XXVII Brainstorming

 

 

«Un hombre con una idea nueva es un loco hasta que la idea triunfa»
Mark Twain

 

—Sería demasiado sencillo... —objetó Maxi—. Muy novelesco, ¿no?
—Reconozco que tienes razón. Suena muy a novela, pero ¿tenemos algo mejor? La cosa es así —recapituló Daniel—: Jaime Cano, quién sabe si compinchado con Arturo Doriga, localiza al tío este, Marcos Tuero, que se había ido de rositas cuando lo de León. Saben que cubrió a su colega, el pederasta que presuntamente abusó del sobrino de Jaime, así que él también tiene que pagar por haberle, cuando menos, encubierto.
—Vale, Jaime tiene móvil. ¿Pero Arturo por qué? ¿Simplemente por solidaridad?
—Quizá él también tuviese algún familiar o persona cercana implicada.
Maxi pareció sopesar la respuesta unos instantes. Después replicó:
—Arturo está divorciado. Dos veces. Pero no tiene hijos, al menos que sepamos.
—Vale, pues centrémonos sólo en Jaime.
—Vale. Y luego va y publica un artículo en su periódico criticando que el Gobierno pase de investigar los crímenes y se dedique a contar gilipolleces sobre sus salarios, y de paso deja en entredicho la capacidad de nuestro Cuerpo. Se regodea de su crimen, según tú, ¿no es eso?
—Comete el crimen, y se jacta de ello porque, a fin de cuentas, ese tío, Marcos, no era trigo limpio.
—Pero no fue el que abusó de su sobrino... Ése fue el otro, «El Lute».
—No lo sabemos a ciencia cierta. Además, en cualquier caso, colaboraba con él. Y nos consta que lo encubrió.
—Todo son suposiciones.
—Claro. Así funciona nuestro trabajo, ¿no? Tú lo sabes mejor que nadie, llevas muchos más años que yo aquí.
—Muy bien. Supongamos, pues, que tienes razón. Jaime lo hizo, ¿correcto?
—No lo sé. Tenemos que volver a comprobar su coartada, parecía sólida, pero sí, yo creo que fue él.
—¿Y Arturo?
—Es su cómplice, quizá le ayudó de algún modo. No lo sé.
—Puede que sea nuestro trabajo hacer conjeturas, chico, pero necesitamos una base más firme para empapelar a estos tipos, en el caso de que sean culpables. Y, sinceramente, si lo son, tampoco les culpo, pensándolo fríamente.
Daniel miró fijamente a los ojos de su veterano compañero y le hizo una pregunta muy directa:
—¿Te cargarías a un cómplice de quien abusó de tu sobrino? A un cómplice, ¿eh?, no al autor material.
—Me cargaría a todo bicho viviente que tuviese la más mínima relación con el puto caso. A todo hijo de vecino. No dejaría títere con cabeza.
Daniel esbozó una media sonrisa que denotaba empatía.
—¿Sabes qué? Aunque sea una burrada —Maxi asintió con una humildad poco frecuente en él, pero no interrumpió a su compañero—, creo que yo haría exactamente lo mismo que tú.
—Bueno, habrá que ponerse a ello —zanjó Maxi—. ¿Tú te encargas de investigar de nuevo todo lo relacionado con el de La Nueva España, por ejemplo, y yo me pongo con el de El Comercio?
—Trato hecho.

 

En el altillo de la cafetería El Pinar, situada en mitad de la calle Menéndez Pelayo, apenas a dos minutos de la playa de San Lorenzo, se encontraban ya Lorenzo y Sara, esperando por Miguel. El joven detective había citado a su amigo para comentar entre los tres el caso e intentar darle el enfoque adecuado. El local estaba bastante concurrido en la parte de abajo, pero en la parte superior sólo había otra mesa ocupada, a cierta distancia de la suya, en la que tres mujeres octogenarias tomaban un café y contaban chismes. Cuando Miguel llegó, se acercó a la barra para pedir y luego enfiló las escaleras para subir al altillo.
—Muy buenas.
—¿Qué tal, Migue?
