XXVII Brainstorming
«Un hombre con una idea nueva es un loco
hasta que la idea triunfa»
Mark Twain
—Sería demasiado sencillo... —objetó Maxi—.
Muy novelesco, ¿no?
—Reconozco que tienes razón. Suena muy a
novela, pero ¿tenemos algo mejor? La cosa es así —recapituló
Daniel—: Jaime Cano, quién sabe si compinchado con Arturo Doriga,
localiza al tío este, Marcos Tuero, que se había ido de rositas
cuando lo de León. Saben que cubrió a su colega, el pederasta que
presuntamente abusó del sobrino de Jaime, así que él también tiene
que pagar por haberle, cuando menos, encubierto.
—Vale, Jaime tiene móvil. ¿Pero Arturo por
qué? ¿Simplemente por solidaridad?
—Quizá él también tuviese algún familiar o
persona cercana implicada.
Maxi pareció sopesar la respuesta unos
instantes. Después replicó:
—Arturo está divorciado. Dos veces. Pero no
tiene hijos, al menos que sepamos.
—Vale, pues centrémonos sólo en Jaime.
—Vale. Y luego va y publica un artículo en
su periódico criticando que el Gobierno pase de investigar los
crímenes y se dedique a contar gilipolleces sobre sus salarios, y
de paso deja en entredicho la capacidad de nuestro Cuerpo. Se
regodea de su crimen, según tú, ¿no es eso?
—Comete el crimen, y se jacta de ello
porque, a fin de cuentas, ese tío, Marcos, no era trigo
limpio.
—Pero no fue el que abusó de su sobrino...
Ése fue el otro, «El Lute».
—No lo sabemos a ciencia cierta. Además, en
cualquier caso, colaboraba con él. Y nos consta que lo
encubrió.
—Todo son suposiciones.
—Claro. Así funciona nuestro trabajo, ¿no?
Tú lo sabes mejor que nadie, llevas muchos más años que yo
aquí.
—Muy bien. Supongamos, pues, que tienes razón. Jaime lo hizo,
¿correcto?
—No lo sé. Tenemos que volver a comprobar su
coartada, parecía sólida, pero sí, yo creo que fue él.
—¿Y Arturo?
—Es su cómplice, quizá le ayudó de algún
modo. No lo sé.
—Puede que sea nuestro trabajo hacer
conjeturas, chico, pero necesitamos una
base más firme para empapelar a estos tipos, en el caso de que sean
culpables. Y, sinceramente, si lo son, tampoco les culpo,
pensándolo fríamente.
Daniel miró fijamente a los ojos de su
veterano compañero y le hizo una pregunta muy directa:
—¿Te cargarías a un cómplice de quien abusó
de tu sobrino? A un cómplice, ¿eh?, no al autor material.
—Me cargaría a todo bicho viviente que
tuviese la más mínima relación con el puto caso. A todo hijo de
vecino. No dejaría títere con cabeza.
Daniel esbozó una media sonrisa que denotaba
empatía.
—¿Sabes qué? Aunque sea una burrada —Maxi
asintió con una humildad poco frecuente en él, pero no interrumpió
a su compañero—, creo que yo haría exactamente lo mismo que
tú.
—Bueno, habrá que ponerse a ello —zanjó
Maxi—. ¿Tú te encargas de investigar de nuevo todo lo relacionado
con el de La Nueva España, por ejemplo, y
yo me pongo con el de El Comercio?
—Trato hecho.
En el altillo de la cafetería El Pinar,
situada en mitad de la calle Menéndez Pelayo, apenas a dos minutos
de la playa de San Lorenzo, se encontraban ya Lorenzo y Sara,
esperando por Miguel. El joven detective había citado a su amigo
para comentar entre los tres el caso e intentar darle el enfoque
adecuado. El local estaba bastante concurrido en la parte de abajo,
pero en la parte superior sólo había otra mesa ocupada, a cierta
distancia de la suya, en la que tres mujeres octogenarias tomaban
un café y contaban chismes. Cuando Miguel llegó, se acercó a la
barra para pedir y luego enfiló las escaleras para subir al
altillo.
—Muy buenas.
—¿Qué tal, Migue?
