a aquella época feliz de su vida. No duró mucho su
ensoñación—. En fin, Ricardo trabajaba para la empresa AGISS, como
ya sabrás.
—Sí.
—Antes había trabajado en otras empresas
menos importantes pero ahora ya llevaba unos cuantos años ahí y
bueno... vivíamos bien. Quiero decir, este piso supongo que no da
la sensación de ser una maravilla —Lorenzo puso cara de poker y se limitó a escuchar; en realidad a lo
único que había prestado atención de toda la habitación era a las
estanterías, que albergaban algunas enciclopedias y un número
razonable aunque no excesivo de novelas, mayoritariamente de
autores conocidos—, pero no teníamos problemas económicos. Tenemos
una casa en Candás, aunque no vamos... no íbamos mucho, quiero decir, sólo de veraneo y eso.
La verdad es que bastante del dinero que ganaba Ricardo digamos
que... desaparecía.
Por la mente de Lorenzo pasaron las palabras
alcohol, drogas, coches, cachivaches tecnológicos. Preguntó con
cautela:
—¿Desaparecía?
—Sí, se lo gastaba. —Se notaba que le
resultaba doloroso decir aquello. Al final consiguió completar la
frase—. Pero no en mí, ¿entiendes?
—Había otras —conjeturó Lorenzo con lo que
intentó ser un tono neutro.
—No sé si otras en plural —respondió
compungida—. Pero en singular, sí, como mínimo una que yo
sepa.
—Supongo que entenderá que necesito conocer
el nombre.
La respuesta no se hizo esperar.
—Patricia Cornejo, trabaja para una empresa
que hace negocios con la de mi marido. No sé el nombre de la
empresa.
—¿Me la podría describir?
—Es rubia, con el pelo largo, más bien alta.
Ni gorda ni delgada, buen tipo. Treinta y tantos diría yo.
—¿La conoce bien?
—Me gustaría poder decirte que sí —había
crispación en su voz, pero se contuvo de añadir nada despectivo—,
pero lo cierto es que no. Sólo lo suficiente como para saber que yo
no podía competir con ella, ya sabes. Yo le saco... le sacaba un par de años a mi marido. Ella es bastante
más joven, se arregla más, te haces una idea, ¿no?
—Siento que tenga que hablar de estas cosas
—se disculpó el detective—. ¿Hace mucho de eso? Que si hace mucho
que existe ella, quiero decir.
—Lo sé con certeza hará un año y pico, quizá
dos. Pero ya lo sospechaba de antes, aunque quizá no era la misma
que ahora, no sé. Ya no tengo certeza de nada en ese sentido.
—No sé cómo expresarlo de forma suave...
—Ella hizo un gesto invitándole a lanzarse al ruedo—. ¿Cree que su
marido tenía tendencia a los escarceos?
—Al principio creía que no. Pensaba que
simplemente se trataba de su encanto natural. Era... —se quedó
pensando, buscando las palabras con los ojos clavados en la pared
de enfrente— ... una especie de seductor nato. No era muy guapo
estrictamente hablando, pero tenía mucho atractivo. Seducía con la
mirada y, sobre todo, con la palabra. Sí, yo creo que era eso
—reflexionó en voz alta—, te conquistaba por su labia. Podía hacer
que te creyeses casi cualquier cosa. Al menos al principio. Supongo
que por eso le iba tan bien en el trabajo.
—Al margen de esta —escogió con cuidado la
palabra— mujer, ¿hay alguna otra persona de estrecha relación con
su marido para bien o para mal? En otras palabras, ¿tenía algún
enemigo, o alguien que pudiese, por odio o rencor, tener algún tipo
de motivo para poner fin a su vida?
Isabel negó con la cabeza varias veces antes
de comenzar a responder.
—No, no lo creo. En lo profesional, imagino
que en su trabajo habría bastante competencia pero no sé si para
llegar a esos extremos. —Lorenzo estaba más interesado en lo
relativo a su vida privada. Ella lo sabía y continuó diciendo—: Y
en lo personal, supongo que su relación más estrecha, por así
decirlo, sería con ella. De todas formas, la máxima beneficiada con
su muerte soy yo. —Expresó esto último con peculiar
indiferencia.
Lorenzo no tomaba apuntes en ninguna
libreta, pese a que llevaba una en el bolsillo; lo habría hecho de
buena gana pero le parecía que no iba a dar buena impresión. Tomaba
buena nota, eso sí, mentalmente y confiaba en apuntarlo todo nada
más salir de la casa. Iría a alguna cafetería cercana y anotaría
todo cuanto le pareciese relevante de la entrevista con la señora
Sampedro. Pero ahora no era turno de apuntar sino de seguir
indagando en la vida de aquel exmatrimonio, roto por un presunto
homicidio del que, extrañamente, la policía se había desentendido
por completo. Eso le hizo recordar otra de las preguntas que quería
formular.