Se sentó a su mesa, y contempló con agrado el generoso pincho que había sobre la mesa, compuesto por dos panecillos con queso Filadelfia, dos croquetas y dos empanadillas, acompañando al Trina manzana y la Coca-cola light que habían pedido sus amigos.
—Así que ahora me vas a conceder el honor de compartir conmigo información estrictamente confidencial sobre tu tan misteriosa investigación —fue el mordaz arranque de la conversación. Miguel parecía con ganas de guerra.
—Hombre, con la única condición de que no reveles nada... De lo contrario, tendría que matarte.
—Con tus propias manos.
Na, eso ensucia mucho. Contrataría a un sicario.
—¿Rollo mafia? ¿Una corbata colombiana quizá?
—Sí, algo así.
Llegó la camarera con la Coca-cola de Miguel, y un nuevo pack de croqueta, empanadilla y panecillo con queso Filadelfia. Una vez se hubo marchado, continuaron hablando.
—Ahora totalmente en serio, ¿de verdad me vas a dejar tomar parte en el caso?
—Lo que quiero —y pasó la mirada de Miguel a Sara para volver al primero— es que ambos me echéis un cable. Que hagamos un brainstorming3 de ésos que gustan tanto en las empresas autoproclamadas vanguardistas y dinámicas.
—Pues esa técnica de vanguardista tiene poco —comentó Miguel mientras sostenía su empanadilla—. Debió surgir en los años cincuenta o sesenta. —Y engulló la empanadilla.
—Bueno, pero no me negarás que las empresas que lo hacen se creen muy cool y muy modennas.
—No te lo niego, no. Cuéntanos. O mejor dicho, cuéntame, que seguro que Sara ya está al tanto de todo.
—De todo de todo no —protestó tibiamente ella.
—Bueno, primero os cuento y luego os dejo que juguemos al Cluedo si os parece. La situación es la siguiente... —Les resumió, principalmente para Miguel, cómo Isabel lo había contratado para hacer el trabajo del que la policía se había desentendido. Luego dijo—: Bueno, la cosa está así: consigo, por métodos que no vienen al caso —Sara le miró con algo de reproche pero no dijo nada—, una copia del expediente de la policía donde descubro una serie de cuestiones, a saber...
—... y a saber cuál.
Los dos sonrieron mientras Sara les miraba con cara rara.
—Lo decían en una serie, cuando enumeraban cosas —aclaró el ingeniero.
—Manos a la obra, la de Manolo y Benito —apostilló el detective. Sara asintió, dándose por enterada.
Después recapituló cómo, gracias al expediente, tuvo la confirmación oficial de que Ricardo había muerto envenenado, que había recibido varias llamadas perdidas la noche de autos y que existía una presunta testigo presencial que vio a alguien alejarse de la escena del crimen.
—¿Me dejo algo?
—Lo del abuelo y el crío... —sugirió la chica.
—Cierto. El cuerpo fue encontrado por un abuelo o, mejor dicho, por su nieto que se lo enseñó a su abuelo. Estaba semioculto entre los matorrales debajo del puente. Camuflado de una forma bastante chapucera al parecer.
Miguel ya había dado buena cuenta de la empanadilla y la croqueta y se disponía a engullir el panecillo cuando comentó:
—Vale, eso son los precedentes. Ahora ponme, esto... ponnos al día de cuánto has averiguado hasta el momento.
Les relató entonces su entrevista con la viuda, donde se enteró de la existencia de una amante, su aciaga visita al parque de Moreda en busca del corredor misterioso y el anuncio del periódico, del que Miguel ya estaba enterado.
—Te concedo que el plan es ingenioso pero... es como buscar una aguja en un pajar.
—Tienes razón. No parecía tener muchos visos de funcionar... —reconoció Lorenzo—. Pues sorprendentemente sí ha funcionado.
Les contó la llamada de Luisa, citándose para hablar sobre su perrito, y les informó de cómo averiguó la identidad de las personas que llamaron al difunto aquella fatídica tarde-noche.
—Ahí es donde recurres a Roberto, ignorándome por completo.
—Él está más acostumbrado que tú a ese tipo de asuntos.
—¿A los asuntos ilegales, quieres decir?