Se sentó a su mesa, y contempló con agrado
el generoso pincho que había sobre la mesa, compuesto por dos
panecillos con queso Filadelfia, dos croquetas y dos empanadillas,
acompañando al Trina manzana y la Coca-cola light que habían pedido sus amigos.
—Así que ahora me vas a conceder el honor de
compartir conmigo información estrictamente confidencial sobre tu
tan misteriosa investigación —fue el mordaz arranque de la
conversación. Miguel parecía con ganas de guerra.
—Hombre, con la única condición de que no
reveles nada... De lo contrario, tendría que matarte.
—Con tus propias manos.
—Na, eso ensucia
mucho. Contrataría a un sicario.
—¿Rollo mafia? ¿Una corbata colombiana
quizá?
—Sí, algo así.
Llegó la camarera con la Coca-cola de
Miguel, y un nuevo pack de croqueta,
empanadilla y panecillo con queso Filadelfia. Una vez se hubo
marchado, continuaron hablando.
—Ahora totalmente en serio, ¿de verdad me
vas a dejar tomar parte en el caso?
—Lo que quiero —y pasó la mirada de Miguel a
Sara para volver al primero— es que ambos me echéis un cable. Que
hagamos un brainstorming3
de ésos que gustan tanto en las empresas autoproclamadas
vanguardistas y dinámicas.
—Pues esa técnica de vanguardista tiene poco
—comentó Miguel mientras sostenía su empanadilla—. Debió surgir en
los años cincuenta o sesenta. —Y engulló la empanadilla.
—Bueno, pero no me negarás que las empresas
que lo hacen se creen muy cool y muy
modennas.
—No te lo niego, no. Cuéntanos. O mejor
dicho, cuéntame, que seguro que Sara ya está al tanto de
todo.
—De todo de todo no —protestó tibiamente
ella.
—Bueno, primero os cuento y luego os dejo
que juguemos al Cluedo si os parece. La situación es la
siguiente... —Les resumió, principalmente para Miguel, cómo Isabel
lo había contratado para hacer el trabajo del que la policía se
había desentendido. Luego dijo—: Bueno, la cosa está así: consigo,
por métodos que no vienen al caso —Sara le miró con algo de
reproche pero no dijo nada—, una copia del expediente de la policía
donde descubro una serie de cuestiones, a saber...
—... y a saber cuál.
Los dos sonrieron mientras Sara les miraba
con cara rara.
—Lo decían en una serie, cuando enumeraban
cosas —aclaró el ingeniero.
—Manos a la obra, la de Manolo y Benito
—apostilló el detective. Sara asintió, dándose por enterada.
Después recapituló cómo, gracias al
expediente, tuvo la confirmación oficial de que Ricardo había
muerto envenenado, que había recibido varias llamadas perdidas la
noche de autos y que existía una presunta testigo presencial que
vio a alguien alejarse de la escena del crimen.
—¿Me dejo algo?
—Lo del abuelo y el crío... —sugirió la
chica.
—Cierto. El cuerpo fue encontrado por un
abuelo o, mejor dicho, por su nieto que se lo enseñó a su abuelo.
Estaba semioculto entre los matorrales debajo del puente. Camuflado
de una forma bastante chapucera al parecer.
Miguel ya había dado buena cuenta de la
empanadilla y la croqueta y se disponía a engullir el panecillo
cuando comentó:
—Vale, eso son los precedentes. Ahora ponme,
esto... ponnos al día de cuánto has averiguado hasta el
momento.
Les relató entonces su entrevista con la
viuda, donde se enteró de la existencia de una amante, su aciaga
visita al parque de Moreda en busca del corredor misterioso y el
anuncio del periódico, del que Miguel ya estaba enterado.
—Te concedo que el plan es ingenioso pero...
es como buscar una aguja en un pajar.
—Tienes razón. No parecía tener muchos visos
de funcionar... —reconoció Lorenzo—. Pues sorprendentemente sí ha
funcionado.
Les contó la llamada de Luisa, citándose
para hablar sobre su perrito, y les
informó de cómo averiguó la identidad de las personas que llamaron
al difunto aquella fatídica tarde-noche.
—Ahí es donde recurres a Roberto,
ignorándome por completo.
—Él está más acostumbrado que tú a ese tipo
de asuntos.
—¿A los asuntos ilegales, quieres
decir?