—Hay una cosa que me llama especialmente la
atención en todo este asunto. Imagino que a usted también, pues de
lo contrario no habría requerido mis servicios.
—¿Sí? —Arqueó casi imperceptiblemente una
ceja, pese a que parecía conocer de antemano lo que el joven
detective iba a decirle.
—La policía. Prácticamente se ha
desentendido del tema, ¿estoy en lo correcto?
—Así es. —Suspiró profundamente, se inclinó
levemente hacia adelante y continuó diciendo—: Me llamaron por
teléfono para decirme que podía hacerme cargo del cuerpo, que podía
enterrarle, que no había nada más que hacer, que esperar o que
investigar. Estaba claro, había sido un suicidio, lo siento mucho,
la acompaño en el sentimiento y todo eso, ya sabes.
Aquella mujer realmente sabía hacer de
tripas corazón. Soltó la frase entera casi sin pestañear y después
volvió mecánicamente a inclinarse hacia atrás, apoyando nuevamente
la espalda en el respaldo del sillón.
—¿Así sin más? ¿Sin darle ninguna clase de
explicación adicional?
—Así, sin más. Tal cual te he dicho. —Se
había acostumbrado ya al tuteo y le resultaba casi natural.
—Esto que voy a decirle puede que le
escandalice un poco, pero... ¿cree posible que la policía le haya
mentido?
—Hijo, si crees aún en la policía es que
eres más joven de lo que parece.
Lorenzo trató de corregir su aparente
metedura de pata.
—En realidad, uno de los principales motivos
por los que decidí meterme en este mundillo es porque no confío
totalmente en las autoridades. Sé lo que
es la corrupción, y sé de sobra que muchas veces la ley no protege
precisamente al más débil. Sólo quería decir que si, en este caso
concreto, le parecía factible que la policía la hubiese querido
engañar deliberadamente por algo en especial. Y, sobre todo, si
tiene idea de qué puede ser ese algo.
La viuda esbozó una media sonrisa. El chico
no era tan inocente como parecía.
—No me dio la sensación exactamente de estar
siendo engañada —dijo algo dubitativa—. Más bien me pareció que
querían echarle tierra encima al asunto, que no querían molestarse
en averiguar qué había pasado. Pero te puedo asegurar que mi marido
jamás se hubiese tirado de un puente.
—Ya veo, es como si a alguien le molestase
escarbar en el asunto, como si hubiese especial interés en no darle
publicidad, ¿no?
—Sí, eso es.
Lorenzo evocó interiormente una novela negra
regional que había leído el año anterior. Se titulaba L’aire de les castañes (estaba escrita en
asturiano), estaba ambientada en Gijón y versaba sobre un asesinato
que se había producido en la ciudad y que intentaban por todos los
medios silenciar porque el asesino era el hijo de un alto cargo y
las repercusiones que podría tener, de conocerse la verdad, serían
nefastas para toda esa familia. ¿Se trataría de algo así aquí
también?
—Bien, sólo una última cosa. El lugar donde
encontraron el cuerpo. Según la prensa, el cuerpo fue descubierto
de un modo casual, medio oculto bajo el puente del parque de
Moreda. ¿Su marido frecuentaba ese parque?
—No que yo sepa.
—¿Sabe si se citaba con... alguien allí
habitualmente?
—Si te refieres a su amiguita —dijo, tragando saliva, ostensiblemente
contrariada—, no lo creo. No son precisamente chiquillos, no creo
que les hiciese falta citarse en el parque ni en ningún
descampado.
—¿Y con alguna otra persona, por cuestiones
de negocios, quizá algo extraoficial?
—¿Te refieres a alguna clase de negocios
turbulentos? No lo sé. Nunca lo había pensado. Lo desconozco, la
verdad.
La vacilación en la respuesta podía deberse
únicamente a la desconfianza que le inspiraba en los últimos
tiempos su difunto marido. O a algo más. Lorenzo no quiso
insistir.
—Sé que esto es doloroso pero... ¿pudo ver
el cuerpo?
—Sí, claro, me llamaron para
identificarlo.
—¿Presentaba algún tipo de herida
especial?
—Tenía... —brotaron un par de pequeñas
lágrimas de sus ojos, pero se recompuso al instante— ... heridas
por todo el cuerpo. Dijeron que eran de la caída desde el puente.
No soy médico, no sé si es cierto o no.
—Lo siento nuevamente. En fin, creo que es
todo por ahora. Respecto a mis honorarios... —comenzó a decir, pero
no le hizo falta continuar la frase.
—¿Quieres un cheque o necesitas algo en
metálico?
—Como usted prefiera.
La mujer salió del salón y entró en otra
habitación, posiblemente su dormitorio, aunque, desde donde estaba,
Lorenzo no alcanzó a verlo. Volvió al cabo de un minuto con un
talonario de cheques en una mano y un cheque suelto y un bolígrafo
en la otra.
—¿Crees que con esto te valdrá como
adelanto? —Le acercó el cheque con una cantidad que Lorenzo
consideró más que apropiada.