—Bueno, él no me pidió ninguna explicación...
—Y yo sí te las pediría, ¿no? Claro, yo soy mucho más cotilla, ¿dónde vas a parar? —protestó con escasa vehemencia—. De todos modos, ahora me lo estás contando igualmente.
—Ya, también es verdad. En fin, el ser humano es contradictorio, ¿no?
—Como diría el «Gran Capitán»: sí, bueno, ¿no?
Los tres se rieron con la imitación de Raúl4. Lorenzo prosiguió:
—¿Y a que no sabéis qué? Una de ellas es la amante de la que me habló Isabel.
—No jodas.
—Sí, sí.
—Estás teniendo mucha suerte, me da a mí.
—La suerte hay que buscarla.
Touché.
—Bueno, sigo. Y ayer es cuando se produce el gran punto de inflexión de esta historia, al menos hasta el momento. Llamo por teléfono a ambas mujeres, para sonsacarles información, aparte de citarme con Luisa, la paisana que me llamó por lo del perro.
Les explicó que para que Patricia y Diana accediesen a proporcionarle información había utilizado el «truco más viejo del mundo»: decir que era de la policía, para sorpresa de Miguel. Lorenzo aclaró:
—Además, una llamada de la poli, aunque no hayas cometido ningún delito (que tú sepas), siempre causa cierto... respeto.
—Yo más bien diría que acojona. Igual es porque no soy tan fino como tú.
—Igual es por eso. Bueno, el caso es que las llamadas han sido de lo más jugosas. Descubro lo siguiente: Patricia pilla un rebote del carajo, y no reconoce para nada tener más relación con Ricardo que la estrictamente derivada de sus profesiones.
—¿En qué trabaja?
—Ah, sí, es verdad, que no te lo había dicho. Trabaja de responsable de dirección o de estrategia o alguna chuminada de ésas que nadie sabe bien en qué consiste en una consultora, y Ricardo trabajaba en otra empresa parecida, de nombre AGISS. Según me dijeron, tanto la viuda como la propia Patricia, sus empresas colaboraban, hacían negocios juntas.
—Ajá.
—Sí, sí, pero «no se vayan todavía, que aún hay más». Llamo a la otra, Diana, de la que lo único que sé es su nombre. Parece más complicado sobre el papel que me cuente nada, pero se traga sin problemas lo de que soy poli y me dice que se conocen de hacer negocios juntos de vez en cuando, igual que Patricia, y... tatatachán, tachán.
Tanto la traductora como el ingeniero clavaron sus miradas en la del detective, elevando las cejas interrogativamente él, abriendo los ojos como platos ella. Lorenzo se hizo el interesante durante unos segundos para luego decir:
—Me confiesa que tenía una aventura con él.
—No fastidies.
—Sí, sí, como lo oís. Le costó lo suyo contener las lágrimas al referirse a él, a su pérdida.
—Por supuesto, de esto la viuda no tiene ni idea, ¿no?
—Si no me ha mentido u ocultado información, no. Aunque es cierto que dio a entender que le había sido infiel con más de una mujer, afirmó sólo conocer a la otra, a Patricia, la amante oficial por así decirlo.
—Así que el caso se complica.
—Sí y no. Ahí es donde entráis vosotros.
—No le has contado lo de Luisa —sugirió Sara, que había estado callada la mayor parte de la conversación.
—Menos mal que estás en todo. —Le dio un beso en la mejilla a la chica y le explicó esa parte a su amigo.
Dio un largo trago a su Trina y Miguel aprovechó para preguntar:
—¿Y ahora es cuando jugamos al Cluedo?