—Bueno, él no me pidió ninguna
explicación...
—Y yo sí te las pediría, ¿no? Claro, yo soy
mucho más cotilla, ¿dónde vas a parar? —protestó con escasa
vehemencia—. De todos modos, ahora me lo estás contando
igualmente.
—Ya, también es verdad. En fin, el ser
humano es contradictorio, ¿no?
—Como diría el «Gran Capitán»: sí, bueno,
¿no?
Los tres se rieron con la imitación de
Raúl4.
Lorenzo prosiguió:
—¿Y a que no sabéis qué? Una de ellas es la
amante de la que me habló Isabel.
—No jodas.
—Sí, sí.
—Estás teniendo mucha suerte, me da a
mí.
—La suerte hay que buscarla.
—Touché.
—Bueno, sigo. Y ayer es cuando se produce el
gran punto de inflexión de esta historia, al menos hasta el
momento. Llamo por teléfono a ambas mujeres, para sonsacarles
información, aparte de citarme con Luisa, la paisana que me llamó
por lo del perro.
Les explicó que para que Patricia y Diana
accediesen a proporcionarle información había utilizado el «truco
más viejo del mundo»: decir que era de la policía, para sorpresa de
Miguel. Lorenzo aclaró:
—Además, una llamada de la poli, aunque no hayas cometido ningún delito (que tú
sepas), siempre causa cierto... respeto.
—Yo más bien diría que acojona. Igual es
porque no soy tan fino como tú.
—Igual es por eso. Bueno, el caso es que las
llamadas han sido de lo más jugosas. Descubro lo siguiente:
Patricia pilla un rebote del carajo, y no reconoce para nada tener
más relación con Ricardo que la estrictamente derivada de sus
profesiones.
—¿En qué trabaja?
—Ah, sí, es verdad, que no te lo había
dicho. Trabaja de responsable de dirección o de estrategia o alguna
chuminada de ésas que nadie sabe bien en qué consiste en una
consultora, y Ricardo trabajaba en otra empresa parecida, de nombre
AGISS. Según me dijeron, tanto la viuda como la propia Patricia,
sus empresas colaboraban, hacían negocios juntas.
—Ajá.
—Sí, sí, pero «no se vayan todavía, que aún
hay más». Llamo a la otra, Diana, de la que lo único que sé es su
nombre. Parece más complicado sobre el papel que me cuente nada,
pero se traga sin problemas lo de que soy poli y me dice que se
conocen de hacer negocios juntos de vez en cuando, igual que
Patricia, y... tatatachán, tachán.
Tanto la traductora como el ingeniero
clavaron sus miradas en la del detective, elevando las cejas
interrogativamente él, abriendo los ojos como platos ella. Lorenzo
se hizo el interesante durante unos segundos para luego
decir:
—Me confiesa que tenía una aventura con
él.
—No fastidies.
—Sí, sí, como lo oís. Le costó lo suyo
contener las lágrimas al referirse a él, a su pérdida.
—Por supuesto, de esto la viuda no tiene ni
idea, ¿no?
—Si no me ha mentido u ocultado información,
no. Aunque es cierto que dio a entender que le había sido infiel
con más de una mujer, afirmó sólo conocer a la otra, a Patricia, la
amante oficial por así decirlo.
—Así que el caso se complica.
—Sí y no. Ahí es donde entráis
vosotros.
—No le has contado lo de Luisa —sugirió
Sara, que había estado callada la mayor parte de la
conversación.
—Menos mal que estás en todo. —Le dio un
beso en la mejilla a la chica y le explicó esa parte a su
amigo.
Dio un largo trago a su Trina y Miguel
aprovechó para preguntar:
—¿Y ahora es cuando jugamos al Cluedo?