—Sí, está perfectamente así. —La mujer hizo
un gesto de asentimiento—. Bueno, creo que por el momento no
necesito molestarla más —dijo levantándose del sillón. La mujer
hizo lo propio—. Conforme vaya haciendo averiguaciones, le iré
notificando los progresos en la investigación. Por desgracia, no le
puedo prometer un mínimo de tiempo... —La viuda parecía estar
conforme—. Y, por supuesto, para cualquier cosa que usted necesite,
puede contactar conmigo, tanto a través del teléfono móvil como del
fijo.
Isabel lo acompañó a la puerta.
—Espero que logres averiguar qué le ocurrió
a mi marido.
—Créame que lo intentaré, señora
Sampedro.
—Gracias.
—Gracias a usted. Hasta luego.
—Hasta luego.
Lorenzo salió de la casa de la viuda y se
dirigió a la cafetería más cercana que encontró. Se sentó en una
mesa y, tras pedir un Trina, sacó la libreta y un bolígrafo y
comenzó a tomar nota de los datos más relevantes de su conversación
con la que a partir de ahora sería su cliente. Primero anotó el
nombre de la amante del fallecido, y a su lado añadió las palabras
«rubia, pelo largo, alta, complexión estándar, treinta y tantos».
También anotó el nombre del difunto, así como el de la empresa en
la que trabajaba, y a su lado: «no especialmente guapo pero
atractivo, seductor, labia, 45 años». Después, mientras se tomaba
el refresco, fue escribiendo:
Lugar: parque de Moreda
1. ¿Lo citaron allí? ¿Quién?
2. ¿Lo mataron allí?
Método
1. ¿Caída/empujón desde el puente?
¿Deliberado o fortuito?
¿Y si estaba muerto antes de caer?
2. ¿Disparo/s?
3. ¿Estrangulamiento?
4. ¿Golpe mortal con algún objeto
contundente?
Móviles posibles
1. € —> viuda, alguna empresa de la
competencia, sustituto en su puesto en su propia empresa
2. Celos —> viuda, amante, ¿alguna otra
amante?
3. Accidente —> forcejeo y muerte
involuntaria causada por alguna persona allegada a él en un acto no
planeado
Caso cerrado
¿Cerrado por quién y por qué?
1. ¿Implicada policía?
2. ¿Implicada clase política?
3. ¿Alguna empresa rival? En tal caso,
¿policía sobornada?
4. ¿Su propia empresa? Ídem que
anterior
El forense llevaba puesta una camisa
multicolor y uno de sus clásicos pantalones de tonalidad
indeterminada. Por encima, una bata blanca atenuaba ligeramente lo
estrafalario de su indumentaria. Llevaba mucho tiempo sin cortarse
el pelo y se le empezaba a arremolinar por la nuca, confiriéndole
un aspecto aún más desaliñado de lo habitual. Con todo, suplía su
dudoso gusto estético con su gran profesionalidad. Y por ése, y no
otro motivo, era por lo que trabajaba en lo que trabajaba y por lo
que tenía delante de él en ese preciso instante a la «extraña
pareja» de policías. Técnicamente no eran los tres únicos cuerpos
allí presentes, pues sobre la mesa de trabajo de Federico Polo se
hallaba además el cadáver desnudo del voluminoso hombre de la
Semana Negra, decorosamente cubierto, eso sí, con una sábana
blanca. Había sido identificado sin dificultad, pues llevaba encima
el DNI. Se trataba de Marcos Tuero, de cincuenta y seis años,
empresario de notable éxito en su sector.
—¿Y bien? —preguntó impaciente Maxi.
—Las pruebas no han hecho sino confirmar lo
que ya os había anticipado ayer —comenzó con un deje de orgullo el
médico—. Este hombre murió como consecuencia de tres disparos a
quemarropa. Ya hemos extraído las balas. —Se retiró brevemente
hacia una mesa y les tendió la bolsa de plástico en la que estaban
metidas.
Los policías asintieron y el más joven cogió
la bolsa, tras haber tomado nota del calibre de las balas.
—Por lo demás, no presentaba ningún síntoma
de enfermedad grave, al margen de los achaques propios de la
edad.
—Bueno, mucho me temo que tenemos trabajo
que hacer. —Inmediatamente después de pronunciar aquellas palabras,
Maxi se arrepintió de haberlas dicho. Una cosa era parecer vago y
otra dar señales inequívocas de ello. Trató de arreglarlo sin mucho
éxito—: Quiero decir, que el deber nos llama. Vamos, que habrá
mucho que investigar y todo eso. En fin... —Y abandonó la sala de
autopsias.
Daniel se quedó durante unos segundos
esperando el tradicional «venga, chico» o
alguna frase por el estilo, pero en esta ocasión su veterano
compañero se limitó a hacer una señal con la cabeza para que le
siguiese. El forense les observó marchar en silencio y a
continuación reanudó sus quehaceres diarios.