—Exacto. Aunque antes dejadme que os cuente, ya para terminar, mis conjeturas iniciales. Por un lado tenemos las hipótesis de la muerte —y comenzó a enumerar los puntos de la lista manuscrita que había confeccionado días atrás—: se me ocurren hasta cuatro diferentes, aunque parecidas. Dado que tenemos claro, al menos así lo dictaminó el forense, que la causa de la muerte fue el envenenamiento, puede haber ocurrido: a) que se haya envenenado el propio Ricardo, de alguna extraña forma accidental, y que a posteriori alguien lo haya arrojado desde el puente, para simular un asesinato. Ni idea de por qué. b) Que se haya envenenado el propio Ricardo, pero adrede, vamos, que se haya suicidado. Y luego lo mismo que antes, alguien lo encuentra y, para encubrirle, lo arroja desde el puente. c) Que alguien diferente a él haya sido quien lo haya envenenado —Miguel estuvo tentado de decir algo pero Lorenzo le paró con un gesto y siguió diciendo—: Y ese mismo alguien le tira del puente. Y, por último, d) que haya un par de cómplices. Uno le envenena y el otro le tira. Es quizá lo más enrevesado pero no por ello descartable.
Las tres octogenarias estaban empezando a levantarse con intención de abandonar el local. Les iba a llevar su tiempo ponerse en pie, coger sus bolsos, bajar las escaleras y pagar en la barra, pero no parecían tener mucha prisa. Una de ellas miró hacia su mesa con esa indiscreción tan característica en la gente de edad avanzada, a quien ya le importa un bledo todo, y escrutó con la mirada primero a los dos amigos y luego a la chica. Mientras les daba un repaso visual completo, Lorenzo dijo con naturalidad y una media sonrisa en los labios:
—Seguro que está preguntándose si hacemos tríos.
Miguel y Sara se rieron estruendosamente mientras Lorenzo seguía con la vista fija en la anciana, ganando en el reto de miradas pues ésta, al sentirse observada, terminó por desviar la vista hacia sus compañeras de mesa.
—Antes quería preguntar —dijo al fin Miguel— por los sospechosos.
—Un segundo, que aún tengo otra cosa antes. El segundo punto del día, tras las hipótesis que os acabo de contar, son las preguntas sin resolver. En particular se me ocurren las siguientes: primera, y quizá la más llamativa, ¿por qué demonios pasa la poli de investigar más? En especial, teniendo en cuenta que saben, a través del forense, que no fue un suicidio. Segunda, el tío no llevaba documentación ni nada, aparte de su bonito y caro traje de ejecutivo, pero el móvil estaba por allí cerca (y así fue cómo rápidamente se supo quién era). ¿Fue un descuido o fue a propósito? Tercera —las señoras comenzaron a enfilar la escalera, aunque una de ellas aún tuvo tiempo de echar un último vistazo a la mesa del brainstorming. Lorenzo le sostuvo la mirada como había hecho con su compañera y ésta giró la cabeza en gesto de desaprobación—, me consta, gracias a las llamadas que he hecho, que la poli llegó a hablar con Patricia, si su testimonio es fiable. Ignoro, no obstante, si hablaron o no con Diana. En cualquier caso, tenían sus teléfonos y eran las últimas que lo llamaron. Deberían haber hablado con ambas. —Paró un segundo para coger aire—. Y cuarta, y quizá la más importante, ¿por qué demonios lo envenenaron? O sea, dejando a un lado las hipótesis de suicidio, te vas a cargar a alguien y lo envenenas, que podría ser un método no detectable —aunque no haya sido éste el caso—, pero luego lo despeñas desde un puente para que todo el mundo lo vea y para que encuentren el cuerpo en el parque, en vez de en una casa particular. No sé, por un lado parece que no quieren publicidad pero a la vez es obvio que el caso la va a tener si aparece un fiambre en medio de un parque público. ¿En qué quedamos, quieren un asesinato discreto o montar el show?
—¿Has terminado?
—No, lo último ya, prometido. Los sospechosos que me preguntabas antes. De momento, y en base a los últimos —entrecomilló en el aire— «descubrimientos», vamos, lo hablado con estas dos tipas, más la... mirona, creo que sólo hay tres sospechosos, cuatro si aceptamos el suicidio: el tipo desconocido que escondió o hizo algo con el cuerpo entre la hierba está en el primer puesto de la lista; luego estarían las dos amantes; y para terminar, está la opción del suicidio, en cuyo caso hace falta un cómplice, de los anteriores o no, que haya arrojado el cuerpo a posteriori desde el puente.
—Yo incluiría una quinta opción —apuntó Miguel—. La viuda.