—Exacto. Aunque antes dejadme que os cuente,
ya para terminar, mis conjeturas iniciales. Por un lado tenemos las
hipótesis de la muerte —y comenzó a enumerar los puntos de la lista
manuscrita que había confeccionado días atrás—: se me ocurren hasta
cuatro diferentes, aunque parecidas. Dado que tenemos claro, al
menos así lo dictaminó el forense, que la causa de la muerte fue el
envenenamiento, puede haber ocurrido: a) que se haya envenenado el
propio Ricardo, de alguna extraña forma accidental, y que a
posteriori alguien lo haya arrojado desde el puente, para simular
un asesinato. Ni idea de por qué. b) Que se haya envenenado el
propio Ricardo, pero adrede, vamos, que se haya suicidado. Y luego
lo mismo que antes, alguien lo encuentra y, para encubrirle, lo
arroja desde el puente. c) Que alguien diferente a él haya sido
quien lo haya envenenado —Miguel estuvo tentado de decir algo pero
Lorenzo le paró con un gesto y siguió diciendo—: Y ese mismo
alguien le tira del puente. Y, por último, d) que haya un par de
cómplices. Uno le envenena y el otro le tira. Es quizá lo más
enrevesado pero no por ello descartable.
Las tres octogenarias estaban empezando a
levantarse con intención de abandonar el local. Les iba a llevar su
tiempo ponerse en pie, coger sus bolsos, bajar las escaleras y
pagar en la barra, pero no parecían tener mucha prisa. Una de ellas
miró hacia su mesa con esa indiscreción tan característica en la
gente de edad avanzada, a quien ya le importa un bledo todo, y
escrutó con la mirada primero a los dos amigos y luego a la chica.
Mientras les daba un repaso visual completo, Lorenzo dijo con
naturalidad y una media sonrisa en los labios:
—Seguro que está preguntándose si hacemos
tríos.
Miguel y Sara se rieron estruendosamente
mientras Lorenzo seguía con la vista fija en la anciana, ganando en
el reto de miradas pues ésta, al sentirse observada, terminó por
desviar la vista hacia sus compañeras de mesa.
—Antes quería preguntar —dijo al fin Miguel—
por los sospechosos.
—Un segundo, que aún tengo otra cosa antes.
El segundo punto del día, tras las hipótesis que os acabo de
contar, son las preguntas sin resolver. En particular se me ocurren
las siguientes: primera, y quizá la más llamativa, ¿por qué
demonios pasa la poli de investigar más? En especial, teniendo en
cuenta que saben, a través del forense, que no fue un suicidio.
Segunda, el tío no llevaba documentación ni nada, aparte de su
bonito y caro traje de ejecutivo, pero el móvil estaba por allí
cerca (y así fue cómo rápidamente se supo quién era). ¿Fue un
descuido o fue a propósito? Tercera —las señoras comenzaron a
enfilar la escalera, aunque una de ellas aún tuvo tiempo de echar
un último vistazo a la mesa del brainstorming. Lorenzo le sostuvo la mirada como
había hecho con su compañera y ésta giró la cabeza en gesto de
desaprobación—, me consta, gracias a las llamadas que he hecho, que
la poli llegó a hablar con Patricia, si su testimonio es fiable.
Ignoro, no obstante, si hablaron o no con Diana. En cualquier caso,
tenían sus teléfonos y eran las últimas que lo llamaron. Deberían
haber hablado con ambas. —Paró un segundo para coger aire—. Y
cuarta, y quizá la más importante, ¿por qué demonios lo
envenenaron? O sea, dejando a un lado las hipótesis de suicidio, te
vas a cargar a alguien y lo envenenas, que podría ser un método no
detectable —aunque no haya sido éste el caso—, pero luego lo
despeñas desde un puente para que todo el mundo lo vea y para que
encuentren el cuerpo en el parque, en vez de en una casa
particular. No sé, por un lado parece que no quieren publicidad
pero a la vez es obvio que el caso la va a tener si aparece un
fiambre en medio de un parque público.
¿En qué quedamos, quieren un asesinato discreto o montar el
show?
—¿Has terminado?
—No, lo último ya, prometido. Los
sospechosos que me preguntabas antes. De momento, y en base a los
últimos —entrecomilló en el aire— «descubrimientos», vamos, lo
hablado con estas dos tipas, más la... mirona, creo que sólo hay tres sospechosos, cuatro
si aceptamos el suicidio: el tipo desconocido que escondió o hizo
algo con el cuerpo entre la hierba está en el primer puesto de la
lista; luego estarían las dos amantes; y para terminar, está la
opción del suicidio, en cuyo caso hace falta un cómplice, de los
anteriores o no, que haya arrojado el cuerpo a posteriori desde el
puente.
—Yo incluiría una quinta opción —apuntó
Miguel—. La viuda.