—¡Pero ella fue quien lo contrató! —objetó Sara.
—Técnicamente no —puntualizó Lorenzo—. Fue mi amiga, Ana, la que trabaja en el Museo del Ferrocarril, la que nos puso en contacto. —Le aclaró a Miguel la conexión entre Ana e Isabel.
—Si está interesada en que averigües cómo murió su marido, no parece precisamente muy sospechosa —replicó Sara.
—Puede ser por guardar las apariencias —propuso Miguel.
—¿Respecto a quién? Si la policía no sabe nada de que yo estoy metido en esto. La verdad, pensándolo fríamente, dudo muy mucho que Isabel pueda estar metida en el ajo —reconoció Lorenzo, para beneplácito de Sara.
—Muy bien, ¿podemos empezar a jugar al Cluedo entonces?
—Podéis y debéis —replicó Lorenzo sonriente.
Sara fue la primera en tomar la palabra.
—¡Ya lo tengo! ¡Fue Patricia con un candelabro!
Lorenzo y Miguel no pudieron contener la risa mientras Sara estallaba en sonoras carcajadas ante su propia ocurrencia.
—Por el momento creo que vamos a descartar la opción del candelabro, pero gracias igualmente por tu aportación.
—Vamos a ver, teniendo en cuenta todos los datos —comenzó Miguel—, yo diría que lo más probable es que haya sido ¡Luisa con una llave inglesa!
Nuevas risas.
—Me alegro mucho de que os lo paséis tan bien —ironizó el detective—, pero os agradecería que me echaseis un cable. Venga, en serio, se admiten hipótesis factibles y que no estén relacionadas con Juan Cadavery ni el resto de invitados de la mansión Tudor.
—Bah, con lo que molaba... —protestó débilmente la chica.
Después fue Miguel el que tomó la palabra.
—Como diría Jack el destripador, vamos por partes. —Se detuvo unos instantes para ordenar sus ideas y luego continuó, haciendo gala de su perfectamente estructurada mente—: Respetando el esquema que has seguido de exponer primero las hipótesis de la muerte, luego las cuestiones sin resolver y por último los sospechosos, yo creo que lo primero que habría que determinar es cuál de las cuatro hipótesis que has planteado es la más viable. Si mal no recuerdo, planteabas dos opciones en las que el propio tipo ingería el veneno, de forma fortuita en un caso y deliberada en el otro, y otras dos opciones en las que alguien lo envenenaba. —Lorenzo asintió sin interrumpirle—. No sé, como supuestos teóricos están bien, supongo que las cuatro podrían darse hipotéticamente pero...
—Di, di. Para eso os estoy preguntando, para que pongáis todas las objeciones que queráis.
—Pues que me parece sumamente improbable que alguien ingiera veneno por accidente.
—Estoy de acuerdo.
—Y que ¿para qué se molestaría nadie en ocultar el suicidio de otra persona? Si alguien se suicida, es su puñetero problema, ¿no? ¿Por qué tendría nadie que tirarlo desde un puente en vez de esperar simplemente a que la poli lo descubra en su casa, o donde narices esté, y vea que se tomó alguna mierda para quitarse la vida?
—Desafortunadamente, no tengo la respuesta a esa pregunta.
—A mí se me ocurre —dijo Sara— que quizá Ricardo estuviese compinchado con alguien.
—Es decir, una quinta opción —preguntó Lorenzo con visible interés.
—Sí, una mezcla de dos de tus opciones. El tío quiere suicidarse y, por algún motivo que ahora mismo no sabría decir, tiene un cómplice, alguien que se va a limitar a tirarlo desde el puente para que tenga un final más... —Se quedó pensando cómo continuar la frase. Lorenzo se le adelantó.
—... ¿más melodramático?
—Sí, algo así. Para llamar la atención. Si simplemente se suicida en su casa, quizá no haya ni una investigación oficial, sólo una mera nota de prensa.
—Se va sin pena ni gloria —completó Miguel.
—Bueno, vale, pongamos que tenga sentido. ¿Entonces por qué no se tiró realmente del puente él mismo? No veo la necesidad del cómplice.
—Por miedo —conjeturó la chica.
—O por practicidad —apuntó el ingeniero—. Nadie te garantiza que te mates si te tiras desde un puente, puede ser que sólo te rompas varias costillas, un brazo, una pierna, o que jodas la columna vertebral y te quedes en una silla de ruedas el resto de tu vida, no sé, pueden pasar muchas cosas. Es arriesgado.
—Hay bastante altura pero sí, tenéis razón. Puede ser un método poco fiable. Es mejor tomarte unas pastillas o un somnífero letal.
—Y asusta menos —dijo Sara.
—Bueno, pasemos a lo siguiente: las preguntas sin resolver. Una de las cosas que más me escama es por qué demonios la poli se desentendió por completo del caso.
—¿Amenazas? —planteó Miguel.
—¿A la policía?
—No sé, era una opción. No a la policía como ente, sino a los que llevaban el caso, o a sus superiores, a alguien influyente para que no investigase más.
—Sí, es una buena opción, ya lo había pensado... sólo que no sabemos por qué. ¿Alguna otra idea?
Tras un breve silencio, Lorenzo enunció en voz alta:
—Quizá el caso daba mala publicidad a la ciudad.
—Sabiendo que hay crímenes es posible que la gente no quiera venir a Gijón. Eso merma considerablemente el turismo en pleno verano —añadió la chica.
—Además —siguió Miguel—, si la poli se pasa un buen tiempo investigando un suicidio con bastantes trazas de ser realmente un asesinato, los propios ciudadanos de aquí pueden entender que los cuerpos y fuerzas del Estado son unos inútiles...
—... y de rebote hace que carguen con la culpa los políticos, cosa que ningún gobierno quiere —completó Lorenzo.
—Y menos a pocos meses de las elecciones.
—¿Estáis diciendo que la policía es corrupta? —preguntó Sara ligeramente azorada.
—La policía no sé... pero los políticos no me cabe ni la menor duda —replicó Miguel con total convencimiento.
—Bueno, eso es un hecho contrastado —intervino Lorenzo—. ¿No os habéis dado cuenta de que la mayoría de la gente de nuestra edad reniega de la política, de los políticos y de todo cuanto les rodea?
—El poder corrompe —señaló Miguel, medio en broma, medio en serio.
—Si fuesen honrados, no tendría por qué ser necesariamente así —continuó Lorenzo—. Creo que es muy significativo que no exista en la actualidad en nuestro país, ni en casi ninguno supongo, un líder político que goce del respaldo popular, en especial de la gente joven. Porque lo de suponer que los jóvenes somos todos una masa borreguil, que no estudiamos ni trabajamos, y que nos da igual ocho que ochenta es mucho suponer.
—Me apuesto lo que quieras a que estamos mucho mejor preparados, en promedio, los jóvenes de hoy en día que la inmensa mayoría de los políticos.
—No te quepa la menor duda —prosiguió Lorenzo, cada vez más encendido en su fuero interno, aunque su tono continuase siendo sosegado—. ¿Y qué hacen ellos? Vivir del cuento, con sueldos estratosféricos, prometiendo blanco y haciendo negro, cambiando de criterio cada día de la semana, aumentando los impuestos, el precio de la vivienda, las hipotecas...
—Eso último no es sólo culpa del gobierno —remarcó la chica.
—Bueno, no es sólo culpa de ellos, pero vamos a dejar a los impresentables de los bancos para otra ocasión. Pero lo que sí es culpa de los políticos es el no tomar medidas coherentes para intentar salir cuanto antes de esta mega-crisis económica en la que nos encontramos. Sí es culpa de ellos no reducir el gasto público, ni recortar sus dietas, sus viajes de negocios que terminan siendo de placer, el dinero destinado a sus escoltas, sus sueldos vitalicios...
—En definitiva —completó Miguel, en la misma línea de pensamiento que su amigo—, todos los privilegios que tienen en concepto de quién sabe qué, en detrimento de los ciudadanos de a pie, que somos siempre los que pagamos el pato.
—Desgraciadamente, por mucha razón que tengáis, que la tenéis —aclaró Sara—, no podemos hacer nada contra ellos. Contra el sistema.