—¡Pero ella fue quien lo contrató! —objetó
Sara.
—Técnicamente no —puntualizó Lorenzo—. Fue
mi amiga, Ana, la que trabaja en el Museo del Ferrocarril, la que
nos puso en contacto. —Le aclaró a Miguel la conexión entre Ana e
Isabel.
—Si está interesada en que averigües cómo
murió su marido, no parece precisamente muy sospechosa —replicó
Sara.
—Puede ser por guardar las apariencias
—propuso Miguel.
—¿Respecto a quién? Si la policía no sabe
nada de que yo estoy metido en esto. La verdad, pensándolo
fríamente, dudo muy mucho que Isabel pueda estar metida en el ajo
—reconoció Lorenzo, para beneplácito de Sara.
—Muy bien, ¿podemos empezar a jugar al
Cluedo entonces?
—Podéis y debéis —replicó Lorenzo
sonriente.
Sara fue la primera en tomar la
palabra.
—¡Ya lo tengo! ¡Fue Patricia con un
candelabro!
Lorenzo y Miguel no pudieron contener la
risa mientras Sara estallaba en sonoras carcajadas ante su propia
ocurrencia.
—Por el momento creo que vamos a descartar
la opción del candelabro, pero gracias igualmente por tu
aportación.
—Vamos a ver, teniendo en cuenta todos los
datos —comenzó Miguel—, yo diría que lo más probable es que haya
sido ¡Luisa con una llave inglesa!
Nuevas risas.
—Me alegro mucho de que os lo paséis tan
bien —ironizó el detective—, pero os agradecería que me echaseis un
cable. Venga, en serio, se admiten hipótesis factibles y que no
estén relacionadas con Juan Cadavery ni el resto de invitados de la
mansión Tudor.
—Bah, con lo que molaba... —protestó
débilmente la chica.
Después fue Miguel el que tomó la
palabra.
—Como diría Jack el destripador, vamos por
partes. —Se detuvo unos instantes para ordenar sus ideas y luego
continuó, haciendo gala de su perfectamente estructurada mente—:
Respetando el esquema que has seguido de exponer primero las
hipótesis de la muerte, luego las cuestiones sin resolver y por
último los sospechosos, yo creo que lo primero que habría que
determinar es cuál de las cuatro hipótesis que has planteado es la
más viable. Si mal no recuerdo, planteabas dos opciones en las que
el propio tipo ingería el veneno, de forma fortuita en un caso y
deliberada en el otro, y otras dos opciones en las que alguien lo
envenenaba. —Lorenzo asintió sin interrumpirle—. No sé, como
supuestos teóricos están bien, supongo que las cuatro podrían darse
hipotéticamente pero...
—Di, di. Para eso os estoy preguntando, para
que pongáis todas las objeciones que queráis.
—Pues que me parece sumamente improbable que
alguien ingiera veneno por accidente.
—Estoy de acuerdo.
—Y que ¿para qué se molestaría nadie en
ocultar el suicidio de otra persona? Si alguien se suicida, es su
puñetero problema, ¿no? ¿Por qué tendría nadie que tirarlo desde un
puente en vez de esperar simplemente a que la poli lo descubra en
su casa, o donde narices esté, y vea que se tomó alguna mierda para
quitarse la vida?
—Desafortunadamente, no tengo la respuesta a
esa pregunta.
—A mí se me ocurre —dijo Sara— que quizá
Ricardo estuviese compinchado con alguien.
—Es decir, una quinta opción —preguntó
Lorenzo con visible interés.
—Sí, una mezcla de dos de tus opciones. El
tío quiere suicidarse y, por algún motivo que ahora mismo no sabría
decir, tiene un cómplice, alguien que se va a limitar a tirarlo
desde el puente para que tenga un final más... —Se quedó pensando
cómo continuar la frase. Lorenzo se le adelantó.
—... ¿más melodramático?
—Sí, algo así. Para llamar la atención. Si
simplemente se suicida en su casa, quizá no haya ni una
investigación oficial, sólo una mera nota de prensa.
—Se va sin pena ni gloria —completó
Miguel.
—Bueno, vale, pongamos que tenga sentido.
¿Entonces por qué no se tiró realmente del puente él mismo? No veo
la necesidad del cómplice.