—El Gran Hermano ya está aquí. Y no sólo en Telecirco. —Tras una pequeña pausa, Lorenzo dijo—: En fin, volvamos al tema inicial, el caso de Ricardo. Tenemos claro, entonces, que es muy muy muy raro que la poli haya pasado así como así del tema cuando el informe del forense es suficientemente claro como para determinar que el cuerpo fue arrojado desde el puente cuando ya estaba muerto. Tenemos, o yo al menos, tengo que tratar de averiguar si ha sido una cuestión política, económica, de chantajes, de amenazas o de qué tipo, la que ha conseguido silenciar y detener la labor policial.
Un matrimonio de mediana edad subió al altillo y ocupó la mesa contigua a en la que habían estado previamente las señoras octogenarias. No parecieron prestar mucha atención a la conversación de los jóvenes, aunque Lorenzo les miró de reojo por si acaso.
—Luego está el tema del móvil. El teléfono móvil, quiero decir, no el motivo del asesinato —aclaró—. A eso sí que no le veo ningún sentido.
—Lo tuvieron que dejar allí adrede —terció Miguel—. Es que yo creo que la pregunta crucial, si me lo permites —el detective hizo un gesto de asentimiento y Miguel continuó—, no es tanto el resolver todas estas cuestiones que tú planteas, que indudablemente tienen su importancia. Yo creo que la pregunta clave es si estamos hablando de un crimen organizado meticulosamente o de un crimen chapucero, sin planificación y efectuado sobre la marcha. En este último caso, podríamos pensar que se olvidaron el móvil ahí entre la hierba sin darse cuenta.
—Yo me inclino más por la otra opción —replicó Lorenzo.
—Y yo también —aseveró Sara.
—Hay unanimidad entonces —retomó el ingeniero—. Partiendo de esa premisa, me parece significativo que hayan dejado sin borrar esas llamadas perdidas, las de las amantes del fiambre. Podría haber alguien interesado en incriminarlas.
—¿La viuda? —aventuró Sara, que comenzaba a mostrarse más activa en la conversación. Ambos la miraron y ella propuso—: Vamos a ver, si damos por hecho que el móvil fue olvidado a propósito, es lógico pensar que el asesino, o criminal, también sabía qué llamadas había en él.
—No necesariamente —objetó Lorenzo—. Me explico: pongamos que Isabel, efectivamente, conoce que su marido tiene una o más aventuras, como de hecho así es, pues ha admitido conocer, al menos, a Patricia. Está hasta las narices de sus infidelidades y decide cargárselo, pero no quiere que la metan en la cárcel, lógicamente, aparte de que puede heredar una cuantiosa cantidad de dinero de sus negocios. Total, que lo envenena, y ella misma, o algún cómplice, lo tiran desde el puente básicamente para liar la madeja. —Tomó aliento y siguió—: Hasta ahí de acuerdo contigo —dijo mirando a la chica—. El pero viene ahora: no tiene por qué saber qué llamadas ha recibido su marido, no tiene por qué importarle. Con saber que ella misma no le ha llamado, ¿qué más le da? Ella deja el móvil allí para que la poli lo encuentre e investigue, y de esta forma vayan detrás de sus amantes, sean una, dos o diecisiete.
—Luego, al ver que la policía pasa del tema, se las ingenia para contratar a alguien, en este caso a ti, para que revuelvas por ahí a ver si sigues las pistas del teléfono y vas detrás de alguno de los ligues de su difunto marido.
—Siento tener que disentir con vosotros —expresó Miguel, que llevaba un rato callado—. El planteamiento es bueno pero... ¿cómo narices iba a saber ella que tú, o alguien, cogería el caso tras la renuncia de la policía? Mejor dicho, ¿cómo sabría ella que la policía dejaría el caso a medias?
—En realidad nos estás dando la razón. Si la policía hubiese seguido adelante, sin duda hubiesen ido detrás de estas dos mujeres. Y si no era así, quizá ella misma sabía que su vecina era la madre de mi amiga y, por tanto, que yo sería el detective que se haría cargo del asunto.
—Muy rebuscado —volvió a objetar Miguel—. Es mucha planificación, me parece a mí.