—Por miedo —conjeturó la chica.
—O por practicidad —apuntó el ingeniero—.
Nadie te garantiza que te mates si te tiras desde un puente, puede
ser que sólo te rompas varias costillas, un brazo, una pierna, o
que jodas la columna vertebral y te quedes en una silla de ruedas
el resto de tu vida, no sé, pueden pasar muchas cosas. Es
arriesgado.
—Hay bastante altura pero sí, tenéis razón.
Puede ser un método poco fiable. Es mejor tomarte unas pastillas o
un somnífero letal.
—Y asusta menos —dijo Sara.
—Bueno, pasemos a lo siguiente: las
preguntas sin resolver. Una de las cosas que más me escama es por
qué demonios la poli se desentendió por completo del caso.
—¿Amenazas? —planteó Miguel.
—¿A la policía?
—No sé, era una opción. No a la policía como
ente, sino a los que llevaban el caso, o a sus superiores, a
alguien influyente para que no investigase más.
—Sí, es una buena opción, ya lo había
pensado... sólo que no sabemos por qué. ¿Alguna otra idea?
Tras un breve silencio, Lorenzo enunció en
voz alta:
—Quizá el caso daba mala publicidad a la
ciudad.
—Sabiendo que hay crímenes es posible que la
gente no quiera venir a Gijón. Eso merma considerablemente el
turismo en pleno verano —añadió la chica.
—Además —siguió Miguel—, si la poli se pasa
un buen tiempo investigando un suicidio con bastantes trazas de ser
realmente un asesinato, los propios ciudadanos de aquí pueden
entender que los cuerpos y fuerzas del Estado son unos
inútiles...
—... y de rebote hace que carguen con la
culpa los políticos, cosa que ningún gobierno quiere —completó
Lorenzo.
—Y menos a pocos meses de las
elecciones.
—¿Estáis diciendo que la policía es
corrupta? —preguntó Sara ligeramente azorada.
—La policía no sé... pero los políticos no
me cabe ni la menor duda —replicó Miguel con total
convencimiento.
—Bueno, eso es un hecho contrastado
—intervino Lorenzo—. ¿No os habéis dado cuenta de que la mayoría de
la gente de nuestra edad reniega de la política, de los políticos y
de todo cuanto les rodea?
—El poder corrompe —señaló Miguel, medio en
broma, medio en serio.
—Si fuesen honrados, no tendría por qué ser
necesariamente así —continuó Lorenzo—. Creo que es muy
significativo que no exista en la actualidad en nuestro país, ni en
casi ninguno supongo, un líder político que goce del respaldo
popular, en especial de la gente joven. Porque lo de suponer que
los jóvenes somos todos una masa borreguil, que no estudiamos ni
trabajamos, y que nos da igual ocho que ochenta es mucho
suponer.
—Me apuesto lo que quieras a que estamos
mucho mejor preparados, en promedio, los jóvenes de hoy en día que
la inmensa mayoría de los políticos.
—No te quepa la menor duda —prosiguió
Lorenzo, cada vez más encendido en su fuero interno, aunque su tono
continuase siendo sosegado—. ¿Y qué hacen ellos? Vivir del cuento,
con sueldos estratosféricos, prometiendo blanco y haciendo negro,
cambiando de criterio cada día de la semana, aumentando los
impuestos, el precio de la vivienda, las hipotecas...
—Eso último no es sólo culpa del gobierno
—remarcó la chica.
—Bueno, no es sólo culpa de ellos, pero
vamos a dejar a los impresentables de los bancos para otra ocasión.
Pero lo que sí es culpa de los políticos es el no tomar medidas
coherentes para intentar salir cuanto antes de esta mega-crisis
económica en la que nos encontramos. Sí es culpa de ellos no
reducir el gasto público, ni recortar sus dietas, sus viajes de
negocios que terminan siendo de placer, el dinero destinado a sus
escoltas, sus sueldos vitalicios...
—En definitiva —completó Miguel, en la misma
línea de pensamiento que su amigo—, todos los privilegios que
tienen en concepto de quién sabe qué, en detrimento de los
ciudadanos de a pie, que somos siempre los que pagamos el
pato.
—Desgraciadamente, por mucha razón que
tengáis, que la tenéis —aclaró Sara—, no podemos hacer nada contra
ellos. Contra el sistema.
—El Gran Hermano ya está aquí. Y no sólo en
Telecirco. —Tras una pequeña pausa,
Lorenzo dijo—: En fin, volvamos al tema inicial, el caso de
Ricardo. Tenemos claro, entonces, que es muy
muy muy raro que la poli haya pasado así como así del tema
cuando el informe del forense es suficientemente claro como para
determinar que el cuerpo fue arrojado desde el puente cuando ya
estaba muerto. Tenemos, o yo al menos, tengo que tratar de
averiguar si ha sido una cuestión política, económica, de
chantajes, de amenazas o de qué tipo, la que ha conseguido
silenciar y detener la labor policial.
Un matrimonio de mediana edad subió al
altillo y ocupó la mesa contigua a en la que habían estado
previamente las señoras octogenarias. No parecieron prestar mucha
atención a la conversación de los jóvenes, aunque Lorenzo les miró
de reojo por si acaso.
—Luego está el tema del móvil. El teléfono
móvil, quiero decir, no el motivo del asesinato —aclaró—. A eso sí
que no le veo ningún sentido.
—Lo tuvieron que dejar allí adrede —terció
Miguel—. Es que yo creo que la pregunta crucial, si me lo permites
—el detective hizo un gesto de asentimiento y Miguel continuó—, no
es tanto el resolver todas estas cuestiones que tú planteas, que
indudablemente tienen su importancia. Yo creo que la pregunta clave
es si estamos hablando de un crimen organizado meticulosamente o de
un crimen chapucero, sin planificación y efectuado sobre la marcha.
En este último caso, podríamos pensar que se olvidaron el móvil ahí
entre la hierba sin darse cuenta.
—Yo me inclino más por la otra opción
—replicó Lorenzo.
—Y yo también —aseveró Sara.
—Hay unanimidad entonces —retomó el
ingeniero—. Partiendo de esa premisa, me parece significativo que
hayan dejado sin borrar esas llamadas perdidas, las de las amantes
del fiambre. Podría haber alguien
interesado en incriminarlas.
—¿La viuda? —aventuró Sara, que comenzaba a
mostrarse más activa en la conversación. Ambos la miraron y ella
propuso—: Vamos a ver, si damos por hecho que el móvil fue olvidado
a propósito, es lógico pensar que el asesino, o criminal, también
sabía qué llamadas había en él.
—No necesariamente —objetó Lorenzo—. Me
explico: pongamos que Isabel, efectivamente, conoce que su marido
tiene una o más aventuras, como de hecho así es, pues ha admitido
conocer, al menos, a Patricia. Está hasta las narices de sus
infidelidades y decide cargárselo, pero no quiere que la metan en
la cárcel, lógicamente, aparte de que puede heredar una cuantiosa
cantidad de dinero de sus negocios. Total, que lo envenena, y ella
misma, o algún cómplice, lo tiran desde el puente básicamente para
liar la madeja. —Tomó aliento y siguió—: Hasta ahí de acuerdo
contigo —dijo mirando a la chica—. El pero viene ahora: no tiene
por qué saber qué llamadas ha recibido su marido, no tiene por qué
importarle. Con saber que ella misma no le ha llamado, ¿qué más le
da? Ella deja el móvil allí para que la poli lo encuentre e
investigue, y de esta forma vayan detrás de sus amantes, sean una,
dos o diecisiete.
—Luego, al ver que la policía pasa del tema,
se las ingenia para contratar a alguien, en este caso a ti, para
que revuelvas por ahí a ver si sigues las pistas del teléfono y vas
detrás de alguno de los ligues de su difunto marido.
—Siento tener que disentir con vosotros
—expresó Miguel, que llevaba un rato callado—. El planteamiento es
bueno pero... ¿cómo narices iba a saber ella que tú, o alguien,
cogería el caso tras la renuncia de la policía? Mejor dicho, ¿cómo
sabría ella que la policía dejaría el caso a medias?
—En realidad nos estás dando la razón. Si la
policía hubiese seguido adelante, sin duda hubiesen ido detrás de
estas dos mujeres. Y si no era así, quizá ella misma sabía que su
vecina era la madre de mi amiga y, por tanto, que yo sería el
detective que se haría cargo del asunto.