—Estamos hablando de un homicidio, y hemos elegido la opción planificada, no la improvisada. Es rebuscado... pero no imposible.
Hubo un breve momento de silencio. Lorenzo echó otro vistazo a la mesa del matrimonio, que seguía totalmente ajeno a sus especulaciones.
—¿Incluimos, por tanto, a la viuda como quinta sospechosa?
—Yo diría que sí.
—Sí. Es una opción.
—Vale, entonces recapitulemos: no tenemos claro si fue suicidio más encubrimiento o asesinato más distracción, aunque nos gusta más lo segundo. Creemos que la poli fue invitada a abandonar la investigación y puede, o es lógico pensar, que esté implicada gente influyente, sean políticos, empresarios o algún mandamás corrupto. Pensamos que el detalle de olvidar el teléfono móvil fue un acto deliberado para incriminar a alguien o encubrir a los verdaderos culpables o el verdadero motivo. Y, por último, tenemos una lista inicial de cinco sospechosos: el hombre que fue visto por Luisa presuntamente ocultando el cuerpo, las dos amantes, la viuda y, en menor medida, aunque no descartable del todo, el propio Ricardo, en el caso de que ingiriese el veneno voluntariamente. ¿Sabéis cuál es el próximo paso?
—Sorpréndenos —dijo sonriendo Miguel.
—Una visita a la desconsolada viuda.
—¿Le vas a mencionar lo de la segunda amante? —cuestionó Sara.
—Sí, no me queda otro remedio. Procuraré hacerlo con tacto pero es de vital importancia ver su reacción. Siempre he pensado que es muy fácil mentir con la boca pero muy difícil, casi imposible, con la mirada. Ya sabéis, los ojos son el espejo del alma. Si la tengo frente a frente cuando le mencione a Diana, veré de qué pie cojea. O eso espero.
Ya estaban poniéndose en pie cuando el móvil de Lorenzo comenzó a sonar. El número no figuraba en la agenda.
—¿Diga?
—Hola, buenas tardes, no sé si llamo en mal momento. —Una voz de mujer desconocida. Lorenzo escuchó con atención—. Querría hablar con Iván Muelas. Es por el anuncio del perro desaparecido.
El detective hizo gestos a sus compañeros para que se mantuviesen en silencio.
—Sí, soy yo. Dígame.
—Es que, bueno, no sé por dónde empezar. Creo que quizá pueda ayudarle... Mi marido suele a ir a correr por el parque de Moreda casi todos los fines de semana y ese sábado en concreto estuvo por allí. Quizá él sepa algo, aunque aún no he tenido tiempo de hablarlo detenidamente con él, pero seguro que podemos reunirnos con usted y charlar, si le parece.
—Sí, claro. ¿Qué día le viene bien?
—No sé, me da igual, con tal de que sea por la tarde.
—¿Mañana por ejemplo?
—De acuerdo.
—¿Por qué zona vive? Para quedar en algún sitio cerca, quiero decir.
—En la avenida de Portugal, cerca de donde está la oficina de Vivienda del Ayuntamiento.
Lorenzo se quedó pensando unos segundos y luego le propuso una cafetería cercana. La mujer se mostró conforme.
—Llevaré una camisa verde para que me pueda identificar fácilmente. Por cierto, creo que no me ha dicho cómo se llama.
—Ah, sí, disculpe. Me llamo Sandra Moreno.
—Perfecto, Sandra. Nos vemos mañana entonces.
—Hasta mañana.
—Hasta mañana. Y muchas gracias por la llamada.
—¿Quién era? —inquirió Sara.
—Era por lo del anuncio del periódico. Una mujer cuyo marido sale a correr —remarcó esta palabra— habitualmente por el parque de Moreda. Mañana por la tarde me reúno con ellos.
—¿A correr has dicho? —se interesó Miguel—. ¿A correr por el parque de Moreda?
Los tres jóvenes intercambiaron una mirada cargada de significado mientras bajaban las escaleras de la cafetería.
—Sí, eso es exactamente lo que he dicho.
Lorenzo Blanco y los crí­menes inoportunos
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