—Muy rebuscado —volvió a objetar Miguel—. Es
mucha planificación, me parece a mí.
—Estamos hablando de un homicidio, y hemos
elegido la opción planificada, no la improvisada. Es rebuscado...
pero no imposible.
Hubo un breve momento de silencio. Lorenzo
echó otro vistazo a la mesa del matrimonio, que seguía totalmente
ajeno a sus especulaciones.
—¿Incluimos, por tanto, a la viuda como
quinta sospechosa?
—Yo diría que sí.
—Sí. Es una opción.
—Vale, entonces recapitulemos: no tenemos
claro si fue suicidio más encubrimiento o asesinato más
distracción, aunque nos gusta más lo segundo. Creemos que la poli
fue invitada a abandonar la investigación
y puede, o es lógico pensar, que esté implicada gente influyente,
sean políticos, empresarios o algún mandamás corrupto. Pensamos que
el detalle de olvidar el teléfono móvil fue un acto deliberado para
incriminar a alguien o encubrir a los verdaderos culpables o el
verdadero motivo. Y, por último, tenemos una lista inicial de cinco
sospechosos: el hombre que fue visto por Luisa presuntamente
ocultando el cuerpo, las dos amantes, la viuda y, en menor medida,
aunque no descartable del todo, el propio Ricardo, en el caso de
que ingiriese el veneno voluntariamente. ¿Sabéis cuál es el próximo
paso?
—Sorpréndenos —dijo sonriendo Miguel.
—Una visita a la desconsolada viuda.
—¿Le vas a mencionar lo de la segunda
amante? —cuestionó Sara.
—Sí, no me queda otro remedio. Procuraré
hacerlo con tacto pero es de vital importancia ver su reacción.
Siempre he pensado que es muy fácil mentir con la boca pero muy
difícil, casi imposible, con la mirada. Ya sabéis, los ojos son el
espejo del alma. Si la tengo frente a frente cuando le mencione a
Diana, veré de qué pie cojea. O eso espero.
Ya estaban poniéndose en pie cuando el móvil
de Lorenzo comenzó a sonar. El número no figuraba en la
agenda.
—¿Diga?
—Hola, buenas tardes, no sé si llamo en mal
momento. —Una voz de mujer desconocida. Lorenzo escuchó con
atención—. Querría hablar con Iván Muelas. Es por el anuncio del
perro desaparecido.
El detective hizo gestos a sus compañeros
para que se mantuviesen en silencio.
—Sí, soy yo. Dígame.
—Es que, bueno, no sé por dónde empezar.
Creo que quizá pueda ayudarle... Mi marido suele a ir a correr por
el parque de Moreda casi todos los fines de semana y ese sábado en
concreto estuvo por allí. Quizá él sepa algo, aunque aún no he
tenido tiempo de hablarlo detenidamente con él, pero seguro que
podemos reunirnos con usted y charlar, si le parece.
—Sí, claro. ¿Qué día le viene bien?
—No sé, me da igual, con tal de que sea por
la tarde.
—¿Mañana por ejemplo?
—De acuerdo.
—¿Por qué zona vive? Para quedar en algún
sitio cerca, quiero decir.
—En la avenida de Portugal, cerca de donde
está la oficina de Vivienda del Ayuntamiento.
Lorenzo se quedó pensando unos segundos y
luego le propuso una cafetería cercana. La mujer se mostró
conforme.
—Llevaré una camisa verde para que me pueda
identificar fácilmente. Por cierto, creo que no me ha dicho cómo se
llama.
—Ah, sí, disculpe. Me llamo Sandra
Moreno.
—Perfecto, Sandra. Nos vemos mañana
entonces.
—Hasta mañana.
—Hasta mañana. Y muchas gracias por la
llamada.
—¿Quién era? —inquirió Sara.
—Era por lo del anuncio del periódico. Una
mujer cuyo marido sale a correr —remarcó
esta palabra— habitualmente por el parque de Moreda. Mañana por la
tarde me reúno con ellos.
—¿A correr has dicho? —se interesó Miguel—.
¿A correr por el parque de Moreda?
Los tres jóvenes intercambiaron una mirada
cargada de significado mientras bajaban las escaleras de la
cafetería.
—Sí, eso es exactamente lo que he
dicho.